Nacimos en un mundo que se hace añicos. Nacimos y crecimos en un mundo, el de nuestros padres y madres y hermanos mayores, y hasta el de nuestras propias infancias, gobernado por un pacto social bien especial: a nosotros, las clases trabajadoras, se nos garantizaban ciertos niveles de seguridad socioeconómica; a cambio, se nos exigía que renunciáramos a toda pretensión de hacernos con el control de la producción. Era, por tanto, un pacto que por un lado nos protegía, pero que por el otro nos limitaba. El capitalismo se civilizaba y, haciéndolo, alejaba el fantasma de la transformación social.
En particular, este pacto se concretaba en una ecuación sencilla: la seguridad en los ingresos venía dada por la seguridad en la ocupación. Los mercados laborales ofrecían, sobre todo a la población masculina, lugares de trabajo estables que garantizaban la continuidad de los ingresos familiares. Las centrales sindicales, que representaban a una población trabajadora marcadamente homogénea ubicada en centros de trabajo claramente identificables, velaban por que ello fuera así e, incluso, por que las condiciones laborales experimentaran ciertos procesos de mejora. Además, había toda una serie de mecanismos de bienestar –salud, educación, políticas asistenciales de diversos tipos– que terminaban de cimentar toda una red de seguridad que, siempre en el marco de un orden social que no se tocaba, nos permitía vivir sin angustias excesivas.
Hoy este consenso ha sido roto. Está quedando hecho añicos. Y no hemos sido nosotros, precisamente, los causantes de su demolición. Las grandes oligarquías económicas, unas oligarquías dispuestas incluso a traicionar los intereses del empresariado que aspira a invertir en la economía productiva, llevan años cargando contra un pacto que, por muchas razones, ven innecesario y estiman excesivamente oneroso. Este hecho, unido a cambios importantes en la estructura productiva de nuestras sociedades –procesos de innovación ahorradores de mano de obra, flexibilización de las condiciones de trabajo, formas de división internacional del trabajo que resultan en procesos de alcance global de pauperización de las clases trabajadoras– obliga a replantearnos análisis y objetivos.
En primer lugar, la participación en los mercados de trabajo ya no es garantía de seguridad en los ingresos: como es sabido, el número de personas que rozan –y cruzan– el umbral de la pobreza pese a contar con un puesto de trabajo remunerado está creciendo vertiginosamente. En segundo lugar, estos mismos mercados de trabajo se están convirtiendo en espacios cada día más excluyentes: los niveles del paro estructural y la volatilidad de los puestos de trabajo existentes, que conduce a una gran mayoría social a continuas entradas y salidas de los mercados laborales, impide mantener la vieja ecuación que equiparaba participación en la esfera del trabajo remunerado a seguridad socioeconómica. Finalmente, la ofensiva oligárquica contra la estructura de derechos sociales básicos de los regímenes de bienestar no hace sino incrementar la precariedad de nuestras vidas y, por tanto, las dificultades de controlarlas y de hacerlas verdaderamente nuestras, construyéndolas de acuerdo con lo que somos y queremos ser.
El mundo en el que nacimos y crecimos se hace añicos. Y ello nos plantea un gran interrogante: ¿qué nos obliga a aceptar los límites y constreñimientos del viejo pacto, el del mundo de nuestros padres y madres, cuando resulta que no somos nosotros, sino las oligarquías, quienes lo han roto de forma unilateral? ¿Por qué no desbordamos los viejos y los nuevos caminos que tratan de imponernos y construimos los nuestros? Las clases trabajadoras contamos con formas nuevas, enraizadas en luchas concretas de hombres y mujeres organizadas de maneras bien diversas, de controlar la producción, de organizarnos libremente para construir nuestras vidas. Las nuestras, no las suyas. Las clases trabajadoras podemos y queremos aspirar a garantizar incondicionalmente el derecho a la existencia, un derecho a la existencia que sabemos que es condición de posibilidad de la libertad y de la autodeterminación individual y colectiva. Porque queremos acceder al mundo del trabajo des de la fuerza y el poder que da el vivir con la existencia garantizada. ¿Por qué aspirar a menos?
Salimos a la calle para afirmar que no aspiramos a menos. Salimos a la calle porque podemos y queremos democratizar la vida económica y social toda y, así, luchar para reapropiarnos de nuestras vidas. Salimos a la calle porque nuestras vidas no están en venta. Porque nuestras vidas han de ser nuestras. Salimos a la calle porque somos el 99%, porque somos la inmensa mayoría que quiere emprender caminos productivos y vitales propios y que no está dispuesta a permitir que queden bloqueados por la voracidad desposeedora de una minoría rentista.
Salimos a la calle por una renta básica de ciudadanía, universal e incondicional. Porque sabemos que los mercados de trabajo actuales, precarios y excluyentes, en ningún caso nos garantizan la seguridad en los ingresos. Y salimos a la calle por una renta básica universal e incondicional porque, bien mirado, tampoco querríamos volver al pasado. No queremos que trabajar sea ponernos necesariamente a las órdenes de otros. No queremos que trabajar sea convertirnos en instrumentos de terceros. Queremos el poder de negociación necesario para oponernos a lo que los actuales mercados de trabajo nos dictan. Queremos el poder de negociación necesario para construir formas de trabajo basadas en el control colectivo de la actividad que llevamos a cabo. Queremos el poder de negociación necesario para controlar la producción.
Salimos a la calle por unos servicios públicos de calidad, de acceso también universal e incondicional, que contribuyan a hacernos autónomos, que nos ayuden a vivir al margen de chantajes. Salimos a la calle por el derecho a la vivienda. Porque sabemos que la primera función de la propiedad, también la inmobiliaria, ha de ser la de garantizar las bases materiales de nuestras vidas. Salimos a la calle por una reforma fiscal que permita distribuir de forma justa la riqueza que producimos entre todos y todas, y porque sin recursos públicos no hay libertad posible. Salimos a la calle para reclamar el control público de las instituciones financieras: tampoco hay libertad ni democracia cuando el espacio social y económico en el que desplegamos nuestras vidas se degrada a manos de la especulación financiera. El derecho a la existencia exige el fin del rentismo.
Salimos a la calle para construir lo común. Somos el 99% y nos corresponde construir y gozar un conjunto colectivo de recursos que sean irreductiblemente nuestros. No queremos vivir en la desposesión, sino en el derecho a la existencia. Queremos contradecir la dinámica expropiadora del mundo en el que vivimos y hacernos con bienes comunes que faciliten la proliferación de formas de vida comunes. Queremos imaginar, hacer planes. Queremos ser nosotros mismos.
Salimos a la calle y no lo hacemos solos. Somos el 99% y, además, contamos con organizaciones sociales y políticas de naturalezas bien diversas que comparten una misma voluntad de construir unidad a partir de la actual heterogeneidad de las clases trabajadoras. Los trabajadores y trabajadoras más o menos estables; los trabajadores y trabajadoras precarias; los autónomas y autónomas; los parados y paradas y los excluidos y excluidas; aquellas personas que aspiran a emprender proyectos productivos propios: todos, el 99%, sabemos que nos jugamos mucho y que tenemos mucho que ganar. Que la fuerza que se deriva del derecho a la existencia nos ha de permitir construir un mundo verdaderamente nuestro, de todos y todas. Y que esto exige medidas concretas encaminadas a la dispersión de la riqueza y a un reparto equilibrado de los recursos y las oportunidades.
Vivimos en un mundo que se hace añicos. Y no queremos que nos lo hagan añicos. Bien mirado, queremos hacerlo añicos nosotros mismos. Porque tenemos alternativas y aspiramos a todo: queremos el control de nuestras vidas.