¡Qué aburrimiento, discutir, a estas alturas, acerca del lenguaje inclusivo (no sexista)! ¿Será un trapo rojo para mantenernos entretenid@s -sí, "entretenid@s"-, mientras la política real trata de limitación de derechos humanos y de políticas clasistas? No cabe excluirlo, pues es sabido que buena parte de nuestra izquierda se ha apasionado, desde hace ya muchos años, por lo simbólico, hasta el punto de que prefiere una buena discusión acerca del lenguaje, antes que otra sobre economía (sin duda, bastante más relevante): si es sabido que muchas energías de los comentadores -aquí sí, el masculino es completamente pertinente- en blogs y redes sociales se agotan en criticar el uso de un lenguaje inclusivo, sin entrar a rozar siquiera el contenido de los textos que critican...
Leo el tan traído y llevado artículo de la Real Academia Española de crítica de los manuales de lenguaje no sexista (¿no tienen cosas más interesantes que hacer en la Academia, o sufrían un ansia irrefrenable de notoriedad?) y noto un par de rasgos dignos de comentario, por parte de quien, no siendo lingüista de profesión, algo -modestamente- ha leído sobre Lingüistica, pero también sobre Filosofía y sobre Sociología:
1. El argumento de autoridad: Al parecer, el primer delito de todos los manuales es no haber sido hechos por lingüistas profesionales. Ello es interesante, porque, según esta ideología tecnocrática, las leyes deberían ser dictadas exclusivamente por juristas, las guerras dirigidas por militares y la economía por economistas. Conclusiones estas tres últimas que parecen poco conformes con usos democráticos, en las que los ciudadanos y ciudadanas deben poder tener la voz principal en el diseño de las políticas y de las acciones estatales. ¿Es el lenguaje diferente?
2. Descripción y prescripción: Esto nos conduce a la cuestión de cuál es el papel de los científicos (aquí, del lenguaje). Es posible que la creciente solidificación del complejo tecno-industrial, en el que la ciencia es puesta directamente al servicio del poder (empresarial, sobre todo, pero también estatal), y en el que decisiones políticas son presentadas a una ciudadanía demasiado ingenua como decisiones asépticamente "técnicas", esté influyendo también sobre quienes cultivan ciencias tradicionalmente alejadas del mercado (¿no hay hoy también una potente industria cultural, y se presenta el español como una de las más vendibles mercancías de la "marca España" -y la Academia, como institución, está plenamente comprometida en esta estrategia empresarial?).
Sin embargo, cualquiera que haya leído un par de líneas de David Hume recordará que existe un abismo difícil de salvar entre la descripción de lo que es y la prescripción de lo que debe ser. Que es ciencia solamente la descripción de los hechos de la realidad. Y que no lo es (en ningún sentido riguroso del término) cualquier proposición -aunque sea emitida por científic@s- que se refiera al deber-ser: esto es, al mundo de la acción, a cómo se debe actuar. Aquí: a cómo se debe hablar.
En este sentido, es ciencia, desde luego, la Sintaxis. No lo es, empero, la Gramática normativa, aun cuando se apoye en aquella. A lo sumo, es una técnica: un instrumento para lograr de forma instrumentalmente óptima ciertos resultados. Pero nótese que, como ocurre con cualquier otra técnica (la de la dogmática jurídica -técnica interpretativa del Derecho- es la que me pilla más a mano, pero la arquitectura o la medicina serían otros ejemplos más conocidos), la técnica indica cómo obtener ciertos objetivos. Pero no cuáles deberían ser dichos objetivos.
Y aquí les hemos pillado: en la falacia de la inferencia del deber-ser a partir del ser. Pues los académicos y (cinco) académicas dan por bueno que puesto que es, debe ser. O, dicho de otra manera, no cuestionan los objetivos de su técnica -de la gramática normativa que defienden. (Como conozco el paño -l@s juristas no somos tan distint@s-, estoy casi seguro de que lo suyo no es sexismo consciente, sino más bien uno asumido de forma "natural", adornado de pura soberbia tecnocrática y deferencia acrítica hacia la autoridad.)
3. La Academia y la teoría social: Yo, por supuesto, sí que me permito poner en cuestión dichos objetivos. De hecho, discrepo abiertamente de la simplista teoría sociológica que trasluce el artículo de la Academia, que podríamos etiquetar de "teoría especular (evolutiva)": a tenor de la misma, el lenguaje sería "reflejo" de la sociedad e iría evolucionando, paulatinamente, a medida que la misma cambia.
Ello, sin duda, es cierto, en un sentido trivial: el lenguaje cambia constantemente, a resultas de la acción constante de l@s hablantes. Y, puesto que l@s mism@s son sujetos sociales (condicionad@s, pues, por la estructura social y por las ideologías existentes en la sociedad en la que existen), sus interacciones lingüísticas también están socialmente condicionadas. De manera que sería extraño que el lenguaje fuese completamente ajeno a los cambios sociales.
No obstante, más allá de esta trivialidad (porque no establece ninguna correspondencia causal verdaderamente clara y relevante entre sociedad y lenguaje), parece dudoso que la teoría especular refleje fielmente la forma en la que las cosas ocurren, en el ámbito del lenguaje (más en general, en el ámbito de la cultura). Creo, en efecto, que se trata de una forma de sociología completamente decimonónica (la teoría de la superestructura de Karl Marx sería el ejemplo paradigmático de la misma), desacreditada en cuanto a su verosimilitud.
Por el contrario, una teoría social de mayor calidad científica (contrastada, pues, empíricamente) le habría dicho a l@s académic@s que en la evolución social (y también en la cultural) el papel de la agencia resulta, sin duda alguna, esencial. Y que, por consiguiente, aun cuando en términos amplios suela existir -pero ello no resulta necesario- una cierta coherencia entre realidad social e imaginarios culturales (y usos lingüísticos), esto no obsta a que, en niveles microsociales, la forma en la que actúen l@s agentes sea de importancia fundamental para que las cosas transcurran por uno u otro camino.
4. Lenguaje no sexista y micropolítica: Y con esto llegamos, otra vez, al lenguaje no sexista: no me cabe la menor duda de que, si la sociedad acaba por ser plenamente igualitaria, por lo que a los géneros se refiere (varones, mujeres,... aunque no sólo), los usos lingüísticos acabarán por cambiar en su mayor parte. Y los que no cambien quedarán como restos, arcaicos, del pasado, como meras curiosidades culturales, con un significado casi completamente mutado. Ahora bien, ¿cabe deducir de esto que la alternativa más racional es el quietismo, que la Academia parece predicar (aunque ella misma, contradictoriamente, no lo practica)?
Esto ya no es ciencia, ni siquiera técnica: es política. Optar por mantener las cosas como son (porque gustan así, o porque es preferible "que cambien solas" -es decir, de forma no intencional), o por cambiarlas (intencionalmente) son, desde luego, alternativas políticas. Con consecuencias también políticas: en concreto, de empoderamiento (¡otra palabra no académica!), mayor o menor, de unos sectores sociales o de otros. Pues ser el sujeto que cambia las cosas -aquí, el lenguaje- produce efectos sociales y políticos: empodera al sujeto del cambio. Y permitir que otros las cambien (aunque sea en tu beneficio) les empodera a ellos, no a ti.
La Academia prefiere que los usos lingüísticos cambien solos: es, por supuesto, una alternativa defendible, conservadora. Nos permitirán, sin embargo, que otr@s much@s decidamos no seguirles en sus opciones políticas, por más que quieran disfrazarlas de ciencia...
La Academia prefiere que los usos lingüísticos cambien solos: es, por supuesto, una alternativa defendible, conservadora. Nos permitirán, sin embargo, que otr@s much@s decidamos no seguirles en sus opciones políticas, por más que quieran disfrazarlas de ciencia...