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miércoles, 16 de noviembre de 2011

"Las acacias", de Pablo Giorgelli


Viendo el otro día Las acacias (una leve película argentina, en la línea, de esquematismo narrativo, promovida por Carlos Sorín -aunque sin las complacencias que este último con demasiada frecuencia se permite), mi atención se desvió desde la historia narrada -al cabo, una tópica road movie de encuentro y entendimiento- hacia la forma cinematográfica elegida para narrarla.

Ocurre, en efecto, que me ha resultado conmovedora, por no decir que inquietante, la confianza del director en la capacidad para mostrar las emociones subyacentes a la historia (esa creciente simpatía, esa soledad compartida que sienten los personajes, tal vez cierta atracción,...) sin necesidad de acudir a los diálogos (algo que, por lo demás, es usual en el nuevo cine argentino); pero, sobre todo -y aquí estriba lo verdaderamente llamativo de la película-, sin recurrir tampoco a ninguna suerte de formalización visual, que permita expresarlas.

Así, la película transcurre esencialmente entre planos y contraplanos (cuasi-subjetivos), en los que vamos observando las reacciones -e infiriendo las emociones- de Rubén (Germán de Silva) y de Jacinta (Hebe Duarte)... con la figura, mediadora, de la niña (Nayra Calle Mamani). Nada más. No hay, siquiera, un trabajo afinado en la composición de los personajes por parte de los actores: la interpretación es naturalista, en su grado más ínfimo.

Me pregunté, entonces, qué es lo que autoriza a Pablo Giorgelli a darse por satisfecho con una formalización tan pobre de la narración. Cómo es capaz, así, de obtener su objetivo: la identificación con las vicisitudes emocionales de los protagonistas.

La respuesta es obvia: el director confía en que no está narrando otra cosa que aquello que ya, tópicamente, conocemos. Porque es cierto que existe un tópico narrativo (en el cine clásico) a tenor del cual dos personajes que comparten sucesos y experiencias acabarán, inexorablemente, aproximándose (y, si son varón y hembra, de edad y clase social similares, ensayando una relación afectivo-sexual -heterosexual, por supuesto). Y que, hoy, ya no es preciso, para ponerlo en imágenes, recurrir a la manida retórica del cine más comercial (pongamos: el protagonizado por actrices como Julia Roberts y otras heroínas de la comedia romántica norteamericana contemporánea), sino que es suficiente con evocarlo, siquiera sea sutilmente.

Y me pregunto, no obstante, en qué se diferencia, en realidad, una película como esta de Pablo Giorgelli de las que protagoniza Julia Roberts. Es cierto, las formas parecen ser diferentes. Mas yo tiendo a pensar que este hecho es verdaderamente más una cuestión de marketing que una de estética: Giorgelli se dirige a un público potencial (caricaturizando: uno con pretensiones intelectuales) distinto del que buscan -por ejemplo- Garry Marshall (Runaway bride) o Roger Michell (Notting Hill), que sería más mayoritario, con menos pretensiones. ¿Cambia, sin embargo, algo eso (más allá de las cuentas de resultados de las empresas productoras)?

¿No está, en efecto, Giorgelli negándose (al negarse a formalizar adecuadamente -con la cámara o con la composición actoral- la narración cinematográfica) a ir más allá del tópico, a emplear la expresión artística para conocer -para conocer juntos, creador y espectador@s, facetas insospechadas de la realidad -aquí, de la realidad emocional?

Pues, si de la realidad se trata, entonces hay que decir que el cine de Giorgelli miente tanto como el de Julia Roberts. No es cierto que siempre que las personas comparten experiencias se aproximen. No, a veces (y no hace falta recurrir a Jean-Paul Sartre para saberlo, basta con la experiencia cotidiana de cada un@) ello las distancia; otras, las deja indiferentes. Y, cuando no ocurre, cuando hay verdadero acercamiento, ello obedece a cierta dinámica psicosocial, combinada con el azar.

Nada de todo esto aparece, sin embargo, en la película de Giorgelli. No: tenemos que creernos -por fe- que resulta ineluctable que entre dos personas de la misma clase social que comparten una experiencia común ha de surgir el respeto y el afecto. Sucede, empero, que yo no me lo creo. Y que -lo que aquí importa más- el director no hace ningún esfuerzo para volverlo verosímil. Así, con tal renuncia, a explorar los caminos de la interacción humana, se está renegando también de aquello que vuelve a la obra artística (narrativa) relevante. Que es su capacidad para revelarnos (desde la perspectiva de una narración) fenómenos difíciles de aprehender en términos abstractos (y, por ende científicos: ya Aristóteles apuntaba que sólo cabe hacer teoría de lo general -por lo que el conocimiento de lo fenoménico, de lo azaroso, ha de transcurrir por otras sendas, estéticas).

Pues si, en el arte, se tratase tan sólo de reiterar una vez más los (increíbles) tópicos... No, entonces yo preferiría narraciones que proporcionaren una gratificación más inmediata que el "cine de autor". Pero no es eso, no es eso...


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