Esta novela posee la peculiaridad de tratar uno de los temas centrales del pensamiento romántico (el amor y el deseo); de tratarlo, además, haciendo hincapié en buena parte de los tópicos de dicho pensamiento (de hecho, Goethe es considerado como uno de los paladines -o precursores- de tal pensamiento). Y, pese a ello, hacerlo al modo de la novela clásica (pre-romántica). De ahí la paradoja. Y de ahí el interés: en el contraste entre fondo y forma.
Estamos hoy habituados, en efecto, a que el abordaje de los temas relacionados con el deseo, la sexualidad, la pareja o el amor tenga lugar siempre desde una de dos perspectivas. Bien, en unos casos, a través de la repetición (con mayor o menor pureza: a veces, con extrema degradación -pensemos, por ejemplo, en la comedia romántica cinematográfica contemporánea) de los ya venerables tópicos de la narración romántica al respecto: a tenor de la misma, se trataría ante todo de una cuestión de subjetividades; de mentes que, en su espléndido aislamiento, aprehenden al otro, le "hacen propio" y, luego, intentan convertir tal representación mental en realidad material (en posesión, en cópula sexual, etc.). Dos clases de ejemplos tan sólo de este enfoque: en el campo del pensamiento, las reflexiones sobre el amor de Stendhal y de Ortega y Gasset transitan por esta senda; y, en el ámbito de la narración literaria, de entre las innumerables presentaciones de tal tópica, elegiré únicamente el caso del propio Stendhal (o, si se quiere otro, algo más complejo, el de Joseph Conrad).
Más modernamente, una representación alternativa del amor y del deseo se ha hecho valer: se trata de lo que podríamos denominar "visión reduccionista", a tenor de la cual, en última instancia, todos estos fenómenos resultan susceptibles de ser reducidos a una combinación (que puede variar en la proporción de sus ingredientes, mas no en lo que se refiere a cuáles son estos) de instintos, de emociones básicas y de presiones sociales, por lo que sería posible prescindir -en tanto que mera mistificación de la realidad- de la visión subjetivista propia del pensamiento romántico. De nuevo, si queremos hallar algunos ejemplos de este segundo enfoque, podremos hallarlos, en el campo del ensayo, en los escritos sobre el amor de Niklas Luhmann o, en el terreno de la narración literaria, en la línea que se inicia en Gustave Flaubert y alcanza hasta -pongamos- Joyce Carol Oates.
Proyección subjetiva de la mente o factores materiales mistificados, entonces. Frente a estas dos representaciones eminentemente modernas, el análisis subyacente a la novela de Goethe parecería apuntar en una tercera dirección. Apunta hacia ella, acaso no tanto por lo que cuenta o las afirmaciones tajantes del omnisciente narrador cuanto por la propia forma que adopta la narración. En efecto, el (aún) clasicismo de la narración hace que (contra lo que empezaría a ser usual inmediatamente después, en la literatura occidental), aquí lo narrado -sentimientos individuales, en suma, así como las relaciones a que los mismos dan lugar- no es contemplado completamente "desde dentro" (de la mente del personaje); pero tampoco completamente desde fuera (como mera observación sociológica, de unos personajes convertidos en buena medida en objetos de laboratorio, sujetos a la investigación experimental del narrador). Por el contrario, la narración presenta dichos sentimientos y sus efectos externos haciendo particular hincapié en las conexiones causales entre unos y otros: entre los sentimientos, y entre los sentimientos y las acciones externas. Falta, sin embargo, otro paso más que, sin embargo, resultará capital en la narración romántica: la conexión de aquellos sentimientos con una personalidad, con un sujeto.
Aquí, por su parte, parecería que los sentimientos (y sus consecuencias) obedecen antes a una situación que a unos caracteres. Lo enuncia muy bien Eduard, uno de los protagonistas, en el capítulo IV: se trata de que esas "afinidades electivas" -que titulan la novela- se producen con casi con independencia de la voluntad consciente del ser humano; basta con colocar a varios de ellos en la situación adecuada para que los sentimientos surjan (y, consiguientemente, las acciones a que dan lugar). Y no hay nada que pueda ser hecho para evitarlo. Así, la historia narrada parecería ser una ejemplificación perfecta de tal tesis: de una geometría de las pasiones, podríamos decir, en la que no importa tanto lo subjetivo como el romántico pretendería, pero tampoco tan sólo lo material, como el reduccionista desencantado contemporáneo, por su lado, sostiene.
Acaso se trate de una visión (del amor, del deseo, de la sexualidad) muy poco transitada en los tiempos modernos y, sin embargo, me parece que todavía bastante pertinente, si es que hemos de entender algo de tan grande embrollo.
Estamos hoy habituados, en efecto, a que el abordaje de los temas relacionados con el deseo, la sexualidad, la pareja o el amor tenga lugar siempre desde una de dos perspectivas. Bien, en unos casos, a través de la repetición (con mayor o menor pureza: a veces, con extrema degradación -pensemos, por ejemplo, en la comedia romántica cinematográfica contemporánea) de los ya venerables tópicos de la narración romántica al respecto: a tenor de la misma, se trataría ante todo de una cuestión de subjetividades; de mentes que, en su espléndido aislamiento, aprehenden al otro, le "hacen propio" y, luego, intentan convertir tal representación mental en realidad material (en posesión, en cópula sexual, etc.). Dos clases de ejemplos tan sólo de este enfoque: en el campo del pensamiento, las reflexiones sobre el amor de Stendhal y de Ortega y Gasset transitan por esta senda; y, en el ámbito de la narración literaria, de entre las innumerables presentaciones de tal tópica, elegiré únicamente el caso del propio Stendhal (o, si se quiere otro, algo más complejo, el de Joseph Conrad).
Más modernamente, una representación alternativa del amor y del deseo se ha hecho valer: se trata de lo que podríamos denominar "visión reduccionista", a tenor de la cual, en última instancia, todos estos fenómenos resultan susceptibles de ser reducidos a una combinación (que puede variar en la proporción de sus ingredientes, mas no en lo que se refiere a cuáles son estos) de instintos, de emociones básicas y de presiones sociales, por lo que sería posible prescindir -en tanto que mera mistificación de la realidad- de la visión subjetivista propia del pensamiento romántico. De nuevo, si queremos hallar algunos ejemplos de este segundo enfoque, podremos hallarlos, en el campo del ensayo, en los escritos sobre el amor de Niklas Luhmann o, en el terreno de la narración literaria, en la línea que se inicia en Gustave Flaubert y alcanza hasta -pongamos- Joyce Carol Oates.
Proyección subjetiva de la mente o factores materiales mistificados, entonces. Frente a estas dos representaciones eminentemente modernas, el análisis subyacente a la novela de Goethe parecería apuntar en una tercera dirección. Apunta hacia ella, acaso no tanto por lo que cuenta o las afirmaciones tajantes del omnisciente narrador cuanto por la propia forma que adopta la narración. En efecto, el (aún) clasicismo de la narración hace que (contra lo que empezaría a ser usual inmediatamente después, en la literatura occidental), aquí lo narrado -sentimientos individuales, en suma, así como las relaciones a que los mismos dan lugar- no es contemplado completamente "desde dentro" (de la mente del personaje); pero tampoco completamente desde fuera (como mera observación sociológica, de unos personajes convertidos en buena medida en objetos de laboratorio, sujetos a la investigación experimental del narrador). Por el contrario, la narración presenta dichos sentimientos y sus efectos externos haciendo particular hincapié en las conexiones causales entre unos y otros: entre los sentimientos, y entre los sentimientos y las acciones externas. Falta, sin embargo, otro paso más que, sin embargo, resultará capital en la narración romántica: la conexión de aquellos sentimientos con una personalidad, con un sujeto.
Aquí, por su parte, parecería que los sentimientos (y sus consecuencias) obedecen antes a una situación que a unos caracteres. Lo enuncia muy bien Eduard, uno de los protagonistas, en el capítulo IV: se trata de que esas "afinidades electivas" -que titulan la novela- se producen con casi con independencia de la voluntad consciente del ser humano; basta con colocar a varios de ellos en la situación adecuada para que los sentimientos surjan (y, consiguientemente, las acciones a que dan lugar). Y no hay nada que pueda ser hecho para evitarlo. Así, la historia narrada parecería ser una ejemplificación perfecta de tal tesis: de una geometría de las pasiones, podríamos decir, en la que no importa tanto lo subjetivo como el romántico pretendería, pero tampoco tan sólo lo material, como el reduccionista desencantado contemporáneo, por su lado, sostiene.
Acaso se trate de una visión (del amor, del deseo, de la sexualidad) muy poco transitada en los tiempos modernos y, sin embargo, me parece que todavía bastante pertinente, si es que hemos de entender algo de tan grande embrollo.