Ante una película como East of Sumatra, uno habitualmente adopta una actitud relajada: nos hallaríamos, entonces, ante un mero divertimento, una película de relleno, ni siquiera importante en la carrera -destacada, sin embargo- de su director, Budd Boetticher. Una aventura exótica, para ser vista con despreocupación, sin buscar nada, ni en la historia ni en la narración, digno de ser reseñado.
Sin embargo, creo que, aun siendo cierto lo anterior, también es posible extraer algunas enseñanzas relevantes de esta obra. No creo que muchas, desde luego, en el plano formal, ya que estamos ante una obra prototípica de la época y del género en los que fue realizada. Pero sí en el temático.
En efecto, la película narra la llegada a una isla indonesia de un grupo de occidentales que, por encargo de una gran empresa, pretenden explotar los yacimientos de estaño existentes. Y narra, sobre todo, la forma en la que dichos occidentales se relacionan con los habitantes originarios de la isla. Adobado todo de un par de rutinarias historias de amor, de manidos chistes de colegas (a la manera de tantas películas de Howard Hawks) y una pizca de exotismo (de guardarropía, como era habitual en el Hollywood de la época)...
A pesar de ello, lo cierto es que la narración viene a presentar, de forma dramatizada, una ideología ("indigenismo occidentalista", podríamos denominarlo) que ha tenido un importante peso (y aún hoy sigue teniéndolo) en los discursos etnocéntricos occidentales acerca de los países del Sur, primero colonizados y más tarde neocolonizados. Me refiero a esa visión nostálgica (y apolítica) de los pueblos originarios y de las poblaciones colonizadas que se contrapone al desarrollismo (también occidentalista), en cuanto que rechaza la tesis de que hay que ignorar las culturas de dichos pueblos, en pro de intereses superiores (universales: es decir, imperialistas). Y, sin embargo, comparte con el desarrollismo la creencia en que aquellos pueblos están condenados a integrarse -¡qué eufemismo!- en nuestra civilización, aun si es a costa de su destrucción. Y aunque -cómo no- ello resulte muy digno de ser lamentado.
Así, el indigenismo occidentalista (que se contrapone a un indigenismo verdaderamente multicultural) entona el cántico melancólico por las culturas en extinción, se flagela por los vicios de la cultura occidental... y, al cabo, viene a ser el lamento romántico por la colonización (como el romanticismo lo fue por la industrialización y por la apropiación capitalista del mundo). Romántico, por su concepción simplista de la realidad (de las culturas como unidades esenciales e inalterables y de la historia como teleología) y por su impotencia política. Es, en suma, la forma seudo-progresista de ser etnocéntrico (e intentar no parecerlo).
De manera que, cuando uno ve una película de Budd Boetticher de 1953, como la que comento, puede estar viendo representadas (al modo sencillo y sin tapujos que se usaba en el Hollywood clásico) tantas y tantas malas historias (no sólo artísticas, sino también periodísticas) y malos argumentos (empleados cotidianamente por opinadores y políticos) que soportamos aún hoy, y que nos permiten cerrar los ojos y, sin avergonzarnos ante el espejo, disculpar lo injustificable... Que nada tiene que ver con la supuesta bondad de l@s indígenas, y sí mucho con la justicia, la explotación y el poder.
En efecto, la película narra la llegada a una isla indonesia de un grupo de occidentales que, por encargo de una gran empresa, pretenden explotar los yacimientos de estaño existentes. Y narra, sobre todo, la forma en la que dichos occidentales se relacionan con los habitantes originarios de la isla. Adobado todo de un par de rutinarias historias de amor, de manidos chistes de colegas (a la manera de tantas películas de Howard Hawks) y una pizca de exotismo (de guardarropía, como era habitual en el Hollywood de la época)...
A pesar de ello, lo cierto es que la narración viene a presentar, de forma dramatizada, una ideología ("indigenismo occidentalista", podríamos denominarlo) que ha tenido un importante peso (y aún hoy sigue teniéndolo) en los discursos etnocéntricos occidentales acerca de los países del Sur, primero colonizados y más tarde neocolonizados. Me refiero a esa visión nostálgica (y apolítica) de los pueblos originarios y de las poblaciones colonizadas que se contrapone al desarrollismo (también occidentalista), en cuanto que rechaza la tesis de que hay que ignorar las culturas de dichos pueblos, en pro de intereses superiores (universales: es decir, imperialistas). Y, sin embargo, comparte con el desarrollismo la creencia en que aquellos pueblos están condenados a integrarse -¡qué eufemismo!- en nuestra civilización, aun si es a costa de su destrucción. Y aunque -cómo no- ello resulte muy digno de ser lamentado.
Así, el indigenismo occidentalista (que se contrapone a un indigenismo verdaderamente multicultural) entona el cántico melancólico por las culturas en extinción, se flagela por los vicios de la cultura occidental... y, al cabo, viene a ser el lamento romántico por la colonización (como el romanticismo lo fue por la industrialización y por la apropiación capitalista del mundo). Romántico, por su concepción simplista de la realidad (de las culturas como unidades esenciales e inalterables y de la historia como teleología) y por su impotencia política. Es, en suma, la forma seudo-progresista de ser etnocéntrico (e intentar no parecerlo).
De manera que, cuando uno ve una película de Budd Boetticher de 1953, como la que comento, puede estar viendo representadas (al modo sencillo y sin tapujos que se usaba en el Hollywood clásico) tantas y tantas malas historias (no sólo artísticas, sino también periodísticas) y malos argumentos (empleados cotidianamente por opinadores y políticos) que soportamos aún hoy, y que nos permiten cerrar los ojos y, sin avergonzarnos ante el espejo, disculpar lo injustificable... Que nada tiene que ver con la supuesta bondad de l@s indígenas, y sí mucho con la justicia, la explotación y el poder.