Acaso la esencia de (el encanto de) esta película de Jia Zhang Ke pueda ser resumida en su secuencia final: en ella, Xiao Wu (Wang Hong Wei), el carterista detenido por la policía, el carterista que no ha querido "redimirse" y adaptarse a los tiempos, convertirse en empresario o en especulador, es dejado por un momento en la calle, esposado. Decenas de ciudadan@s (ninguno de ellos es actor profesional) se aproximan y contemplan: al protagonista, pero también a la cámara. Y, al tiempo, se convierten en objeto de la mirada de la película. Los planos son sostenidos, cada uno durante unos instantes, dejando que la vida transcurra delante de la cámara, sin pretender (aparentemente) forzarla a revelarse, dejándola aparecer.
Tal es, en efecto, la esencia de esta pequeña, pero imprescindible película: dejar que el mundo, la realidad, aparezcan delante de la cámara; y, entonces (y sólo entonces), sean capturadas por ella. No importa, por ello, tanto (en realidad, casi nada) la sencilla historia -otra más, en el cine del director- de seres extraviados, zarandeados por la estructura social, a su merced. Importa, y mucho (y mucho más que en sus siguientes películas, que ya he comentado en este blog), la forma: la presencia de esa realidad en la imágenes que la pantalla nos enseña.
Como luego en Gong gong chang suo o en Sanxia haoren. Pero se trata todavía de una presencia mucho más modesta: no hay una mostración palmaria, tan sólo una mostración escasamente enfatizada, casi en voz baja. Y, tal vez por ello, más conmovedora.
Como luego en Gong gong chang suo o en Sanxia haoren. Pero se trata todavía de una presencia mucho más modesta: no hay una mostración palmaria, tan sólo una mostración escasamente enfatizada, casi en voz baja. Y, tal vez por ello, más conmovedora.