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sábado, 23 de julio de 2011

Sobre el humor en la obra de Enrique Jardiel Poncela


Releía estos días pasados, después de muchos años, Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, la tercera de las novelas que Enrique Jardiel Poncela escribió. Contemplada desde mi actual perspectiva literaria, comprendo que la esencia de su arte, y de su humor, estriba en tratar una historia manida (aquí, una convencional historia de cortejos sexuales) y ridiculizarla, poniendo de manifiesto cuanto de tópico hay en la narración

No se trata, empero, de un humor que se apoye en realidad en un discurso (irónico, o sarcástico, o paródico, o...) sobre el tema narrado: a diferencia de otros humoristas (por ejemplo: Ernst Lubitsch, o Aristófanes), aquí no hay ningún trabajo para dinamitar las los tópicos temáticos -de la novela de cortejo-, más allá de una suave ironía sobre los mismos. En todo caso, dicha ironía, bastante manida, no sería nunca suficiente para causar un efecto humorístico relevante: reírse, por ejemplo, de lo pueril de la pretensión donjuanesca -como ocurre en la novela que comento- no parece ningún alarde de originalidad ni de genio cómico que mereciese nuestro aplauso.

Tampoco se trata, por otra parte, de un humor que explote la vertiente formal de la historia, para invertirla, caricaturizarla, exponerla, etc. (Algunos ejemplos de esta técnica humorística son: Buster Keaton o -en un tono muy diferente- David Zucker y Jim Abrahams.) En efecto, las novelas de Jardiel Poncela respetan casi por completo la estructura narrativa clásica, apenas la cuestionan.

¿En dónde, entonces, reside el humor? Sin duda alguna, en la manipulación del lenguaje. Las novelas de Jardiel Poncela, desde luego, destacan ante todo, y resultan cómicas, por el uso y abuso de toda clase de tropos: repeticiones, aliteraciones, antítesis, hipérboles, preguntas retóricas, rimas, etc. Todas y cada una de las figuras retóricas aparecen, una y otra vez, combinadas en un auténtico festín retórico, lingüístico. Ninguna descripción, ninguna narración poseen la plasmación lingüística esperable: siempre surgen frases (sintácticamente correctas, pero) semánticamente anómalas, si no fuesen puro juego retórico.

Así, según creo, disfrutar de la literatura de Jardiel Poncela (y -aunque no me atrevo a ser tajante, me falta suficiente estudio- probablemente de los otros autores de esa escuela de "humor del 27", a la que sin duda aquél pertenecía) es disfrutar de su juego con el lenguaje: aprovechar -como él lo aprovecha- el pretexto de una historia más o menos convencional (por más que algo irónica) y una estructura narrativa también convencional (más aún: anodina) como marco para jugar con las palabras, con las frases, con los textos.

Parece obvio, no obstante, que no se trata de un humor para todos los públicos ni para todos los paladares literarios: depende del gusto por el lenguaje. Y, por otra parte, me resulta ahora también más claro por qué, cuando he visto representadas (o, más raramente, he leído) las obras teatrales de Jardiel Poncela, mi sensación generalizada ha sido de insatisfacción. Pues en el teatro, a diferencia de la novela, un puro y simple juego con las palabras, en tanto que fundamento de la vis comica pretendida, parece siempre insuficiente: parece, más bien, que la comedia teatral exige personajes y situaciones (cómicas), algo que -en mi opinión- no abunda en el teatro de Jardiel Poncela. (Sí que las hay, por ejemplo, en Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura.)

En el teatro, el juego de palabras puede pretender crear un mundo (como pasa, por ejemplo, en Shakespeare o en Calderón de la Barca), u ocultarlo (como sucede en Lope de Vega y en la mayor parte de la comedia nueva española barroca). Pero difícilmente nos permite, por sí solo, acceder al humor: que exige una conexión entre lenguaje y realidad (y acción) que, en general, en el teatro de Jardiel Poncela resulta deficiente.


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