Hace poco, contemplando una hermosa exposición de Jean-Baptiste-Siméon Chardin, me hallé ante esa clase de arte plástico que a mí verdaderamente me emociona. Leo ahora, a propósito del mismo artista y de la misma exposición, la reseña que Francisco Calvo Serraller hace del libro Chardin o la materia afortunada, de André Comte-Sponville (trad. M. Bertran Alcázar/ R. Bertran Alcázar, Nortesur, Sant Cugat del Vallès, 2011), que reflexiona acerca del sorprendente impacto que, en efecto, la obra de este pintor produce a sus espectador@s embelesad@s. Concluye Comte-Sponville, a este respecto, que lo peculiar de Chardin "es una espiritualidad en la inmanencia, y debido a ella, como un recogimiento ante el ser o la materia".
Me pregunto, sin embargo, si es preciso acudir a alguna suerte de teorías espiritualistas, o aun psicologistas, para explicarlo. Antes al contrario: creo que lo que habría que explicar, más bien, es por qué ha sido -y todavía lo es- usual exigir a las artes plásticas la significación. Por qué no nos conformamos con su materialidad (que es, a mi entender, lo más placentero de las mismas).
Así, después de ver la exposición de Chardin, intenté yo colocarme fuera de la tradición (semanticista) artística occidental, esforzarme por volver sobre la misma con ojos ingenuos. Preguntarme:
Por qué la visiónde las masascon ojosconducea la interpretación...
(Cuando la visión se vierteen materia,solamente: luz, texturas.)
Líneas vuelvenrostros rompencontinuidad: signo.
(...)
Tal era mi inquietud, y mi conato de explicación. (De cómo se suele percibir, por ejemplo, a Velázquez -sus temas, sus signos-, cuando sus texturas me resultan, qué duda cabe, mucho más placenteras.) Y mi rechazo.