En el nº 170 (febrero 2011) de Revista de Libros, y procedente de The New York Review of Books, aparece el artículo de John R. Searle titulado ¿Por qué creerlo?. Constituye una reseña del libro de Paul A. Boghossian, El miedo al conocimiento. Contra el relativismo y el constructivismo (trad. F. Morales, Alianza Editorial, Madrid, 2009).
Como es sabido, John R. Searle es uno de los mayores críticos de las distintas formas de las concepciones epistemológicas constructivistas en las ciencias sociales. Por consiguiente, no puede sino ver con aprobación la andanada, también crítica de Paul A. Boghossian en contra de este género de concepciones. Pese a ello, Searle profundiza en las cuestiones que los problemas del relativismo y del constructivismo epistemológicos plantean, introduciendo importantes matices, ausentes (o no suficientemente presentes) en la obra reseñada. Con lo que, precisamente, según creo, pone más claramente de manifiesto -como ocurre siempre con los mejores pensadores- las propias debilidades de su posición anticonstructivista. Véamoslo, brevemente.
Señala Searle -y también Boghossian- que son tres las versiones posibles del constructivismo epistemológico: constructivismo en cuanto a los hechos empíricos (los hechos mismos son construcciones sociales); constructivismo en cuanto a la justificación del conocimiento acerca de los hechos (lo que tenemos por justificación de una creencia es una construcción social); y, por fin, constructivismo en cuanto a la explicación de nuestras creencias (nunca creemos lo que creemos solamente sobre la base de la evidencia empírica). Esta última forma de constructivismo epistemológico, sin embargo, no tiene en realidad mucho que ver -lo apunta también Searle, acertadamente- con la cuestión clave de la Epistemología, la de la justificación de las creencias, sino más bien con otra diferente, que es la de su explicación: por qué creemos lo que creemos. Cuestión que es más bien interesante para la Sociología del conocimiento, y que no tiene mucho que ver (no necesariamente, al menos) con la pregunta por la justificación del mismo.
Ciñéndonos, entonces, ya tan sólo a las dos primeras versiones del constructivismo epistemológico, creo que las críticas de Searle y de Boghossian resultan completamente pertinentes en lo que se refiere al constructivismo referido a los hechos empíricos: en efecto, sólamente desde una concepción ontológica bastante estrambótica (no, en todo caso, desde las concepciones ontológicas estándar) parece posible defender que los hechos empíricos solamente existen porque son construidos, por el individuo o por la sociedad. Cuestión distinta es que -como señala también Searle- sí que sea construido (precisamente, por la sociedad) el lenguaje en el que dichos hechos son expresados. Mas ello es una cuestión por completo diferente, que tiene más que ver con (entre otras cosas) la justificación de las creencias; no con la existencia (independiente) de los hechos mismos.
Pero donde la argumentación de Searle empieza a resultar, a mi entender, bastante menos convicente (hasta el punto de que creo que más bien ayuda a quienes defendemos concepciones epistemológicas constructivistas) es en relación con la crítica del constructivismo relativo a la justificación de las creencias. Y es que aquí el argumento principal de Searle es que no caben racionalidades alternativas: que sólo cabe una racionalidad. De manera que quien -el constructivista epistémico- proclame que la interpretación que un determinado sistema de creencias da a unos ciertos hechos empíricos es sólo una de entre varias alternativas posibles (precisamente: porque se trata de una construcción social), estaría incurriendo en una (suerte de) contradicción pragmática: empleando el lenguaje de la (única) racionalidad para criticar que tal racionalidad exista.
Me parece, sin embargo, que existe una objeción obvia a este argumento: la de que la afirmación de que no existe más que una única racionalidad posible bien es puramente trivial, o bien constituye una petición de principio, que exigiría ulterior fundamentación (acaso imposible). Será una afirmación trivial si quiere decir únicamente que, dada una definición lexicográfica del término "racionalidad", cualquier otra forma de pensar y de argumentar acerca de cuestiones epistémicas no debería ser calificada de "racional". Lo que nos lleva a un puro debate de palabras... o bien a una lucha de poder, para ver quién tiene el suficiente para imponer su definición de lo racional como definición hegemónica.
Si, por el contrario, pretendemos huir de la trivialidad (como creo que Searle quiere), entonces la cuestión que debemos discutir no es el significado lexicográfico del término "racional". Por el contrario, debermos discutir acerca de si es o no posible imaginar varias formas diferentes de razonar que podrían ser consideradas, en algún tiempo y en algún lugar, como las óptimas posibles.
Y, en este sentido, en principio no veo por qué habría que aceptar la respuesta negativa que Searle da a esta pregunta. Puesto que, de hecho, han existido históricamente tales formas alternativas de razonar, consideradas como óptimas (como mejores, pues, que la nuestra).
Y no se trata tan sólo de una cuestión de hecho: desde el punto de vista teórico, parece claro que resulta inevitable el fenómeno de la infradeterminación de la teoría por la evidencia empírica. Y, dado que no resulta posible sostener convicentemente que el método científico -paradigma de nuestra forma de razonar- esté fundamentado directamente en alguna estructura mental o lingüística "natural", entonces hay que concluir, creo, que se apoya más bien en una serie de creencias que, en sí mismas, no son científicas, sino más bien de índole filosófica. Se apoya, en suma, en las creencias que han sido desarrolladas -para resumir groseramente- desde el siglo XVII por los grandes filósofos europeos (Descartes y Locke, Hume y Kant, Hegel y Husserl, Neurath y Popper,...) acerca de, precisamente, cómo y por qué unas determinadas creencias deben ser consideradas justificadas. Creencias epistemológicas que, a su vez, dependen siempre de presupuestos ontológicos (y antropológicos) claramente no científicos. Y, por consiguiente, susceptibles de crítica (filosófica) desde otras concepciones, de lo real, del ser humano y de su forma de conocer.
Por lo tanto, no veo por qué debería resultar obligatorio aceptar (por ejemplo: para quien no comparta los presupuestos de partida) esta forma de razonar como la única aceptable, o como la mejor. Salvo, claro está, desde la posición del pragmatismo (tan influyente en el pensamiento anglosajón). Posición, empero, sujeta también a sus propias objeciones (entre otras, la de cómo se determina cuál es la eficacia práctica de las creencias que ha de ser tomada como criterio de justificación de las mismas). Creo que el hecho de que nosotr@s aceptemos la forma de razonar que calificamos de científica como la mejor no debería cegarnos a la naturaleza meramente contingente (históricamente contingente) de dicha eventualidad.
En este sentido, comparto esta versión del constructivismo epistemológico, que me parece particularmente relevante -aunque no sólo- para la elaboración teórica de las ciencias sociales. (Aunque, en ciencias sociales, la elaboración teórica nunca es solamente teórica: también es, siempre, política) .