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jueves, 24 de febrero de 2011

Black swan (Darren Aronofsky, 2010)


Siempre me ha llamado la atención la aparentemente absoluta incapacidad del cine más convencional para abordar adecuadamente el fenómeno de la creación artística. La última película de Darren Aronofsky puede representar, en este sentido, la expresión paroxística de tal impotencia.

En efecto, parecería que el único modo de comprender el arte, desde las convenciones narrativas y formales del cine clásico, es como manifestación de la personalidad del personaje. Así, estamos hartos de ver biopics de famosos artistas en los que sus protagonistas se mueven entre la genialidad y la locura, y en dicha dialéctica acaece el "milagro", de la creación artística.

No sabría decir si tamaña simpleza en el tratamiento del arte obedece más a la incapacidad de los productores cinematográficos más adocenados de concebir algo que no resulte calculable, racionalizable. O si, como tiendo a creer, se debe a que las convenciones del cine clásico exigen la explicitación de unas relaciones de causalidad psíquica (entre la mente del personaje y sus acciones) que acaso manifiesten, más que en cualquier otro ámbito, su irrealismo, su carácter meramente ideológico, cuando la acción de que se trata es artística: esto es, una acción no dirigida a fines (racionales), ni impulsada (primordialmente) por valores (morales); una acción, pues, difícil de interpretar desde cualquiera de las racionalidades hegemónicas.

El cine clásico parece desconocer (a pesar de que él mismo, en sus mejores manifestaciones -pensemos en John Ford, por ejemplo-, constituye una prueba de que aquella concepción simplista sobre el arte es completamente falsa) que la revelación que del arte se deriva no obedece (al menos, no necesariamente) a la personalidad del autor. Ni siquiera a los temas que el mismo aborde. Que se trata más bien, ante todo, de una cuestión de forma: si el arte es revelador, en efecto, cuando lo es en verdad, ello se deriva de las formas que emplea; el arte, en la medida en que formaliza (de un determinado modo) la visión de la realidad, la revela de un modo específico (fenomenológico).

Y, para ello, tanto da que el autor esté loco (Robert Walser), sea un individuo hondamente preocupado por aquello que pretende transmitir (Roberto Rossellini), un funcionario de la cultura (Johann Sebastian Bach) o, en fin, un auténtico farsante (Orson Welles). Porque nada de eso importa, nada de eso vuelve relevante o irrelevante cuanto crean. Sólo las formas lo vuelven revelador.




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