El otro día estuve viendo esta segunda película de Borja Cobeaga. Su apuesta, como director de comedias, parece consistir aquí en elevar la apuesta (la anterior, con Pagafantas, le salió verdaderamente bien), arriesgándose -porque, desde luego, es riesgoso- a construir una (pretendida) screwball comedy con todos los elementos teóricamente necesarios para ello (ritmo acelerado, personajes disparatados, remarriage, situaciones absurdas,...). La apuesta, sin embargo, creo que fracasa: ni el guión es lo suficientemente rico (falta, en general, otra vuelta de tuerca alrededor de la comicidad absurda, en cada situación cómica planteada), ni los actores están a la altura (la introducción del personaje del gracioso -un personaje clásico de la nueva comedia del siglo de oro español- encarnado por Julián López no parece muy compatible con la dinámica de la screwball comedy), ni la puesta en imágenes resulta lo suficientemente potente para dar cuerpo a la locura cómica buscada.
En todo caso, al margen de lo acabado de exponer, más relevante creo que es reflexionar acerca de la materia de la comicidad que se petende. Y es que, es evidente, la película de Borja Cobeaga (en realidad, ya ocurría en la anterior, aunque tal vez ahora, a causa de la reiteración y de los mayores defectos de construcción de esta segunda) pretende hacer comedia exclusivamente alrededor de las costumbres, sueños y desatinos de esa entelequia ideológica -porque no existe, más que como ensueño- que se ha dado en llamar "clase media". Piénsese, si no: el problema es exclusivamente hallar la pareja ideal, con la que compartir una vida (presumiblemente mediocre, impotente). No hay más (esto es: nada más aparece representado): ni la política, ni el sentido de la existencia, ni los problemas materiales...
En este sentido, me parece que, más allá de los defectos específicos de construcción de cada obra, resulta difícil compartir las bases mismas de esta particular comicidad. (Que, no por casualidad, reina de modo abrumador en ese aparato propagandístico de la vacuidad -y de la sumisión- en que se ha convertido, aquí y en todas partes, la televisión generalista: las series cómicas que asolan el panorama audiovisual participan todas de esa ligerísima comicidad amable, en torno a los defectos y contradicciones de personajes que se sienten "de clase media".)
Pensemos por un momento en qué es lo que hacían un guionista y un director clásicos de screwball comedy: si observamos el trabajo de Howard Hawks en Bringing up baby, en Man's favorite sport, en His girl Friday o en I was a male warbride, el de Gregory La Cava en My man Godfrey, el de Frank Capra en It happened one night, o el de cualquier otro de los grandes del género y de la época (pero también, quizá de un modo algo más impostado, a modo de rememoración, el de Peter Bogdanovich en What's up, doc? o en Noises off, o el de Charles Crichton en A fish called Wanda), podemos comprobar que la técnica narrativa y representativa empleadas se focalizan en torno al extrañamiento. Se trata, en efecto, de presentar, con una suerte de mirada "antropológica" (distanciada, pretendidamente no participativa), a nuestros congéneres, a las personas con las que convivimos cada día o con las que nos cruzamos en las calles. A observarles en sus disparatadas ilusiones, miedos, deseos. Y a reírse de tales disparates (que, en buena medida, eran también los propios de l@s espectador@s).
Es decir, más allá de la particular ideología de cada autor, lo cierto es que, en general, no hay complacencia en aquella mirada, sino más bien una observación distanciada y -aunque sea con amabilidad- crítica. Una crítica que es fácil deducir de la simple contemplación de cuanto ocurre, se presenta y se ve y escucha en la pantalla.
Poco de esto podría hallarse en la película de Cobeaga (como poco, casi nada, tampoco se encontraría en tantas series cómicas televisivas que apuntan en la misma línea). Y, debido a ello, la risa deviene escasa, y un tanto estúpida: porque la mirada que se nos presenta parece más bien una complaciente ("somos así, qué le vamos a hacer...") que una, más interesante, distanciada y crítica. La comedia, así, se vuelve escasamente placentera -alguna risa aislada por aquí y por allá-, porque nada, casi nada, revela: se limita a revolcarse y regodearse en los tópicos de la ideología amorosa y sexual de "clase media" (el chico tímido, el gay oculto, la chica de buen corazón y sumisa, el graciosillo "lanzado",...); pero poco profundiza en su realidad, que es lo que, precisamente, las situaciones cómicas podría hacer posible que aflorase.
Uno pediría un poco más de atrevimiento (ideológico, dramático, visual) a nuestros autores de comedias. Porque, si no, nuestra risa se congela a la tercera secuencia, ante la repetición de mentiras y manipulaciones, dadas por buenas, so capa de hacernos sonreir a toda costa. Porque también la risa tiene su ética; y su estética.