He leído con interés -como siempre hago con sus trabajos- estos días el artículo de Rafael Alcácer Guirao, Prevención y garantías: conflicto y síntesis (Doxa 25 (2002), pp. 139 ss.). El artículo versa sobre el venerable debate acerca del contenido de la culpabilidad, en tanto que límite a la responsabilidad penal por hechos típicamente antijurídicos (y, si es que los tipos penales están legítimamente configurados, lesivos); y de la relación entre dicho elemento del delito y los objetivos preventivos del Derecho Penal. Esto es, sobre el papel de la culpabilidad en una concepción "moderna" de la responsabilidad penal (Derecho Penal con fines preventivos, concepción no moralista de culpabilidad, atención a los contenidos de las ciencias sociales en torno a la libertad de voluntad).
La tesis de Alcácer -en resumen- es que, por una parte, no es posible, en contra de lo que con frecuencia se ha pretendido, realizar una síntesis aceptable entre objetivos preventivos y contenido de la culpabilidad, a tenor de la cual ésta se defina exclusivamente en atención a aquellos. Antes al contrario, principio de culpabilidad y objetivos preventivos constituirían dos objetivos que se hallarían siempre en una tensión irresoluble: la prevención exigiría reprimir penalmente conductas que el principio de culpabilidad impide perseguir. Por otra parte, el contenido de la culpabilidad debe fundarse (no en los objetivos preventivos del Derecho Penal, sino) en las características de la sociedad y del sistema político en el que el Derecho Penal surge y es aplicado: así, en un Estado democrático de Derecho, el fundamento de la legitimidad de las normas jurídico-penales estribaría en su origen en el consenso social. De manera que el fundamento para el reproche individual (culpabilístico) por la infracción de dichas normas habría de apoyarse en la condición de ciudadano, de parte integrante del consenso, que ostenta el sujeto infractor; condición que volvería legítima la pena, precisamente por el "uso defectuoso de su libertad", por la desviación -a modo de un free rider- del sujeto respecto de aquello que ha sido objeto de acuerdo y de consenso (un consenso en el que él mismo ha participado también).
Se apunta, así, Alcácer Guirao a la tendencia contemporánea (en la línea de, por ejemplo, Urs Kindhäuser o Klaus Günther... y, en muy buena medida, Günther Jakobs, en sus últimas formulaciones -no en las primeras- del fundamento de la pena) a conectar culpabilidad penal y condición de ciudadanía: a extraer, de la condición de ciudadano (en Estados democráticos de Derecho), deberes de obediencia al Derecho (de lealtad), cuyo incumplimiento fundamentaría el reproche culpabilístico.
Completamente compartible me parece, en primer lugar, la tesis del inevitable conflicto entre prevención y principio de culpabilidad: creo, en efecto, que cualquier intento de síntesis ha de resultar errónea, tanto desde el punto de vista teórico como desde el práctico. Desde el primero, se estaría haciendo bascular todo el sistema de imputación de responsabilidad de manera extremadamente sesgada hacia la consideración de la utilidad colectiva en detrimento de la individual (del delincuente); y hacia las razones morales consecuencialistas, en detrimento de las de índole deontológica. Y comparto igualmente la idea de que una adjudicación crasamente utilitarista (sin matices) no puede ser considerada justa. Además, desde el punto de vista práctico, el intento de sintetizar prevención y culpabilidad acaba siempre por producir un concepto de culpabilidad extremadamente desdibujado, excesivamente dúctil. Y, por ello, poco eficaz como límite moral a la potestad punitiva estatal.
Me parece, sin embargo, que muy diferente es la valoración que debe hacerse de la alternativa que se propone para dotar de contenido a la culpabilidad. Pues la concepción propuesta, de raigambre inequívocamente liberal, es susceptible de todas y cada una de las objeciones que es posible hacer a la teoría liberal de la obligación política. Por ello, difícilmente puede constituir el contenido de un principio de culpabilidad que pretenda operar como un límite a la potestad punitiva del Estado atento a las exigencias de la justicia. En otras palabras: una concepción liberal del principio de culpabilidad, como la que se está comentando, conduce inevitablemente a resultados injustos.
Me parece, sin embargo, que muy diferente es la valoración que debe hacerse de la alternativa que se propone para dotar de contenido a la culpabilidad. Pues la concepción propuesta, de raigambre inequívocamente liberal, es susceptible de todas y cada una de las objeciones que es posible hacer a la teoría liberal de la obligación política. Por ello, difícilmente puede constituir el contenido de un principio de culpabilidad que pretenda operar como un límite a la potestad punitiva del Estado atento a las exigencias de la justicia. En otras palabras: una concepción liberal del principio de culpabilidad, como la que se está comentando, conduce inevitablemente a resultados injustos.
La razón de que ello sea así estriba en que el concepto de obligación política (y, consiguientemente, de culpabilidad) propio de la teoría política liberal se apoya en hipótesis completamente irreales (que resultan ser, de hecho, ideológicas -en el sentido peyorativo del término) acerca de la forma en la que puede ser justificado un deber moral (allí, en general, de obediencia al Derecho/ aquí, más específicamente, de no infringir las normas penales -y de responder en el caso de que se infrinjan). En efecto, el pensamiento político liberal reconoce como fuente principal de obligación el propio consentimiento: así, según esto, la razón moral para obedecer al Derecho (y para que la infracción del mismo pueda ser individualmente reprochada) sería que el contenido normativo del mismo procede de un acuerdo voluntariamente contraído por los ciudadanos y ciudadanas, acuerdo que les comprometería en lo sucesivo. (Hay variaciones, dentro del ideario liberal, en cuanto al contenido, momento y forma del acuerdo: compromiso inicial o compromiso permanentemente actualizado, compromiso genérico de obediencia o compromiso condicionado, compromiso explícito, hipotético o tácito,... De cualquier forma, las objeciones que aquí se oponen valen -con matices- para todas las versiones de la teoría liberal de la obligación política.)
Esta forma de fundamentar el deber moral de obediencia al Derecho (y el reproche culpabilístico) resulta, a mi entender, susceptible de tres objeciones claras, que ponen en cuestión la existencia de dicho deber, así como la justicia de cualquier imputación de responsabilidad que se base en el mismo. Así, por una parte, si una concepción liberal de la culpabilidad fuese coherente (lo que, por desgracia, no suele ser el caso), debería reconocer que, consiguientemente, todos los sujetos que no han tenido oportunidad de participar efectivamente en el (pretendido) acuerdo acerca del Derecho -que, se supone, es la fuente del deber de obediencia- quedarían, eo ipso, exentos de cualquier responsabilidad fundada en su culpabilidad. Lo que significaría que -por ejemplo- las personas extranjeras, aquellas privadas de derecho de sufragio (o con uno muy mermado en la práctica) y, tal vez (tal parece la interpretación progresista, la más compatible con la doctrina consolidada acerca del contenido vinculante de los derechos humanos, que incluye siempre también la accesibilidad efectiva de los derechos), las personas en situación de marginación, resultarían siempre, o prácticamente siempre, inculpables: el Estado carecería, frente a dichas personas, cualquier fundamento para realizar un reproche expresable en la pena.
Por desgracia, como digo, no es ésta la conclusión que suele extraerse. Antes al contrario, la interpretación liberal usual (presente ya en John Locke) es que el ciudadano o ciudadana, por el hecho de vivir en una comunidad política y aprovechar algunas de sus ventajas (a veces, ciertamente, muy pocas, casi ninguna), está consintiendo ya efectivamente en su participación en dicha comunidad, adquiriendo así un deber moral de obediencia (y permitiendo fundamentar un reproche, si el mismo no es cumplido). Ello, por supuesto, es sencillamente falso: no consiente realmente quien, de hecho, como ocurre con el común de la ciudadanía (y, particularmente, su parte más privada de recursos y de poder), no tiene alternativa. Lo que nos lleva a la segunda objeción de principio: de hecho, la teoría liberal de la obligación política es siempre, subrepticiamente, representativa del pensamiento hiper-estatista, que hipostasia al Estado y lo concibe como el instrumento técnicamente idóneo, por antonomasia, para la realización de la política; y que, por consiguiente, entiende que su estabilidad constituye siempre per se un bien moral, merecedor de protección. Y es a partir de dicho presupuesto (casi siempre, meramente implícito) desde donde se construye toda la ética pública, que, por ello, resulta sesgada. (Véase, si no, por ejemplo, qué otra cosa subyace a la tesis de John Rawls acerca del “deber natural” (moral) de obedecer leyes injustas; y, a fortiori, de abstenerse de emplear la violencia para combatirlas.)
Si, por el contrario, no se da por supuesto el hiperestatismo como fundamento previo de la obligación política (y del reproche culpabilístico), entonces aparece la tercera objeción oponible a la concepción liberal de culpabilidad: si es cierto -e indudablemente lo es- que no todos los sujetos destinatarios de las normas jurídico-penales participan (de modo que merezca tal nombre) en la determinación de su contenido, y ni siquiera en la aprobación del marco constitucional en el que las mismas son elaboradas; y si además, y en contra de lo que el liberalismo contractualista sostiene, no es posible (tanto por razones teóricas –la imposibilidad, en ausencia de coacción, de una auténtica “moralidad colectiva”- como en atención a la evidencia empírica), un verdadero “consenso entrecruzado”, basado en razones morales, que sostenga una determinada concepción de la justicia común a todos los miembros de la comunidad política; ni tampoco se pueden hallar razones por las que una de dichas concepciones, aunque no todos la sostengan efectivamente, haya de resultar moralmente obligatoria para todos ellos. Entonces, en ausencia de actos de poder de unos individuos o grupos sobre otros (que les obliguen a someterse a una determinada “moralidad colectiva”: vale decir, a una moralidad hegemónica), lo único que cabe esperar en el ámbito político es, en el mejor de los casos, un acuerdo concluido (entre todos aquellos actores políticos con poder suficiente para hacerse presentes en el conflicto) principal o exclusivamente por razones instrumentales (para entendernos: al modo del pactum subiectionis de Hobbes). Y, por ello, no cabe fundar en dicho acuerdo (esto es: con independencia de su contenido en cada caso) razón moral alguna para obedecer al Derecho. Y, menos aún, un reproche a quien no lo obedezca. (Lo que nos lleva de nuevo -por su carácter extremadamente ilustrativo- a la trayectoria teórica de John Rawls: a lo largo de la evolución de su pensamiento, y a raíz de las críticas recibidas, Rawls ha acabado por reconocer que, en realidad, sus principios de organización política -y, añadiré, consiguientemente, las leyes que de ellos se derivarían- sólo valen moralmente para quien previamente esté comprometido con determinados valores, los propios de una cierta concepción del liberalismo político o de la "decencia" moral; pero no para cualquier sujeto o cualquier sociedad.)
Por las tres razones acabadas de exponer, me parece que el camino de vincular culpabilidad penal y obligación política (entendida al modo liberal) resulta un camino necesariamente erróneo en términos teóricos, y excesivamente complaciente y acrítico desde el punto de vista práctico. Lo cual no quiere decir que, aun con sus errores, esta tentativa de fundamentación del contenido de la culpabilidad en tanto que criterio de imputación no nos oriente en un sentido acertado. Por una parte, al reconocer, como antes vimos, lo inexorable del conflicto entre prevención y principio de culpabilidad. Pero también, además, por apuntar hacia lo que considero que es el núcleo de la cuestión (aunque la responda de una manera inadecuada): la de la justificación moral -la justicia- de la pena.
Esta forma de fundamentar el deber moral de obediencia al Derecho (y el reproche culpabilístico) resulta, a mi entender, susceptible de tres objeciones claras, que ponen en cuestión la existencia de dicho deber, así como la justicia de cualquier imputación de responsabilidad que se base en el mismo. Así, por una parte, si una concepción liberal de la culpabilidad fuese coherente (lo que, por desgracia, no suele ser el caso), debería reconocer que, consiguientemente, todos los sujetos que no han tenido oportunidad de participar efectivamente en el (pretendido) acuerdo acerca del Derecho -que, se supone, es la fuente del deber de obediencia- quedarían, eo ipso, exentos de cualquier responsabilidad fundada en su culpabilidad. Lo que significaría que -por ejemplo- las personas extranjeras, aquellas privadas de derecho de sufragio (o con uno muy mermado en la práctica) y, tal vez (tal parece la interpretación progresista, la más compatible con la doctrina consolidada acerca del contenido vinculante de los derechos humanos, que incluye siempre también la accesibilidad efectiva de los derechos), las personas en situación de marginación, resultarían siempre, o prácticamente siempre, inculpables: el Estado carecería, frente a dichas personas, cualquier fundamento para realizar un reproche expresable en la pena.
Por desgracia, como digo, no es ésta la conclusión que suele extraerse. Antes al contrario, la interpretación liberal usual (presente ya en John Locke) es que el ciudadano o ciudadana, por el hecho de vivir en una comunidad política y aprovechar algunas de sus ventajas (a veces, ciertamente, muy pocas, casi ninguna), está consintiendo ya efectivamente en su participación en dicha comunidad, adquiriendo así un deber moral de obediencia (y permitiendo fundamentar un reproche, si el mismo no es cumplido). Ello, por supuesto, es sencillamente falso: no consiente realmente quien, de hecho, como ocurre con el común de la ciudadanía (y, particularmente, su parte más privada de recursos y de poder), no tiene alternativa. Lo que nos lleva a la segunda objeción de principio: de hecho, la teoría liberal de la obligación política es siempre, subrepticiamente, representativa del pensamiento hiper-estatista, que hipostasia al Estado y lo concibe como el instrumento técnicamente idóneo, por antonomasia, para la realización de la política; y que, por consiguiente, entiende que su estabilidad constituye siempre per se un bien moral, merecedor de protección. Y es a partir de dicho presupuesto (casi siempre, meramente implícito) desde donde se construye toda la ética pública, que, por ello, resulta sesgada. (Véase, si no, por ejemplo, qué otra cosa subyace a la tesis de John Rawls acerca del “deber natural” (moral) de obedecer leyes injustas; y, a fortiori, de abstenerse de emplear la violencia para combatirlas.)
Si, por el contrario, no se da por supuesto el hiperestatismo como fundamento previo de la obligación política (y del reproche culpabilístico), entonces aparece la tercera objeción oponible a la concepción liberal de culpabilidad: si es cierto -e indudablemente lo es- que no todos los sujetos destinatarios de las normas jurídico-penales participan (de modo que merezca tal nombre) en la determinación de su contenido, y ni siquiera en la aprobación del marco constitucional en el que las mismas son elaboradas; y si además, y en contra de lo que el liberalismo contractualista sostiene, no es posible (tanto por razones teóricas –la imposibilidad, en ausencia de coacción, de una auténtica “moralidad colectiva”- como en atención a la evidencia empírica), un verdadero “consenso entrecruzado”, basado en razones morales, que sostenga una determinada concepción de la justicia común a todos los miembros de la comunidad política; ni tampoco se pueden hallar razones por las que una de dichas concepciones, aunque no todos la sostengan efectivamente, haya de resultar moralmente obligatoria para todos ellos. Entonces, en ausencia de actos de poder de unos individuos o grupos sobre otros (que les obliguen a someterse a una determinada “moralidad colectiva”: vale decir, a una moralidad hegemónica), lo único que cabe esperar en el ámbito político es, en el mejor de los casos, un acuerdo concluido (entre todos aquellos actores políticos con poder suficiente para hacerse presentes en el conflicto) principal o exclusivamente por razones instrumentales (para entendernos: al modo del pactum subiectionis de Hobbes). Y, por ello, no cabe fundar en dicho acuerdo (esto es: con independencia de su contenido en cada caso) razón moral alguna para obedecer al Derecho. Y, menos aún, un reproche a quien no lo obedezca. (Lo que nos lleva de nuevo -por su carácter extremadamente ilustrativo- a la trayectoria teórica de John Rawls: a lo largo de la evolución de su pensamiento, y a raíz de las críticas recibidas, Rawls ha acabado por reconocer que, en realidad, sus principios de organización política -y, añadiré, consiguientemente, las leyes que de ellos se derivarían- sólo valen moralmente para quien previamente esté comprometido con determinados valores, los propios de una cierta concepción del liberalismo político o de la "decencia" moral; pero no para cualquier sujeto o cualquier sociedad.)
Por las tres razones acabadas de exponer, me parece que el camino de vincular culpabilidad penal y obligación política (entendida al modo liberal) resulta un camino necesariamente erróneo en términos teóricos, y excesivamente complaciente y acrítico desde el punto de vista práctico. Lo cual no quiere decir que, aun con sus errores, esta tentativa de fundamentación del contenido de la culpabilidad en tanto que criterio de imputación no nos oriente en un sentido acertado. Por una parte, al reconocer, como antes vimos, lo inexorable del conflicto entre prevención y principio de culpabilidad. Pero también, además, por apuntar hacia lo que considero que es el núcleo de la cuestión (aunque la responda de una manera inadecuada): la de la justificación moral -la justicia- de la pena.