La película de Barbet Schroeder pretende ser una inquisición -en los varios sentidos de la palabra- en torno a la polémica personalidad de Jacques Vergès, abogado francés, siempre implicado en causas jurídicas con componentes políticos (izquierdistas fundamentalmente, aunque no sólo). (Por lo demás, como es sabido, Vergès ha publicado también un notable libro, Estrategia judicial en los procesos políticos -tal es su título en la traducción castellana-, sobre el que convendrá volver en algún momento.)
Ya el título, notoriamente parcial, indica el propósito (por lo demás, profusamente proclamado por el director, en diversas entrevistas). Y, sin embargo, en tanto que inquisición, la película de Schroeder fracasa notoriamente: sólo un auténtico incondicional del "discurso antiterrorista" (adicto a su paranoia conspiratoria) puede extraer de la película la conclusión de que Vergès es un "terrorista". Otros, más superficiales, que no conozcan tan bien la historia, se quedarán con la (errónea) impresión de que Vergès es un fantoche, otro de esos -hoy, tan habituales en los medios de comunicación- personajillos irrelevantes y estrafalarios que nos entretienen cuando estamos decididos a no pensar.
Más todavía: no sólo como "caza del hereje"; ni siquiera en tanto que investigación es posible ver L'avocat de la terreur como un documental interesante... más allá de que consiga volver a llamar la atención sobre el personaje. Ya que el cúmulo de información fragmentaria y de sugerencias de tramas ocultas resulta notoriamente insatisfactoria, sólo puede convencer de algo al ya convencido previamente -por razones ideológicas. En suma: existe una notoria incapacidad de Schroeder de construir una historia verosímil -ni hablar, desde luego, de una historia verdadera.
¿Por qué, entonces, hablar acerca de esta película? Pues porque, en sus costuras (y, desde luego, es seguro que en contra de la intención explícita del director) es posible extraer alguna conclusión interesante. Apuntaré, en concreto, una, que ha de llamar la atención de cualquiera que no haya sido completamente engañado por ese "discurso antiterrorista" al que antes hacía referencia: resulta notable que, en la gran mayoría de los casos de "terrorismo" -por no entrar ahora a discutir la sesgada terminología usual- en los que Jacques Vergès se vio implicado como abogado, el resultado final, más o menos represivo, para los responsables de los delitos cometidos (cuando los mismos no habían muerto en un enfrentamiento armado, o no habían sido víctimas de ejecuciones extrajudiciales a manos de agentes del Estado) estuvo condicionado de forma determinante por factores políticos, y no (estrictamente) jurídicos.
La lenidad o gravedad de las condenas, en efecto, su cumplimiento efectivo, la pura impunidad,... Todos y cada uno de estos efectos de la comisión de un delito (que la teoría del Derecho más ajena a la realidad nos dice que se derivan, con necesidad cuasi-lógica, de la realización de los supuestos de hecho contemplados por las normas), en la práctica, en los casos en los que lo que está en juego no es una desviación individualmente considerada de la norma, sino -como en el caso del "terrorismo"- un conflicto abierto (explícitamente político, por consiguiente) en torno a la legitimidad de la norma misma, se ven condicionados en grado sumo por las relaciones de poder; y, consiguientemente, por las estrategias de los sujetos políticos (Estado, bloque político dominante dentro del mismo, terceros estados, movimientos sociales, grupos armados, etc.) que interactúan en el marco de las mismas.
Resulta, en este sentido, estimulante comprobar cómo la mera presentación de los hechos crudos desmiente el ideológico discurso antiterrorista (ya se sabe: el "terrorista" como mal absoluto, ni una concesión, cumplimiento íntegro de sus penas, son solamente delincuentes,...) incluso para el observador menos atento (si, pese a todo, sigue prestando atención a la realidad, no sólo a sus prejuicios).
Ya el título, notoriamente parcial, indica el propósito (por lo demás, profusamente proclamado por el director, en diversas entrevistas). Y, sin embargo, en tanto que inquisición, la película de Schroeder fracasa notoriamente: sólo un auténtico incondicional del "discurso antiterrorista" (adicto a su paranoia conspiratoria) puede extraer de la película la conclusión de que Vergès es un "terrorista". Otros, más superficiales, que no conozcan tan bien la historia, se quedarán con la (errónea) impresión de que Vergès es un fantoche, otro de esos -hoy, tan habituales en los medios de comunicación- personajillos irrelevantes y estrafalarios que nos entretienen cuando estamos decididos a no pensar.
Más todavía: no sólo como "caza del hereje"; ni siquiera en tanto que investigación es posible ver L'avocat de la terreur como un documental interesante... más allá de que consiga volver a llamar la atención sobre el personaje. Ya que el cúmulo de información fragmentaria y de sugerencias de tramas ocultas resulta notoriamente insatisfactoria, sólo puede convencer de algo al ya convencido previamente -por razones ideológicas. En suma: existe una notoria incapacidad de Schroeder de construir una historia verosímil -ni hablar, desde luego, de una historia verdadera.
¿Por qué, entonces, hablar acerca de esta película? Pues porque, en sus costuras (y, desde luego, es seguro que en contra de la intención explícita del director) es posible extraer alguna conclusión interesante. Apuntaré, en concreto, una, que ha de llamar la atención de cualquiera que no haya sido completamente engañado por ese "discurso antiterrorista" al que antes hacía referencia: resulta notable que, en la gran mayoría de los casos de "terrorismo" -por no entrar ahora a discutir la sesgada terminología usual- en los que Jacques Vergès se vio implicado como abogado, el resultado final, más o menos represivo, para los responsables de los delitos cometidos (cuando los mismos no habían muerto en un enfrentamiento armado, o no habían sido víctimas de ejecuciones extrajudiciales a manos de agentes del Estado) estuvo condicionado de forma determinante por factores políticos, y no (estrictamente) jurídicos.
La lenidad o gravedad de las condenas, en efecto, su cumplimiento efectivo, la pura impunidad,... Todos y cada uno de estos efectos de la comisión de un delito (que la teoría del Derecho más ajena a la realidad nos dice que se derivan, con necesidad cuasi-lógica, de la realización de los supuestos de hecho contemplados por las normas), en la práctica, en los casos en los que lo que está en juego no es una desviación individualmente considerada de la norma, sino -como en el caso del "terrorismo"- un conflicto abierto (explícitamente político, por consiguiente) en torno a la legitimidad de la norma misma, se ven condicionados en grado sumo por las relaciones de poder; y, consiguientemente, por las estrategias de los sujetos políticos (Estado, bloque político dominante dentro del mismo, terceros estados, movimientos sociales, grupos armados, etc.) que interactúan en el marco de las mismas.
Resulta, en este sentido, estimulante comprobar cómo la mera presentación de los hechos crudos desmiente el ideológico discurso antiterrorista (ya se sabe: el "terrorista" como mal absoluto, ni una concesión, cumplimiento íntegro de sus penas, son solamente delincuentes,...) incluso para el observador menos atento (si, pese a todo, sigue prestando atención a la realidad, no sólo a sus prejuicios).