Se nos presenta un clásico melodrama familiar, aunque narrado, eso sí, al modo independiente: no hay, entonces (a diferencia -pongamos- de una película de Douglas Sirk, que podía contar una historia semejante), retórica explícita acerca de las emociones, las mismas son presentadas con (lo que convencionalmente -en el discurso hegemónico de autogobierno- se entiende que es) austeridad.
La gente siente, lo expresa (aquí estriba la trampa de esta estética: pues, por supuesto, sin expresión, no existiría narración y, por consiguiente, tampoco película); pero no se detiene suficientemente a analizar lo que siente (se nos deja a nosotr@s, espectador@s, que hagamos el análisis, sobre la base de nuestra propia experiencia existencial, pero también de nuestra experiencia como espectador@s, de otras narraciones de temática semejante, que -ambas experiencias- nos dicen qué se ha de sentir en una situación así), ni a abundar líricamente acerca de ello.
La pregunta, entonces, es si esta retórica (pues de retórica se trata, al fin y al cabo: aun si es una retórica de la ausencia de retórica) es capaz, o no, de generar conocimiento (ese conocimiento fenomenológico que el arte es capaz, a veces, de producir). Y resulta harto dudoso que lo haga, si no es que se emplea para narrar una historia nueva (lo que no es el caso). Es por eso por lo que l@s director@s que han intentado abordar más en serio el género el melodrama familiar se han decantado casi siempre por alguna retórica más efectista (y, presumiblemente, más efectiva): si Douglas Sirk (Written on the wind, Imitation of life,...), si Thomas Virtenberg (Festen), si Wes Anderson (The fabulous Tennenbaums), si Andrew Jarecki (Capturing the Friedmans), si Roy Ward Baker (The anniversary), y tant@s otr@s, optaron -con muy diferentes, y desiguales, resultado- por el documental, por el humor, por el expresionismo, por la estilización, etc., ello era por comprender que la mera explicitación de las emociones y (micro-)dramas que una familia manifiesta, en sí misma considerada, resulta casi banal. Pues se limitará a evocar la respuesta más tópica (domindada, pues, por las ideologías hegemónicas) por parte del espectador(a). Reproduzco algunas de ellas (al lado, la premisa ideológica subyacente): "pobre hija incomprendida" (todos tenemos derecho a realizarnos y a ser felices), "pobre padre cobarde" (los hombres -los varones, sobre todo- deben ser dueños de su propio destino), "pobre mujer sometida" (las mujeres son víctimas de los varones),...
Así pues, hay que aceptar que la representación es inevitable: no hay representaciones naturales, sólo algunas que, ideológicamente, se hacen pasar por tales. Y, por ello, también resulta imprescindible una política de tal representación, tanto en el plano temático como en el formal. En lo temático, es preciso adoptar una determinada perspectiva de análisis (comprometida necesariamente con uno u otro discurso interpretativo acerca de la realidad). En un ejemplo: si, en Tres díes amb la família, Léa (Nausicaa Bonnín) constituye el punto de vista privilegiado del espectador(a), que va descubriendo/ recordando a la vez que ella cuanto se esconde en la familia Vich i Carbó, ello privilegia una determinada visión (blandamente feministoide, podríamos calificarla), en la que las mujeres han sido víctimas del dominio patriarcal, que también ha "castrado", emocional y existencialmente, a la mayoría de los varones. Sin embargo, es ésta tan sólo una visión posible: otra sería, por ejemplo, una menos individualista y más clasista, en la que se reflexionase (al modo, por ejemplo, que ensayaron -cada uno en su propio estilo- Luchino Visconti o Pier Paolo Pasolini) acerca de los límites existenciales que la pertenencia a una determinada clase social -aquí, a la burguesía catalana- impone a los individuos. Y cabrían, desde luego, otras muchas visiones alternativas de los mismos hechos narrados.
Del mismo modo, en el plano formal, la cámara, que aquí se limita a acompañar a los personajes, mientras estos, comedidamente, manifiestan sus emociones a través de algunos gestos y de pocas palabras, podría, por el contrario, haber intentando "penetrar" en ellos: esto es, mediante un trabajo más intenso de puesta en escena, podría haber intentado revelar algo (algo de verdad) que fuese más allá de lo que los propios actores, explícitamente, hacen y dicen delante de ella. Ello, desde luego, es posible: el mismo Vinterberg, con todas las limitaciones de su película Festen, fue capaz de este "ir más allá" a través del manejo de la cámara. Y, desde luego, me viene a la cabeza el espléndido trabajo formal de Ingmar Bergman en Scener ur ett äktenskap, en Aus dem Leben der Marionetten o en Saraband (o, para el caso, el de Mike Leigh en sus películas), que es capaz de revelar tanto más que lo que los propios actores revelan.
La gente siente, lo expresa (aquí estriba la trampa de esta estética: pues, por supuesto, sin expresión, no existiría narración y, por consiguiente, tampoco película); pero no se detiene suficientemente a analizar lo que siente (se nos deja a nosotr@s, espectador@s, que hagamos el análisis, sobre la base de nuestra propia experiencia existencial, pero también de nuestra experiencia como espectador@s, de otras narraciones de temática semejante, que -ambas experiencias- nos dicen qué se ha de sentir en una situación así), ni a abundar líricamente acerca de ello.
La pregunta, entonces, es si esta retórica (pues de retórica se trata, al fin y al cabo: aun si es una retórica de la ausencia de retórica) es capaz, o no, de generar conocimiento (ese conocimiento fenomenológico que el arte es capaz, a veces, de producir). Y resulta harto dudoso que lo haga, si no es que se emplea para narrar una historia nueva (lo que no es el caso). Es por eso por lo que l@s director@s que han intentado abordar más en serio el género el melodrama familiar se han decantado casi siempre por alguna retórica más efectista (y, presumiblemente, más efectiva): si Douglas Sirk (Written on the wind, Imitation of life,...), si Thomas Virtenberg (Festen), si Wes Anderson (The fabulous Tennenbaums), si Andrew Jarecki (Capturing the Friedmans), si Roy Ward Baker (The anniversary), y tant@s otr@s, optaron -con muy diferentes, y desiguales, resultado- por el documental, por el humor, por el expresionismo, por la estilización, etc., ello era por comprender que la mera explicitación de las emociones y (micro-)dramas que una familia manifiesta, en sí misma considerada, resulta casi banal. Pues se limitará a evocar la respuesta más tópica (domindada, pues, por las ideologías hegemónicas) por parte del espectador(a). Reproduzco algunas de ellas (al lado, la premisa ideológica subyacente): "pobre hija incomprendida" (todos tenemos derecho a realizarnos y a ser felices), "pobre padre cobarde" (los hombres -los varones, sobre todo- deben ser dueños de su propio destino), "pobre mujer sometida" (las mujeres son víctimas de los varones),...
Así pues, hay que aceptar que la representación es inevitable: no hay representaciones naturales, sólo algunas que, ideológicamente, se hacen pasar por tales. Y, por ello, también resulta imprescindible una política de tal representación, tanto en el plano temático como en el formal. En lo temático, es preciso adoptar una determinada perspectiva de análisis (comprometida necesariamente con uno u otro discurso interpretativo acerca de la realidad). En un ejemplo: si, en Tres díes amb la família, Léa (Nausicaa Bonnín) constituye el punto de vista privilegiado del espectador(a), que va descubriendo/ recordando a la vez que ella cuanto se esconde en la familia Vich i Carbó, ello privilegia una determinada visión (blandamente feministoide, podríamos calificarla), en la que las mujeres han sido víctimas del dominio patriarcal, que también ha "castrado", emocional y existencialmente, a la mayoría de los varones. Sin embargo, es ésta tan sólo una visión posible: otra sería, por ejemplo, una menos individualista y más clasista, en la que se reflexionase (al modo, por ejemplo, que ensayaron -cada uno en su propio estilo- Luchino Visconti o Pier Paolo Pasolini) acerca de los límites existenciales que la pertenencia a una determinada clase social -aquí, a la burguesía catalana- impone a los individuos. Y cabrían, desde luego, otras muchas visiones alternativas de los mismos hechos narrados.
Del mismo modo, en el plano formal, la cámara, que aquí se limita a acompañar a los personajes, mientras estos, comedidamente, manifiestan sus emociones a través de algunos gestos y de pocas palabras, podría, por el contrario, haber intentando "penetrar" en ellos: esto es, mediante un trabajo más intenso de puesta en escena, podría haber intentado revelar algo (algo de verdad) que fuese más allá de lo que los propios actores, explícitamente, hacen y dicen delante de ella. Ello, desde luego, es posible: el mismo Vinterberg, con todas las limitaciones de su película Festen, fue capaz de este "ir más allá" a través del manejo de la cámara. Y, desde luego, me viene a la cabeza el espléndido trabajo formal de Ingmar Bergman en Scener ur ett äktenskap, en Aus dem Leben der Marionetten o en Saraband (o, para el caso, el de Mike Leigh en sus películas), que es capaz de revelar tanto más que lo que los propios actores revelan.