Contemplo, una vez más, las extraordinarias pinturas de Miquel Barceló. Apabullado por su evidente dominio técnico, su capacidad inmensa para pintar, manipular los materiales, los colores y las formas, me pregunto, sin embargo, por qué no percibo ni siento emoción alguna.
Y es que Barceló, enormemente dotado, enormemente enérgico, me parece, ante todo, un pintor manierista, en el sentido originario de la expresión: sus cuadros parecen, en efecto, hechos alla maniera di (Picasso, Zuloaga, Kokoschka, Beckmann, el informalismo,…). Espléndidos en su factura, qué duda cabe. Pero difícilmente herederos de la emoción inherente a las experiencias originarias –vitales, pictóricas- en las que se inspira.
Tan sólo en algunos de sus cuadros más matéricos puedo, acaso, hallar algún sentimiento. Más allá, cuando Barceló comienza a crear formas (reconocibles), la emoción cede, la técnica predomina: la factura.
(Nota para una autocrítica: habría que reflexionar acerca de por qué razón una pintura –en general, un arte- emocional debería tener precedencia. Por qué Kandinsky, o Malevich, o Mondrian, o Pollock, o Fontana, o Matta-Clark, o…, antes que Cezanne.
...Pero, ¿es que Cezanne no transmite también una emoción, la emoción de la creación, de la destrucción y de la reconstrucción de las formas? La pregunta resulta ser más bien, entonces, la de por qué hay pintores, artistas plásticos, capaces de construir espléndidas formas y, sin embargo (y a diferencia de Cezanne), que las mismas aparezcan carentes de llama, incapaces de representar la emoción. ¿A causa de un cierto convencionalismo en la expresión?)