Don DeLillo viene defendiendo, en sus novelas (en particular, en: Players, Mao II y The falling man) y en algunos otros textos (In the ruins of the future es el más significativo de ellos), que el “terrorismo” constituye –entre otras cosas- una reacción de sujetos eminentemente modernos ante el (por emplear la expresión de Castoriadis) “ascenso de la insignificancia”. Que constituye, pues, una manifestación más –siniestra, si se quiere- de la lucha por el sentido, en contra del nihilismo, a la que se ve ineluctablemente abocado el sujeto contemporáneo. Afirma, así, que esa función pudo ser cumplida alguna vez por el arte, pero que hoy, para las grandes masas de individuos contemporáneos (más autónomos que nunca), ya no puede hacerlo. De manera que quienes (algunos de esos individuos, los más sensibles, los más creativos…) antes creaban arte, hoy necesitan dar lugar a algo más real, cual es los devastadores efectos del “terrorismo”. Crear una narración que se vuelva real a través de los actos violentos.
Tres cosas habría que observar, según mi criterio, a este análisis. La primera es destacar que, en alguna medida, el planteamiento de DeLillo constituye un condensado de ideas y estereotipos que se hayan a lo largo de todos los mejores tratamientos literarios del fenómeno del “terrorismo”: estoy pensando en Dostoievski o en Conrad, por ejemplo. Tenemos, pues, aquí una interpretación del fenómeno, lo que –como ya en alguna ocasión he puesto de manifiesto- resulta algo raro de hallar, en el arte. Y una interpretación que, además, no es burdamente psicologista: el “terrorista” como lunático.
La segunda observación es, sin embargo, que una interpretación como la de DeLillo solamente puede ser vista como una interpretación parcial, en un doble sentido. De una parte, en efecto, la conexión entre “terrorismo” y nihilismo existencial deja fuera de consideración una faceta que resulta siempre pertinente (por más que, en general, pretenda ser negada): me refiero, claro está, al aspecto político, de desafío a las identidades políticas constituidas, que todo acto “terrorista” conlleva siempre, en una u otra medida. Es decir, el “terrorismo” no es solamente un fenómeno de reacción, individual o colectiva, a una situación social: es también una reacción política, en tanto que pretende siempre cuestionar identidades políticas, comunidades políticas, legitimidades políticas y, en último extremo (aunque casi nunca llegue hasta ese punto), relaciones de poder político.
En otro orden de cosas, el análisis de DeLillo es parcial también en otro sentido: resulta remarcablemente etnocéntrico, en la medida en que se adapta tanto mejor a fenómenos occidentales de “terrorismo”, antes que aquellos menos marcados por la visión del mundo occidental. (No en vano, los protagonistas de las novelas referidas son todos ellos occidentales –los personajes “terroristas” de The falling man resultan meros estereotipos).
Por fin, sin embargo, en su favor, hay que decir que DeLillo (que es incapaz de revelar la faceta más crudamente política del “terrorismo”) logra, no obstante, capturar aspectos relevantes y decisivos de la fenomenología “terrorista”: me refiero, por un lado, a su esencial modernidad, a su conexión con el ascenso del nihilismo y la derrota de las ideologías totalizadoras religiosas (pero también políticas). Y, por otra parte, a cierta puerilidad que en muchos fenómenos “terroristas” cabe advertir, desde el punto de vista político: una tendencia a la simplificación de la realidad política y social, para volverla (aparentemente: mágicamente) manipulable a voluntad del grupo armado. En suma, en la visión del “terrorismo” (también) como una manifestación de desesperación (política, pero igualmente existencial).