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sábado, 13 de febrero de 2010

"Invictus", de Clint Eastwood: la disolución narrativa (e ideológica) del conflicto social



Clint Eastwood es un realizador que siempre se ha medido bien con las distancias cortas. A pesar de su reciente "canonización" por la crítica (que durante décadas le había ninguneado), lo cierto es que ha sido capaz de dar lo mejor de sí mismo -simplificando- únicamente en tres clases de películas: westerns (más o menos heterodoxos), profundizando siempre (reconstruyendo y deconstruyendo) la figura del héroe solitario y alejado de la sociedad; thrillers, en los que lo interesante casi siempre es, antes que sus rutinarias intrigas, un protagonista (casi siempre encarnado por él mismo) que intenta rehacerse a sí mismo; y, en fin, historias de creadores y/o derrotados (Bronco Billy, Honkytonk man, Bird, A perfect world, The bridges of Madison County, Mystic river, Million dollar baby,...). El resto de sus películas oscilan entre lo banal y lo directamente irrelevante, aun si técnicamente están bien realizadas. Y es que no parece que Eastwood se halle muy dotado (acaso -apunto- por razones ideológicas) para proporcionar frescos sociales o grandes relatos que resulten relevantes.

Últimamente, sin embargo, nos lo hemos encontrado en varias ocasiones ante esta tesitura: en Flags of our fathers, en Letters from Iwo Jima, en Changeling. Películas todas ellas que, en mi opinión (y aun con matices), no figuran entre lo mejor del director, por tender molestamente hacia el sermón... y hacia un sermón, además, moralista y bastante baladí, por cuanto que en ningún caso se profundiza en las estructuras sociales y políticas que se hallan detrás de las grandes causas e injusticias (la manipulación patriotera, los soldados como carne de cañón, la seguridad ciudadana como instrumento populista) que se nos presentan. No hay, es cierto, maniqueísmo en dichos discursos. Pero tampoco profundidad.

Invictus constituye, en este sentido, la quintaesencia de este "gran cine" con que Eastwood nos azota últimamente: con todo lo peor del mismo y muy pocas -alguna hay- de sus virtudes como director. Una película tramposa en todas y cada una de sus facetas, que sólo se puede soportar, durante las más de dos horas que dura, por la buena voluntad de quien -como es mi caso- admire a su director (o porque uno esté dispuesto a tragarse cualquier película que posea un "gran tema"). Veámoslo:

Comencemos por la historia, y comencemos por la que ésta se deja fuera. Nadie, a estas alturas, querrá negar la categoría de Nelson Mandela como luchador por la defensa de los derechos humanos y por la liberación de su pueblo, así como primer gobernante de la Sudádrica de después del apartheid. Sin embargo, alguien que no conozca la historia y vea esta película podría creer que, además, Mandela fue una especie de santo, encarnación de aquel cristiano "pon la otra mejilla", frente a sus antiguos enemigos políticos. Ello ocurre, claro está, porque el guión de la película se concentra, intencionadamente, en un episodio muy concreto (el papel del equipo sudafricano en campeonato mundial de 1995) y en las acciones de Mandela en relación con el mismo. Fuera de consideración queda, sin embargo, algo que resulta esencial: que Mandela había llegado al gobierno tras un pacto con el antiguo régimen. Un pacto que implicaba, entre otras cosas, preservar el aparato del estado, impunidad para los perpetradores de violaciones de derechos humanos y mantener el injusto reparto de la riqueza.

En estas condiciones, la benevolencia de Mandela ante la población blanca afrikaner cobra un cariz muy distinto: es mero posibilismo, es renuncia a transformar radicalmente la injusta sociedad del apartheid (salvo en lo que al reconocimiento -muy importante, sin duda alguna- de la igualdad formal se refiere)... Pero todo esto queda prácticamente fuera de escena en la película, concentrada en los buenos sentimientos de los personajes. (Esto es especialmente explícito en varias subtramas: la evolucion de la familia de Francois Pineaar -Matt Damon-, el niño de los suburbios que acaba confraternizando con los policías blancos, la relación entre guardaespaldas negros y blancos del presidente...)

Por fin, para acabar con la cuestión del guión, proponer como un modelo de sabiduría política y de futuro para una sociedad el que sea capaz durante unos días de orillar sus tensiones y unirse en torno... ¡al rugby!, no dice mucho acerca de la sutileza ni de la visión política de los argumentistas. (No he leído -ni pienso hacerlo, desde luego, el libro de John Carlin, aunque, conociendo algunos artículos suyos en prensa, sospecho que mucho de esta falta de sutileza proceda del mismo.) En efecto, resulta difícil creer que nada de lo que se cuenta en la película haya ocurrido en realidad: ¿de verdad existió tal unidad nacional en torno al equipo de rugby? ¿De verdad se preguntó a cada desempleado, enfermo de sida, víctima de violaciones de derechos humanos, mujer violada, habitante de los suburbios desatendidos? ¿Es creíble que todos estos sectores, que habían soportado un nivel de opresión inimaginable, lo olvidasen todo, por el deporte? ¿O, como tantas veces, la sensación de unidad y de unanimidad no fue construida desde arriba, a través de los medios de comunicación y de otros mecanismos de control de la opinión pública? ¿O se trató, más bien, de contemporizar con los blancos, mas no de integrar a los negros?

Es evidente que todas las sociedades necesitan a veces olvidar lo que son y hacerse la ilusión de que son una sola, solidaria, sin tensiones y sin divisiones. Es dudoso, sin embargo, que esa "comunidad imaginaria" pueda aparecer del modo simplista que la película nos narra. Más condiciones tienen que darse, muchas más que unos cuantos miles de aficionad@s celebrando juntos una victoria deportiva. Es en este sentido en el que la película es narrativamente tan tramposa.

Por fin, la realización de Eastwood se deja atrapar por esta dinámica sermoneadora y tramposa: se llena de efectismos impostados. Planos construidos para sintentizar -y simplificar- un simbolismo (la división entre blancos y negros, en la primera escena de la película, por ejemplo). Planos de repercusión, mostrando la emoción de todos y cada uno de los personajes ante "lo que están viviendo". Ralentí para narrar los momentos finales del partido. Tensión añadida, artificial e innecesariamente, en torno a la seguridad del presidente, para aumentar el dinamismo de la narración. Diálogos prolijamente explicativos, que sustituyen a cualquier intento de narrar visualmente. En fin, todas las trampas retóricas que el cine norteamericano ha ido inventando para hacer creer al espectador que está ante algo grandioso, épico, inenarrable... y que, sin embargo, se le está mostrando, como espectador privilegiado. En este sentido, resulta molesto -a mí, al menos- ese intento permanente de manipulación, de hacernos saber qué tenemos que pensar y que sentir en cada momento. (Carlos Reviriego -en el nº 31 de Cahiers du Cinema-España- lo dice claro: no es lo mismo claridad expositiva que simplicidad de ideas... Aunque, en ciertas condiciones, las que en esta película se han dado, no sea difícil pasar de lo uno a lo otro.)

En el haber, sólo destacaré dos cosas: primero, la excelente -como es usual en él- interpretación de Morgan Freeman, en el papel de Mandela; y, además, el vigor con el que Eastwood filma las escenas deportivas (con la excepción, ya reseñada, de la última secuencia del partido final, en la que la necesidad de generar énfasis suprime dicho vigor).



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