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viernes, 1 de diciembre de 2023

Kevin J. Mitchell: Free Agents: How Evolution Gave Us Free Will



1. Determinismo, libre albedrío y responsabilidad moral: algunas conclusiones

La cuestión de la relación entre determinismo, libre albedrío y responsabilidad moral viene ocupando de manera intensa a juristas, filósofos/as y científicos/as durante estas últimas décadas (muchas decenas de libros, centenares de artículos, multitud de congresos y de proyectos de investigación, etc.), a resultas de los impresionantes avances recientes en conocimiento acerca de cómo funciona la mente humana (y, con ello, sobre cómo esta adopta sus decisiones -con qué base neuronal, mediante qué procesos causales) y de la avanzada reflexión filosófica paralela en torno a la relación entre mente y su base biológica y física.

A este respecto, yo diría que, a estas alturas, del vehemente debate que se viene produciendo alrededor de estas cuestiones es posible extraer ya algunas conclusiones (ciertamente, no aceptadas de forma unánime, ni mucho menos, pero que al menos a mí me parecen ya bien acreditadas). La primera es que, por más que nos cueste reajustar nuestras categorías conceptuales en la materia (¡y, desde luego, el esfuerzo va a resultar monumental, tanto en Derecho como en Ética!), la abrumadora evidencia científica ha hecho imprescindible renunciar a la idea tradicional (de raigambre estoico-cristiana) de libre albedrío, entendida como capacidad radicalmente autónoma de los agentes humanos para decidir de manera plenamente independiente (sin influencias causales externas) acerca de sus acciones y, mediante estas, desencadenar de manera decisiva cursos causales en el mundo, exclusivamente imputables a dichas acciones y a las decisiones que las sustentan.

La segunda conclusión bien acreditada, me parece, es que el hecho de que todas las decisiones humanas tengan su sustrato en eventos neuronales (y, por consiguiente, en una base que, en última instancia, es físico-química) y que, por ende, su causación esté sujeta a las leyes causales, no impide que exista una variación prácticamente impredecible en el resultado de dichos procesos plasmado en decisiones y acciones. Y que, además, dicha variación dependa en buena medida (aunque no por completo) de los rasgos psicológicos individuales del agente: del conocimiento almacenado en su memoria, de las características de sus emociones, de sus estructuras de motivación, de sus procesos de razonamiento, de su grado de autoconsciencia, etc. Es decir, que ni las acciones humanas son en realidad perfectamente previsibles (contra lo que el determinismo físico mantendría, dado un determinado estado previo y las leyes naturales aplicables, no es posible, pese a todo, determinar con exactitud cuál será la decisión humana adoptada -tan solo es posible afirmar probabilidades), ni tampoco son perfectamente aleatorias (pues existen evidentes conexiones estadísticas entre ciertos rasgos psicológicos del agente y las acciones que probablemente vaya a llevar a cabo).

Por fin, la tercera conclusión que me gustaría destacar es la de que la cuestión de si es posible (esto es, justificable) la atribución de responsabilidad moral al agente por las acciones que realiza, en un universo regido -también por lo que se refiere a las acciones humanas- por las leyes naturales, no depende en realidad principalmente de los hechos científicos o de su interpretación metafísica, sino de la teoría moral que sostengamos. En concreto, del papel (etológico, social) que otorguemos a la institución (social) de la atribución de responsabilidad. En efecto, si (abandonando también en este aspecto las viejas categorías, originadas en la teología moral cristiana) renunciamos a concebir las cuestiones de moralidad y de responsabilidad moral como problemas trascendentes, de relación entre el ser humano y unas normas morales ubicadas en un mundo ultraterreno (tanto da que se trate del de mundo de la moral revelada por alguna religión o del "reino de los fines" de la filosofía idealista), y pasamos a entenderlas como problemas de coordinación y de regulación de conductas en el marco de la interacción social, entonces atribuir responsabilidad moral puede seguir siendo una práctica perfectamente racional (racionalmente justificable), en la medida en que, aun si el agente humano está -como ciertamente lo está- determinado por los cursos causales en los que se encuentra inmerso (tanto en el plano físico como en el psíquico), tal práctica cumpla funciones etológicas atendibles; y lo haga, además, aplicando criterios que resulten adaptativos desde el punto de vista biológico-evolutivo y culturalmente aceptables.

(Por lo demás, como ya puse de manifiesto en otro lugar -véase aquí-, aun si todo lo anterior no fuera cierto, habría un buen argumento -ciertamente, no muy profundo desde el punto de vista filosófico, pero sí relevante en términos prácticos, es decir, morales- a favor de la tesis compatibilista: la de que las alternativas escépticas acerca del compatibilismo entre leyes causales y responsabilidad moral parecen completamente incapaces de proponer una alternativa a esta institución que resulte aceptable. Pues lo que usualmente proponen es simplemente sustituir la atribución de responsabilidad moral basada en el merecimiento y la culpa por la regulación de conductas fundada en meros juicios de peligrosidad; esto es, exclusivamente en consideraciones de racionalidad instrumental -de control social. A ningún penalista hace falta explicarle los gravísimos riesgos que una estrategia de control social no limitada por consideraciones morales en cualquier caso conllevaría...)

2. Free Agents: una explicación biológica (funcional) de la mente y de la acción humanas

Si todo lo anterior es cierto, lo que necesitamos entonces es regresar a los fundamentos: abandonar la tradicional tentación (tan cara a teólogos, moralistas y juristas) de hipostasiar las categorías conceptuales con las que explicamos e interpretamos la mente humana, la acción y la moralidad; y, en cambio, volver a vincular dichas categorías con sus funciones biológicas (reconociendo la -relativa, pero cierta- especificidad de la experiencia de los individuos de la especie humana, pero aceptando también que la diferencia respecto de otros animales superiores es únicamente de grado, no de género).

Es en este aspecto en el que hay mucho que recomendar en el reciente libro de Kevin J. Mitchell que hoy comento (Princeton University Press, 2023). Pues, aunque probablemente no le cuente nada nuevo a cualquier científico que sea suficientemente experto las bases de la teoría de la evolución, de la biología humana y de la ciencia cognitiva, sin embargo, sintetiza admirablemente todos esos conocimientos para presentar de manera clara y comprensible un cuadro sinóptico completo de todo lo que hoy sabemos acerca de cómo y por qué tienen lugar los procesos cognitivos, de motivación y de toma de decisiones en los individuos de la especie humana.

Este cuadro se asemeja mucho, según creo, al que yo esbozaba en las tres conclusiones que más arriba he expuesto: el de unos procesos radicalmente condicionados por causas físicas  y psíquicas (que, a su vez, en última instancia también son físicas), funcionalmente orientados a asegurar y mejorar la capacidad de adaptación de la especie a su medioambiente; procesos causales, pues, pero dotados de un elevado grado de indeterminación y aleatoriedad; y procesos, en fin, que se hallan estadísticamente conectados con ciertas características de los procesos mentales de los individuos.

Todo esto es lo que se expone, de manera admirable (divulgativa, pero rigurosa), en los primeros nuevo capítulos de libro, aquellos cuya lectura me parece altamente recomendable. Luego, en lo que queda de libro, el autor viene a defender su tesis (filosófica) de que este estado de cosas acabado de exponer equivale, desde el punto de vista práctico, al libre albedrío, que ampararía y justificaría las prácticas de atribución de responsabilidad moral. He de confesar, sin embargo, que esta última parte filosófica me parece más bien endeble desde un punto de vista teórico: aun compartiendo su conclusión, creo que no se aportan los argumentos necesarios para justificarla. Y ello, porque -como he señalado más arriba- en realidad la justificación de dichas prácticas no depende tanto de cómo sean los hechos naturales acerca de la mente humana, cuanto de cómo son o deben ser sus prácticas de interacción social (cuestión sobre la que el libro apenas profundiza).

Sea como sea, lo repito: cualquiera que esté interesado en las cuestiones de la mente humana, la acción y la responsabilidad moral tiene mucho que aprender (salvo que sea ya un experto) de la explicación científica acerca de las dos primeras cuestiones que el libro contiene. Y que proporciona una base empírica imprescindible para las elaboraciones filosóficas y jurídicas más sofisticadas que, en este ámbito, estamos necesitando.


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