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domingo, 13 de enero de 2019

Manbiki kazoku (=Un asunto de familia) (Hirokazu Kore-Eda, 2018)


En Manbiki kazoku Kore-Eda vuelve a ensayar -de otro modo, pero, en el fondo, con objetivos estéticos similares- algo que ya intentó en su anterior película, Sando-me no satsujin (=El tercer asesinato, 2017): trabajar (y reflexionar) sobre la ambigüedad de las apariencias de que se revisten las relaciones humanas y sobre la dificultad y ambivalencia que necesariamente ello ocasiona cuando de valorarlas, desde un punto de vista moral, se trata.

En efecto, la narración que el director lleva a cabo en Manbiki kazoku de la historia contada en la película se desarrolla a través de tres partes muy diferenciadas: diferenciadas por su tono emocional, pero sobre todo por las maneras que adopta su puesta en forma cinematográfica, que son las que permiten resaltar esa diferencia de tono, y de perspectiva, acerca de unos mismos acontecimientos. Se trata, pues, de construir una suerte de caleidoscopio en torno a las vivencias y experiencias del grupo de personajes que es retratado en la película, mostrando su realidad desde dentro (describiendo las emociones e interacciones que experimentan), pero también desde fuera, a través de la observación que la sociedad realiza, conforme a parámetros objetivos, de dicha forma de vida. Y, como digo, todo ello a través de los cambios no solo en el punto de vista, sino especialmente en la forma de componer los planos: planos de conjunto, a la altura del tatami, cuando se adopta el punto de vista de los miembros de la familia; dialéctica plano/ contraplano y colocación de la cámara en un un punto mucho más distante y elevado, cuando es la sociedad la que parece estarles observando, desde fuera.

A través de todo este instrumental formal, lo que Hirokazu Kore-Eda viene a mostrarnos es, justamente, a un grupo de seres marginados que hacen -al mismo tiempo, sin solución de continuidad- dos cosas muy diferentes, que suelen recibir valoraciones morales tan distintas en la moralidad hegemónica: se utilizan un@s a otr@s, aprovechándose de sus respectivas vulnerabilidades sociales y emocionales (esa abuela que chantajea emocionalmente al hijo de su ex marido merced a tener junto a sí a una de sus hijas, ese padre que enseña a robar a niñ@s que encuentra en la calle,...); pero también se proporcionan cobijo, material y -sobre todo- emocional.

Así, la película transcurre en tres actos radicalmente diferenciados, como decía, por las maneras de su puesta en forma cinematográfica, que condicionan el surgimiento de un tono completamente diferente en cada uno de ellos. El primero es, desde luego, el más extenso, aquel en el que, mediante formas próximas a la comedia (subgénero: comedia familiar) se narra la constitución de la disfuncional (para los ojos hegemónicos) familia y las relaciones afectivas que se desarrollan entre sus miembros.

El tono amable de esta primera parte va ser, sin embargo, prontamente desmentido por lo que narra la segunda parte -mucho más sintética- de la película: la investigación de las autoridades estatales sobre cómo realmente se ha constituido esa familia (gracias a un homicidio, consecuencia de infidelidades y adulterios) y los delitos y diversas ilegalidades a las que vienen dedicándose cada uno de los miembros.

Pero acaso el desarrollo más genial de la narración sea el que se deriva de la tercera -brevísima- y última parte de la película: el momento en el que l@s dos menores que estaban al cuidado de aquella familia (ahora desarticulada, por el imperio de la ley) vienen a reconocer que, pese a todo (pese a todas las manipulaciones de que han sido objeto), gran parte de su educación como individuos, su subjetivación emocional, fue realizada, de manera muy apreciable, en aquel entorno, en apariencia tan contrario -dirían las mentes bienpensantes- a cualquier posibilidad de realización. Así, la película finaliza con un plano que es toda una declaración ideológica: la niña Yuri (Sasaki Miyu), devuelta de nuevo a su familia biológica, y profundamente infeliz y abandonada por ésta, mira ansiosa a través del hueco de la terraza, rememorando (o, tal vez, ansiando que vuelva a repetirse) el momento en que fue encontrada y recogida por aquella familia tan entrañable y criminal.

Una reflexión, pues, profundamente humanista y profundamente crítica (en verdad, disolvente) acerca de la relatividad de las categorías ideológicas a través de las cuales nuestra modernidad (soberbia como es) suele enjuiciar, de manera innecesariamente unidimensional, la enorme ambigüedad y ambivalencia de las interacciones humanas. En especial, cuando dicho juicio está tan cargado (no solo de soberbia, sino, además, también) de contenido de poder como cuando es aplicado a las clases populares, a los grupos más marginados y despreciados. Reconocer estos dos hechos (que los juicios objetivos, basados en conocimiento experto y racional, no siempre aciertan a valorar adecuadamente las relaciones humanas y sus componentes emocionales/ que enjuiciar a los menos poderosos desde posiciones de poder no es nunca un ejercicio neutral, sino que está siempre necesariamente sesgado, en su contra) es algo a lo que narración de Kore-Eda nos conduce de manera natural, a través de las formas cinematográficas que adopta (a través, principalmente, de la comparación y la contraposición), al provocar gracias a ellas nuestro asombro ante estas facetas -que, de otro modo, podrían quedar inadvertidas- de la historia que nos es narrada.




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