Recientemente he visto unas serie televisiva, La zona (Jorge Sánchez-Cabezudo/ Alberto Sánchez-Cabezudo, 2017), y una película, Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, 2016): las dos españolas, las dos basadas en guiones originales, no adaptaciones, las dos con vocación comercial (no experimental), las dos imperfectas; las dos abiertamente adscritas al género del cine de intriga criminal, recurriendo para ello abiertamente a la explotación de sus convenciones más asentadas, tanto en lo temático (investigador(es) que han de luchar contra todo tipo de obstáculos y cuyo esfuerzo y sacrificio les transforma, corrupción institucional, la violencia como manifestación de profundas lacras sociales,...) como en lo formal (aunque, en este sentido, La zona resulte mucho más obviamente manierista que Que Dios nos perdone, por su uso y abuso de iluminaciones siniestras, planos compuestos y montados con vocación de resultar inquietantes, etc.).
Me pregunto, entonces, por qué es tanta la diferencia que en mí producen una y otra obra. Por qué allí donde La zona me deja indiferente, a causa de su evidente amaneramiento (y también, todo hay que decirlo, de lo deficientes que me parecen varias de las interpretaciones de sus actores y actrices protagonistas), en cambio, Que Dios nos perdone me conmueve. (Me conmueve, claro está, hasta el punto -siempre limitado- en que puede hacerlo un mero ejercicio de (re-)manipulación de tópicos narrativos. Me conmueve, en cualquier caso, por su capacidad para representar del modo más potente la violencia: la violencia, en todas sus manifestaciones.)
Reflexionando, entonces, me parece evidente que la diferencia capital entre ambas obras estriba en dos aspectos, que salvan a la segunda (aun siendo imperfecta, cuando menos por lo que hace a su guión, lleno -desde un punto de vista convencional- de "agujeros") allí donde la primera naufraga en el mar de los tópicos:
1º) En el desarrollo dramático de la historia narrada (así como en la composición interpretativa de los personajes), Que Dios nos perdone apuesta por abrir en canal y exponer crudamente el círculo infernal de la violencia, en el que todos los personajes protagonistas se hallan, irremisiblemente, enredados: no se trata tan sólo del asesino (Javier Pereira), sino que los dos policías que investigan sus asesinatos (Antonio de la Torre y Roberto Álamo), de maneras diferentes, se hallan ambos igualmente enredados en dicho círculo. Y, como la película muy bien representa, jamás serán capaces de salir de él. Pues, en realidad, es toda una sociedad (tensionada, en plena crisis socioeconómica, desalentada por el fracaso institucional colectivo que experimenta) la que se halla al borde de -o acaso ya en plena- explosión de violencia.
En este sentido, la violencia, en Que Dios nos perdone resulta mucho más inquietante que en La zona, puesto que en aquella la salvación resulta verdaderamente inimaginable. (Sin un cambio colectivo, sin una transformación social, que la represión y fracaso del movimiento 15-M -que aparece como trasfondo sociopolítico de la violencia de clase del asesino en serie protagonista- vuelve improbable...)
2º) Por otra parte, en su formalización audiovisual, Que Dios nos perdone, que sin duda alguna bebe también de la tradición genérica del cine criminal, renuncia, sin embargo (al contrario que La zona), a satisfacer plenamente la pulsión espectatorial por re-experimentar la contemplación de imágenes (composición de planos, iluminación, secuencias de montaje, acompañamiento de música extradiegética) mil veces ya vistas y disfrutadas en anteriores muestras del género. Opta, en cambio, por una formalización aparentemente más simple, en la que la atención se dirige más a lo mostrado que a las maneras de la mostración. Eso sí, decidiendo en cada momento (y, con ello, demostrando que la aparente simpleza no es tal) cómo ha de ser tal mostración, para producir la mayor impresión: la más ajustada representación de esa violencia omnipresente que constituye el leit-motiv de la película.
Manierismo, pues, frente a eficacia narrativa, a través de la transparencia. Impotencia de la narración, frente a la representación ajustada de unos personajes, de unas situaciones y de un trasfondo social. Desolación impostada, frente a la representación verosímil de la desesperación .
...o de cómo construir narraciones estéticamente (y, por ende, políticamente) valiosas, aun a partir de las convenciones; o, en cambio, limitarse a navegar por estas, reactivándolas una vez más, pero de un modo que se revela inútil, puesto que no es capaz de aportar ninguna nueva revelación a lo que ya conocíamos a través de ellas.