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sábado, 26 de noviembre de 2016

A quiet passion (Terence Davies, 2016)


Parece que A quiet passion pretende ser algo más que un mero biopic (aunque, en cierta medida, también lo sea, pueda ser adscrita al género): pretende ser un auténtico retrato espiritual de Emily Dickinson. Narrarnos, pues, algo más que su vida: narrarnos el devenir de su mente, de su identidad, de su ubicación en el mundo (social) de su tiempo.

Para lograr tan ambicioso propósito, Terence Davies se vale de una notable combinación de recursos formales. Así, de una parte, explota la narración de escenas (reales o imaginadas, tanto da) de lo que pudo haber sido la existencia de la escritora norteamericana: las relaciones con sus padres, con sus hermanos, con los hombres, con la sociedad de su tiempo,...

Sin embargo, si A quiet passion se limitase a esto, a narrar algunas -necesariamente selectivas- anécdotas de la vida de un personaje célebre, nos hallaríamos ante uno más de tantos biopics apenas relevantes. La cuestión, empero, es que el director británico opta por emplear la narración de escenas diegéticas únicamente como punto de anclaje (como anclaje clásico, convencional, podríamos decir) de un proyecto de narración audiovisual mucho más ambicioso, omnicomprensivo, integral. Un proyecto en el que la diégesis se constituye exclusivamente en la base de una elaboración narrativa mucho más profunda.

Así, la diégesis narrativa es detenida (y completada, y dialécticamente puesta en cuestión, y/o rellenada de significación,...) por dos tipos de recursos adicionales. Primero, por secuencias en las que la cámara de Davies, detenido el curso de las acciones, de dedica a explorar, en largos planos y lentas panorámicas, el cuadro constituido por los personajes puestos en situación. Unos personajes (en el salón de su casa, por ejemplo) que parecen quedar paralizados, y su tiempo congelado, mientras los planos se ralentizan morosamente en la exploración del cuadro así constituido. De este modo, las escenas, así detenidas, se vuelven necesariamente -antes que piezas de un curso de acontecimientos- objetos de la interpretación, del análisis. Emily Dickinson aparece, pues, en su medio social, interactuando con sus coetáneos, pero lo que Davies nos fuerza a ver no son tanto las acciones de unos y de otros, cuanto las posiciones relativas que todos ellos ocupan en el espacio. Y es que -parece querer decirnos- tan importante, para definir qué es lo que somos, como lo que hacemos, o más, es determinar dónde (dentro del mundo social estamos ubicados). Dónde estaba Dickinson, mujer entre varones, artista entre filisteos,...

El tercero y último de los elementos que completan esta peculiar narración biográfica es el empleo abundante y, al tiempo, libérrimo de las poesías de Emily Dickinson para provocar la sobreinterpretación de las escenas que estamos contemplando. No existe, en efecto, ninguna correlación lógica entre el significado "puro" de cada escena y aquellos versos que el director elige para que sean recitados en over por su protagonista. ¿Exploración en la corriente de conciencia de la escritora, en su subconsciente? ¿Interpretación impuesta desde fuera por el director? Sea como sea, lo cierto es que este recurso adicional no resulta en absoluto gratuito, ni un mero ornamento, en el contexto de la narración de la película. Antes al contrario, conduce la mirada del/la espectador(a) en direcciones muy específicas, y significativas, a la hora de buscar -como necesariamente hará- un sentido a la existencia narrada.

Lo que a través de tales procedimientos formales (de notable riqueza) se obtiene es un retrato polifacético de Dickinson. Un retrato que, no obstante, se centra especialmente en su condición de mujer, y de mujer culturalmente aislada de un medio social que, aunque bastante tolerante en términos generales, apenas podía comprender la persecución de la belleza y de la aprehensión del sentido de lo existente, y de la existencia, por parte de la poeta.

Aislamiento, pues, soledad, dolor. Pero también fascinación y capacidad para abandonar las torpezas de la vida cotidiana, para explorar universos (imaginarios) inusitados y riquísimos. Entre ambos lindes tuvo lugar la vida de Emily Dickinson. Quiero decir: la vida verdadera, la que ella quiso experimentar -nos dice la narración- como tal. La vida de su espíritu, en flagrante contradicción con el tiempo, el lugar y el medio en el que le tocó vivir, pero siempre abierta, y abismándose, en nuevas y brillantes experiencias y sensaciones. Al cabo, tal vez Dickinson no fue tan desgraciada, si es que en verdad pudo tener todo eso...




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