En el marco de la indudable renovación teórica y recuperación de la prominencia política de las ideologías conservadoras que ha tenido lugar (aun con la inevitable irregularidad -avances, retrocesos, derivas, desviaciones,...- que cualquier proceso histórico conlleva) en Occidente a partir de los años setenta del pasado siglo, una de las manifestaciones más visibles ha sido, desde luego, el desarrollo de nuevas formas de punitivismo.
Nuevas, porque en realidad el punitivismo (el mito del recurso a la represión penal como herramienta privilegiada para enfrentar los problemas sociales) nunca ha declinado, tan sólo ha ido variando de rasgos y de modos de manifestarse. Nuevas también, porque, pese a dicha continuidad histórica, lo cierto es que el punitivismo contemporáneo ha adoptado formas características: en el plano de la racionalidad instrumental, por su renuncia (nunca completa, pero sí sustancial) al objetivo correcionalista (definido al modo tecnocrático) propio de la ideología del punitivismo bienestarista, y su opción por la estrategia -en principio, más modesta- de mero control de los riesgos derivados de la desviación social; y, por lo que hace a su discurso justificativo, por vincular expresamente su legitimidad a su origen democrático (la pena como expresión de la indignación moral ciudadana y como representación de la voluntad popular) a su justicia (la pena como retribución justa al mal causado). Rasgos todos ellos que han acabado por estar presentes (como siempre ocurre en política: en una medida variable, dependiendo de momentos y de lugares) en buena parte de las políticas criminales contemporáneas (al menos, en los estados económicamente más desarrollados, precisamente allí donde la ideología del "Estado del bienestar" había llegado a cobrar más influencia, también en el ámbito del Derecho Penal).
Después de los primeros momentos de sorpresa y desconcierto, la reacción teórica a esta evolución de las políticas criminales contemporáneas ha transitado por, al menos, cuatro caminos diferentes, todos ellos de interés. Uno primero ha sido el de revisar críticamente las políticas criminales propias del Estado del bienestar, intentando identificar sus carencias y contradicciones, con el fin de abrir espacio para una política criminal que sea, al tiempo, progresista y realista. Otro segundo se ha encaminado a desmontar las bases fácticas sobre las que, pretendidamente, las nuevas políticas criminales punitivistas se apoyan, poniendo de manifiesto las trampas y mentiras subyacentes a sus argumentos. Una tercera vía de reflexión crítica sobre el punitivismo ha revestido un carácter esencialmente normativo: discutir acerca de qué teoría de la justicia penal resulta admisible, y compatible con los valores propios del liberalismo, del republicanismo, de los derechos humanos, etc. (Yo mismo he trabajado en este último ámbito.)
Por fin, el cuarto camino ha sido y es el del análisis descriptivo, sociopolítico: examinar la manera en la que las políticas y los discursos punitivistas son construidos. Los cursos causales que conducen a la generación de ideología punitivista y aquellos otros que hacen que se aprueben y/o se apliquen políticas criminales de esta índole.
Dentro de esta última línea de reflexión teórica crítica, un espacio muy importante está ocupado hoy por aquellos estudios que buscan vincular la naturaleza de los debates político-criminales y de las decisiones en ellos adoptadas con las características propias del proceso político. Expresado en otros términos: una investigación politológica acerca del origen y configuración, dentro del proceso político, de las políticas criminales.
El libro de Vanessa Baker que hoy comento, The Politics of Imprisonment (Oxford University Press, Oxford/ New York, 2009), se mueve claramente dentro de esta línea de investigación. En concreto, el trabajo consiste en un estudio comparado de la evolución de la política criminal en tres estados diferentes de los Estados Unidos de América (California, Washington y New York) y la puesta en relación de dicha evolución con las características del proceso político en cada uno de ellos.
Las conclusiones obtenidas van en la línea de las derivadas de otros estudios similares de casos (pienso, por ejemplo, en el libro de David A. Green, When Children Kill Children: Penal Populism and Political Culture): que existe una vínculo evidente entre la naturaleza más o menos consociativo de un sistema político y el menor o mayor punitivismo (neo-punitivismo) que promueven sus políticas criminales. A mayor de grado de consociativismo, menos neo-punitivismo; y viceversa.
(Obsérvese, sin embargo, que, como la ciencia política viene a poner de manifiesto, el consociativismo no equivale necesariamente a un mejor reparto del poder político. Al contrario, por sí mismo, tan sólo implica un determinado modo de -bien o mal- repartirlo: a través de negociaciones y de la cooperación entre diferentes agentes políticos, en vez de mediante enfrentamientos abiertos de los mismos. Así, el consociativismo permite democracias -y, en consecuencia, también políticas criminales- más participativas, pero también más elitistas.)
De hecho, los tres estudios de casos que aparecen en el estudio obedecerían a (aproximaciones bastante perfectas a) los tipos ideales de una democracia consociativa participativa (Washington), una democracia consociativa elitista (New York) y una democracia más conflictualista (California). Dando lugar, respectivamente, a políticas criminales poco punitivistas, a políticas criminales radicalmente diferenciadoras (punitivismo selectivo) y a políticas criminales extremada e indiscriminadamente punitivistas (California).
En último extremo, las conclusiones del libro vienen a abundar en una idea que ya desde hace tiempo me viene rondando (que he expresado ya en alguna entrada de este Blog y que será objeto de un artículo de investigación que actualmente elaboro): la de que, justamente porque las políticas criminales tienen por principales destinatarios los sujetos más excluidos del proceso político, discutir acerca de la calidad de las políticas criminales significa, casi inevitablemente, discutir también sobre la calidad, e inclusividad, del proceso democrático, en un lugar y en un momento dados. Que neo-punitivismo y democracia de baja calidad van de la mano. Y que, por consiguiente, también deberán irlo la crítica al punitivismo y la lucha por la "democracia real".