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domingo, 20 de diciembre de 2015

El clan (Pablo Trapero, 2015)


En El clan, Pablo Trapero adopta tres decisiones (una de índole dramático y dos de índole formal) que vertebran de manera radical el planteamiento de esta película sobre la traumática salida de la dictadura argentina, los huecos oscuros en los que se albergó a buena parte de los cómplices de la represión, su impunidad y su devenir posterior, etc. La primera de dichas decisiones consiste en concentrar las escenas de la narración en la vida familiar del líder de la banda de secuestradores y en la manera en la que esa familia normal, pero con ocupaciones que distan de serlo, maniobra para preservar (o fingir que preserva) su normalidad. Es decir, el director opta abiertamente por orillar en buena medida las estructuras sociopolíticas de la represión y de la impunidad /(que en la película aparecen únicamente como contexto, al fondo de la trama), para concentrar su atención más bien en la corrupción moral que necesariamente conlleva implicarse en dicha actividad: una corrupción que se pone de manifiesto mediante el hábil recurso de insertarla en el marco de esa institución aparentemente tan respetable y moral que es la familia nuclear contemporánea.

De este modo, la narración se desenvuelve a través del recurso a la retórica de la antítesis, del contraste violento: el padre avisando de que la comida está en la mesa/ el mismo padre llevando comida al rehén encerrado en el desván, el hijo participando en una fiesta juvenil/ el mismo hijo actuando como cómplice del secuestro de uno de sus compañeros,... Una retórica que, evidentemente, pretende provocar en el/la espectador(a) un efecto de choque: enfatizando así, desde el punto de vista del propio narrador, si no la sensación de repugnancia moral, sí cuando menos la de extrañeza. En este sentido, se puede, o no, entrar en el juego retórico del director. En mi caso, confieso que, en arte, no comparto esa tendencia a adoptar, por parte de la voz narrativa, un punto de vista "moralmente superior", que observa al otro como principalmente extraño. Y que, precisamente por ello, renuncia a intentar comprender, en vez limitarse a generar escándalo y repugnancia. (Una posición demasiado cómoda y complaciente para un artista, diría yo: una obra de arte no es un tribunal de justicia ni un confesionario, sino, en el mejor de los casos, ese espejo al borde del camino que buscaba Stendhal...).

Las otras dos decisiones que configuran la película, las de naturaleza formal, resultan coherentes con el planteamiento dramático adoptado (y, por ende, también cuestionables, en la misma medida en que aquél pueda serlo). La primera es optar por una formalización visual que podríamos caracterizar de "bronca" en su textura: una manera de componer los planos, una iluminación y un montaje que, en alguna medida, reproduce deliberadamente unas formas visuales "anticuadas", propias de la época en la que la historia narrada está ambientada, y que, además, vienen a generar inquietud y extrañeza. Formas extraídas, en suma, del thriller más bronco y "desaliñado" de los años setenta y ochenta del pasado siglo. Formas que, en vista de la naturaleza de la historia narrada, pretenden ubicarnos en un espacio de amoralidad, de inquietud, de desequilibrio, de extrañeza, de inestabilidad; de puesta en cuestión de las bases morales más asentadas de la convivencia.

Y, en fin, otro tanto sucede con la forma de configurar la banda sonora: el uso y abuso de música rock, con un volumen más bien estridente, como fondo sonoro, mayormente extradiegético, viene a intentar completar el efecto que las formas visuales (y, en realidad, ya la trama dramática misma) pudieran producir.

Puede decirse, pues, que El clan es una película muy bien narrada, desde el punto de vista formal, que ha de suscitar, sin embargo, algunas dudas desde un punto de vista estético (global): a causa, sobre todo, de su opción por eludir las partes acaso más interesantes de la historia narrada, prefiriendo adoptar un punto de vista narrativo cuestionable; y también, tal vez, por su excesivo alarde formalista, efectista, a la hora de plasmar en formas audiovisuales la narración.




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