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martes, 6 de enero de 2015

Le Dernier des injustes (Claude Lanzmann, 2013)


La cuestión de la representación cultural (y, en concreto, cinematográfica) del genocidio de la mayor parte de la población judía europea a manos de la Alemania nacionalsocialista ha venido a constituirse, de hecho, en piedra de toque de los debates acerca de cómo representar adecuadamente (desde un punto de vista tanto moral como estético) el mal "absoluto", tal y como hoy en día es concebido: como un conjunto masivo y sistemático de violación de los derechos humanos. En este sentido, es sabido que la posición que Claude Lanzmann ha venido sosteniendo al respecto es que no resulta admisible usar, y abusar, de imágenes (obscenamente) crueles, sino que es preferible acallarlas y, en cambio, otorgar voz de forma predominante -otorgando, pues, de este modo poder- a las víctimas, a su testimonio, a su memoria.

Shoah (1985), el gran monumento cinematográfico que Lanzmann construyó a esa memoria de las víctimas del genocidio judío, se adhería en principio fielmente a este canon estético. Sin embargo, y pese a ello, no dejaba de ser cierto también que la intervención del director acababa por conducir aquella película a un lugar más allá del de la mera memoria: al espacio de la épica. En efecto, Shoah se muestra como un verdadero canto, plagado de emoción y enunciado en nombre de la colectividad, acerca de unos hechos legendarios -aunque también terriblemente reales. Las víctimas entrevistadas nos ofrecen algo así como los diversos actos de la tragedia. Y el coro es aportado por la puesta en forma del director. Épica (una épica tristísima, desde luego), es ciertamente lo que se respira al contemplarla.

Resulta, por ello, cuando menos irónico que, ahora, sea el mismo Claude Lanzmann quien nos invite a aproximarnos a otra forma genérica distinta de representación del genocidio: a la comedia (a la vista de los hechos, necesariamente negra). Entiéndaseme: es evidente que Le Dernier des injustes nada tiene que ver con los penosos (estéticamente, y moralmente repugnantes) intentos de hacer humor -en el sentido más banal del término- con el genocidio judío. Y, sin embargo, cuando reflexionamos sobre lo que nos narra esta película, acerca de las vicisitudes de Benjamin Murmelstein (que fue el último Presidente del Consejo Judío del gueto "modelo" -así rezaba la propaganda nazi- de Theresienstadt, y el único que sobrevivió), comprendemos que su valor -pero también su naturaleza harto discutible- es la aproximación a hechos harto conocidos y terribles (encierro, hambre, miseria, represión brutal, deportaciones, exterminio,...) desde una perspectiva diferente: la perspectiva del actor cotidiano que vivió la experiencia como algo (malo, sin duda, pero también) ambivalente, porque le permitía ejercitar sus grandes dotes como organizador y como líder; y hacer así lo que pretende presentar como un servicio a su pueblo.

De este modo, Le Dernier des injustes, a través de unas entrevistas en las que el entrevistado (dotado de una capacidad dialéctica envidiable) ostenta en todo el momento el mayor grado de control, se convierte de hecho en una sucesión de pequeñas narraciones, de los encuentros e interacciones de Murmelstein con las autoridades nazis, sus intentos para engañarlas, engatusarlas, sobornarlas o (por qué no, también) amenazarlas, merced a los (magros, sí, pero efectivos) recursos a su disposición. Asistimos, así, a una auténtica comedia de enredo (burocrático), narrada en diferido por Murmelstein, quien reconoce que en distintos momentos disfrutó de su trabajo.

Por supuesto, en el marco de esta trama narrativa, las víctimas muertas (todos quienes murieron de hambre, fueron ahorcados o ejecutados con un tiro en la nuca, quienes fueron deportados al Este y gaseados,...) quedan en un segundo plano. Demostrando -una vez más, por si hiciese falta- que la prominencia no es una característica de lo real, sino de su representación: para el Murmelstein de Le Dernier des injustes, las víctimas parecen presentarse tan sólo como un trasfondo, como piezas del tablero del juego que mantenía con las autoridades alemanas. (Acaso también para el Murmelstein real. Pero nunca lo sabremos: uno de los aspectos más intrigantes de la película es la incapacidad de su director para atravesar la máscara que el entrevistado evidentemente porta ante sí y alcanzar a sus verdaderos sentimientos.)

Tan es así que, seguramente consciente de este efecto, el propio Claude Lanzmann (en una de las decisiones, a mi entender, más discutibles de esta tan imperfecta como apasionante película) intercala a lo largo de la entrevista con Benjamin Murmelstein intervenciones suyas, del director, en primera persona, paseando por los lugares de los hechos y narrando algunos de los hechos terribles que allí ocurrieran. Como si, en definitiva, el director (¡y es ésta una enorme diferencia respecto de Shoah!) careciese de la confianza suficiente en su material (la entrevista), en la manera en la que lo ha puesto en forma.

Resultan, sin embargo, esas secuencias protagonizadas por el propio director (y algunas otras complementarias: materiales de propaganda nazis, vistas de los lugares donde los hechos transcurrieron en su estado actual, etc.) la parte más prescindible, por manipuladora, de la película. Porque, en realidad, lo que interesa de ella es más bien esa visión, "sanchopancesca" (el calificativo es del propio Murmelstein), de algo que habitualmente ha sido abordado más bien -como es comprensible- desde la perspectiva retórica del documental expositivo (Nuit et brouillard -Alain Resnais, 1955-, Memory of the camps -Sidney Bernstein, 1985), de la épica (Shoah) o del (melo-)drama (todas las aproximaciones desde el cine comercial). En la novela de Cervantes, Sancho Panza es un personaje que pretende combinar, al tiempo, decencia moral con eficacia pragmática. Y que, debido a ello, se ve sometido a cómicas situaciones: situaciones cuya comicidad se deriva, precisamente, de la notoria incapacidad del personaje para dominar eficazmente aquello que le rodea, a pesar de toda su buena intención.

No es menor mérito de Le Dernier des injustes el haberse atrevido (aun con timideces y contradicciones) a aproximarse al hecho, tal ver terrible, pero indudable, de que aun en la más terrible de las tragedias humanas hay siempre algo de ridículo y de risible. Para alguien, al menos. (Y aquí, por supuesto, como ocurre siempre, la cuestión distributiva no es irrelevante: también entre las víctimas de un genocidio hay clases...)




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