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domingo, 30 de noviembre de 2014

Treme (Eric Overmyer/ David Simon, 2010-2013)


He acabado hace unos días de ver la cuarta y última temporada de Treme. He de reconocer que ella y toda la serie me han gustado mucho, aun cuando, sospecho, no por las razones “correctas”: esto es, por aquellas razones, de índole temática y narrativa, que deberían haber hecho a Treme una serie “especial”; tan especial, al menos, como ha logrado aparecer la otra gran serie de David Simon para HBO , The Wire.

De hecho, sospecho –y es una sospecha que me gustaría compartir con mis lector@s, con el fin de someterla a prueba- que justamente el hecho de que Treme no haya logrado  (ni ante mí ni, más en general, ante el tribunal de la opinión pública) dicha categoría de acontecimiento (cultural) “extraordinario” nos debe permitir detenernos a (re-)considerar con mayor calma las virtudes que en su momento tod@s hemos atribuido a Simon, al calor de la fascinación que en su momento The Wire produjo.

En efecto, Treme es una serie repleta de música, de buena música y de buenos músicos y músicas. Por lo que, necesariamente, ha de fascinar a quien –como es mi caso- se confiese abiertamente melómano y obsesionado por la (buena) música. La serie, en efecto, se articula en realidad, desde el punto de vista narrativo, antes que sobre el aparente entrecruzamiento de historias particulares (para mostrar un cuadro global), siguiendo la tan manida técnica (que Simon emplease ya, de manera mucho más profunda y magistral, en The Wire, pero que también ha utilizado, en buena medida, en sus dos libros de reportajes, Homicide y The corner), a partir de las actuaciones musicales, que interrumpen constantemente el desenvolvimiento dramático de la trama, para presentar lo que de verdad parece ser el auténtico interés de los dos creadores de la serie.

Y es que si algo narra (de un modo que, no obstante, no resulta completamente satisfactorio, como advertiré a continuación) Treme, ello es la experiencia de vivir, de existir, en los intersticios, en los espacios que constituyen (aparentes, al menos) puntos de fuga de los poderes del capitalismo. Como es sabido, la serie está ambientada en el New Orleans posterior a la catástrofe del huracán Katrina y a la negligencia y abandono, clasista y racista, que las diversas administraciones norteamericanas mantuvieron respecto de la castigada ciudad (y no sólo por huracán). Más específicamente, se narran fundamentalmente episodios de la vida de la población afroamericana más pobre y/o castigada por el racismo. Al tiempo que se elabora un panegírico acerca de la capacidad de resistencia de las gentes, para seguir existiendo, en el más amplio y ambicioso sentido de la expresión; es decir, para continuar experimentando experiencias vitales significativas, aun en el peor de los casos, cuando están sometidas a la dominación, la injusticia, la discriminación y la negación de la voz propia.

Treme narra una historia de resistencia y de renacimiento: de los esfuerzos para reconstruir una comunidad, asolada por una catástrofe natural, pero también por el abandono (teñido de racismo y de clasismo) por parte del Estado que, se supone, debería protegerles. New Orleans es el lugar; y el proceso de reconstrucción después de los efectos del huracán Katrina es el momento.

Mas, en realidad, estos datos acerca del momento y del lugar resultan, en buena medida, secundarios, por lo que hace al trasfondo de la historia narrada. No así, sin embargo, en cuanto al modo de narrarla.

En efecto, lo que la serie televisiva cuenta, en definitiva, es la forma en la que una comunidad, en un momento de crisis, se ve afectada por la necesidad de reconstituirse en unas condiciones muy específicas: las propias del capitalismo neoliberal. Una situación en la que el Estado abandona de manera sistemática y deliberada a la ciudadanía más pobre a sus propias fuerzas, representando para ella -otra vez- antes una fuerza represiva que una ayuda. Y una situación en la que ese mismo estado transfiere a empresas capitalistas una parte importante de sus fondos, y de sus funciones, permitiéndolas enriquecerse de este modo, pero otorgándolas además un papel decisivo en la gobernanza de la sociedad. (En la serie, ello tiene reflejo principalmente en las maniobras por parte de las empresas para obtener fondos públicos para la "reconstrucción", y para especular con los mismos en diversas operaciones de remodelación urbanística.)

Y, en este contexto (netamente hostil), la historia que se narra es la de cómo se intentan preservar, pese a todo, los lazos comunitarios y la identidad cultural. Resistir, en suma, al acoso de los poderes sociales.

Obviamente, pues, en la serie, hay "buenos" y "malos". Los "buenos", el pueblo (esa comunidad, afroamericana sobre todo, pugnando por sobrevivir y resistir), son presentados, es cierto, de una manera que acaso resulte excesivamente acrítica, en la medida en que, aun cuando en alguna medida aparezcan de refilón, no se cargan las tintas sobre las relaciones de poder internas existentes dentro de la comunidad "resistente": el sexismo, las diferencias de clase, de nivel educativo, de oportunidades económicas, etc.

Es más fuerte el deseo de los creadores (no en vano entre ellos está David Simon) de llevar a cabo un ejercicio de exaltación populista. Pese a todo, no deja de resultar emocionante contemplar como esa comunidad, dotada de tan fuerte identidad cultural, se esfuerza en resistir, en reconstruirse...

Pero la emoción no surge si se parte únicamente de ideas abstractas (aunque sean ideas acerca de la identidad, de los derechos y de la justicia), sino que, para que empapen las imágenes, debe ser generada, a través de algún recurso retórico. En el caso de Treme, el recurso retórico en cuestión es el empleo, apabullante, de la riquísima tradición musical de New Orleans y de Louisiana, para enfatizar los momentos que se pretende que resulten emocionalmente culminantes en la trama. Así, la serie puede ser vista también -desde una perspectiva menos política- como una reivindicación de tal tradición cultural (no sólo musical), como una llamada de atención sobre el riesgo de su extinción, o de su degradación. Como un monumento nostálgico, en suma.

Yo (que soy perdidamente melómano, y pese a ello) prefiero verla, no obstante (con todas sus limitaciones), del primer modo: más político. Porque también resulta -aun sin ocultar las amenazas- más esperanzador, en su enaltecimiento de la resistencia popular, que cualquier cántico melancólico a las glorias pasadas y en extinción (por muy bien musicalizado que haya sido).

Con ello llegamos al punto crítico. Hay quien ha observado –con razón, según creo- que en Treme existe un notorio desequilibrio entre la habilidad narrativa para retratar con empatía a las “pobres gentes” (por emplear la expresión de F. M. Dostoievski) y la tentación constante de la caricatura y del trazo grueso en el retrato de los poderosos (¡esos especuladores, esos políticos, esos policías violentos, racistas y corruptos!). Ello, a mi entender, sin embargo, no puede ser confinado sin más al capítulo de los defectos del narrador, sino que, a mi entender, hace relación, bastante intensamente, con lo que parece constituir la ideología subyacente a toda la obra narrativa de David Simon.

Y es que no debemos olvidar que Simon no es, desde un punto de vista ideológico, un anticapitalista, sino más bien un populista, en la vieja tradición norteamericana de populismo. Un populista (ni siquiera me dignaré a referirme a la barata polémica propagandística sobre el término en la España de hoy: ¡éste es un blog serio!) es alguien que no pretende tanto reconfigurar por completo las relaciones de poder y dominación existentes en la sociedad (éste sería un anticapitalista, un antipatriarcal, etc.) como, más bien, dotar, dentro de la estructura social existente, de un mayor protagonismo al pueblo (al pueblo llano, al pueblo “bajo”). Es alguien que pretende recuperar el “viejo y sano sentido común del pueblo”. Que quiere que las instituciones tradicionales cumplan con su “verdadera” función social, recuperándolas de la corrupción introducida en ella por la influencia indebida sobre las mismas de poderes ajenos al pueblo. Que suscribiría, pues, aquello de “Dios, que buen vassalo si ouiesse buen sennor!”.


(¿Le suena a alguien todo esto, a política española actual?)

Por supuesto, casi todos los elementos del pensamiento populista (que existía mucho antes de que Ernesto Laclau llevase a cabo un valioso intento para reutilizar sus claves semánticas y elementos discursivos para elaborar un discurso de izquierdas post-marxista –vale decir, un discurso de izquierdas sin un sujeto antagonista predefinido) resultan ser esencialmente ideológicos, fantasiosos: nunca han existido instituciones sociales primigenias e incontaminadas, ni se conoce el “sano sentido común del pueblo”, etc. No importa: el populista sostendrá que la invocatio ad populum contribuiría a resolver (o, cuando menos, a disminuir de forma fundamental) los dilemas a los que ha de enfrentarse la existencia contemporánea, sujeta a un intenso régimen de colonización por parte de los poderes sociales, cada vez menos autónoma y menos significativa. No haría falta, pues, el esfuerzo (costoso, improbable, imprevisible) en la construcción de utopías, en las praxis para su actualización cotidiana y en la transformación de las estructuras sociales. Otro mundo mejor es posible, y (casi) sin costes; porque en realidad está ya en éste: tan sólo habría que saber hallarlo, recuperarlo.

David Simon es, sin duda, uno de estos populistas: ha venido a reivindicar las “viajas y buenas instituciones” norteamericanas. ¡Como si alguna vez hubiesen existido! (Al fin y al cabo, en los Estados Unidos de América tenemos un registro histórico casi completo desde sus inicios, lo que nos permite afirmar con plena certidumbre que las instituciones sociales norteamericanas –como las del resto del sistema-mundo capitalista estuvieron siempre al servicio de los intereses –colonización, esclavismo, acumulación de capital “independencia”, expansionismo imperialista- de las élites de las colonias.) Así, en The Wire, lo hizo ya, en relación con las instituciones urbanas y comunitarias de la ciudad, así como con esa “otra policía” que, según él, era y sigue siendo posible (véase Ryan Brooks: The Narrative Production of “Real Police”, en Tiffany Potter/ C. W. Marshall (eds.): The Wire. Urban Decay and American Television, Continuum, New York, 2009, pp. 64 ss.).

Pero, en realidad, no era este tinte populista el que proporcionaba su grandeza a The Wire (tan sólo grandes poetas como John Ford –y David Simon no lo es- son capaces de hacer gran arte con mera ideología), sino más bien su capacidad para retratar al sufriente subproletariado afroamericano, aherrojado por la lucha de clases y por el racismo.

Treme, en cambio, no posee (¡excepto en las actuaciones musicales!) descripciones de esta índole que rediman a la serie de su esencial populismo… y, por ende, de su simplismo, y de su naturaleza esencialmente ideológica. Y, debido a ello, su impotencia en tanto que obra de arte.

Miserias, pues, del populismo, y de la ideología: no sólo en la praxis política, sino también a la hora de encarar la representación dotada de vocación estética, ambas revelan antes sus limitaciones en tanto que discurso que cualquier proposición relevante acerca de la realidad. 




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