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martes, 12 de agosto de 2014

Discutiendo acerca de la represión penal del derecho de huelga (y 3): en qué se distingue a un(a) jurista de izquierdas de quienes no lo son (a la hora de interpretar)

(...es continuación)

10. Tercera discrepancia: ¿Sobre qué versa la política criminal?

Un tercer punto de discrepancia parecía estar también planeando sobre nuestra discusión: éste, relativo a qué es un argumento político-criminal (aceptable). Pues, en efecto, mi adversario parecía distinguir (aun cuando no sé si era perfectamente consciente de ello) entre "argumentos político-criminales" y argumentos políticos. Es decir, como si fuese posible establecer una separación nítida entre dos ámbitos distintos del discurso.

Si nos tomamos en serio el argumento (y no como un mero truco retórico), habría que retrotraerlo al momento del surgimiento, en la Alemania del siglo XIX, de la Kriminalpolitik, concebida como una técnica para el estudio, la evaluación y la propuesta de actuaciones, al servicio de la eficacia de la acción política represiva del Estado prusiano. Es decir, a un momento en el que la discusión político-criminal es concebida esencialmente como una discusión técnica (sobre los medios más eficaces y eficientes), porque los fines resultan indiscutibles: porque son comúnmente compartidos por todos quienes toman parte en la toma de decisiones (no lo olvidemos: la Prusia y el Imperio alemán de finales del siglo XIX son estados oligárquicos).

Justamente, este señalamiento de los orígenes históricos de la concepción "técnica" (y aun tecnocrática) de la política criminal viene a poner de manifiesto, me parece, qué es lo que no resulta adecuado en este género de objeciones. Porque, en realidad, hoy, resulta de todo punto inimaginable que podamos pretender discutir sobre cuestiones político-criminales sin debatir, al tiempo, sobre medios, sí, pero también sobre los objetivos perseguidos: sobre su realizabilidad, claro, pero también sobre su justificación, moral y política. O, por mejor decir: en realidad, no resulta inimaginable, puesto que sigue habiendo demasiados juristas alérgic@s a hablar de "moral" o de "política" cuando de Derecho -¡y de Derecho Penal!- se trata (sin duda alguna, por un exceso de influjo -mayoritariamente inconsciente- del positivismo ideológico en su formación); lo que resulta es inaceptable, ya que significa dar por supuesto que la fijación de los objetivos del Derecho es algo no sujeto a discusión racional (léase: que decide quien ostenta el poder, sin dar cuenta a nadie), o sobre lo que existe una opinión prácticamente unánime.

La cuestión cobra particular relevancia cuando se trata (no de discutir su justificación, sino) de interpretar las leyes. Hoy es opinión comúnmente aceptada -en teoría, al menos- entre l@s penalistas la que Claus Roxin ha venido manteniendo de que la elaboración dogmática debe verse orientada en todo caso de manera decisiva por consideraciones de índole político-criminal: por la solución que se otorga al problema -al caso- que se discute. Sin embargo, en buena parte de las ocasiones, esta tesis metodológica de principio se ve vaciada de contenido, en la práctica, por el hecho de que la concepción que se maneja (muchas veces de una manera meramente implícita, pero efectiva) de lo que sea un argumento político-criminal relevante resulta extremamente pobre, precisamente porque se orillan casi por completo las consideraciones de naturaleza moral y política, las cuestiones referidas a los objetivos legítimos que puede perseguir la ley penal, y que deberían orientar su interpretación.

Así, volviendo a nuestro ejemplo, una interpretación estándar (=conservadora) del art. 315.3 CP partirá de su tenor literal, examinará su coherencia sistemática (de manera limitada, como hemos visto: en relación con el resto del Código Penal, pero no respecto de otras normas, superiores, del ordenamiento). Y, puestos a argumentar de modo valorativo y teleológico, se limitará a tomar en consideración aquello que el legislador ha tenido a bien definir como "bien jurídico protegido" (la libertad individual del/a trabajador(a) para participar o no en una huelga) para resolver algún caso dudoso que pueda suscitarse. Es decir, nuestr@ jurista estándar (=conservador(a)) en ningún momento entra a examinar críticamente si ese pretendido bien jurídico protegido merece, en verdad, desde el punto de vista moral, protección; o si, por el contrario, cabe defender una política alternativa (y más justificada moralmente) que lleve a interpretar de otro modo (siempre en sentido restrictivo, puesto que ir más allá del tenor literal, aun si resultase político-criminalmente indicado, queda vedado por el principio de legalidad penal).

Es justo por ello por lo que es@ jurista puede sostener que una conducta meramente intimidatoria (no violenta) debe ser subsumida en este tipo penal: porque resulta compatible con el tenor literal del precepto, porque podría haber razones sistemáticas, internas al Código Penal, para mantener tal interpretación (pero no, como vimos, en cambio si se toma en consideración -como se debe- el conjunto del ordenamiento jurídico). Y, sobre todo, porque, si se acepta como incuestionable la idea de que la libertad individual de cualquier trabajador(a) ha sido "consagrada -el término no es inocente- por el legislador" como "bien jurídico protegido" por el delito del art. 315.3 CP, entonces no hay razón alguna que obligue a hacer distinciones e interpretaciones restrictivas.

En cambio, si -como es mi caso- se parte de la base de que la política criminal es un discurso (no sólo técnico, sino también) atinente a los objetivos moralmente justificados de la legislación, entonces cabe comenzar por poner en cuestión (con argumentos morales y políticos) ese pretendido bien jurídico. Cuestionar, en efecto, que cualquier actuación que afecte a la libertad individual (negativa) de un(a) trabajador(a) que no quiere participar en una huelga tenga que ser por principio reprimida (puesto que, como señalé, puede haber algunas que queden justificadas, total o parcialmente, por constituir ejercicio de un derecho humano). Y, consiguientemente, en sede de interpretación, justificar, con argumentos valorativos y teleológicos, una interpretación mucho más restrictiva del tipo penal (además de una crítica a su configuración, y posibles propuestas para su reforma).


11. Cuarta discrepancia: Qué es interpretar una norma jurídica

Acabo, por fin, refiriéndome brevemente a una última discrepancia en relación con el concepto y el método de la interpretación jurídica. Y es que, a pesar de todo el desarrollo que han experimentado la teoría y la metodología del Derecho (en particular, en relación con la cuestión de la interpretación), uno, cuando participa en discusiones como la que he venido describiendo, sigue teniendo la sensación de que demasiad@s juristas siguen manteniendo (no sé si conscientemente o sin darse cuenta de ello), a la hora de interpretar, una actitud que habría que calificar de literalista e intencionalista. Literalista: el Derecho que hay que interpretar es exactamente el conjunto de frases recogidas en los textos legales. E intencionalista: para interpretar dichos textos, hay que estar a su significado; y, en lo que haya dudas, a la intención de sus autores (el "Legislador" -así, en singular y con mayúscula).

No entraré a discutir el primero de los presupuestos, el literalista, pues, aunque me parece excesivamente limitado como teoría del Derecho (puesto que parece obvio que, en tanto que fenómeno social, el Derecho está compuesto por muchos más elementos que los textos legales, también en ordenamientos tan legalistas e hipercodificados como los contemporáneos), puede resultar un punto de partida saludable a efectos interpretativos, desde una perspectiva positivista estricta (lo que Bobbio denominó "positivismo metodológico").

Sin embargo, el presupuesto intencionalista sí que ha de ser denunciado, como erróneo y, sobre todo, como ideológico. Erróneo: una norma jurídica, una vez puesta (por el legislador o por quien ostente la competencia para ello) e incorporada así al ordenamiento, se constituye en una regla (de resolución de conflictos) que ha de ser empleada por terceros, completamente ajenos a sus autores, y que no les deben ninguna deferencia: desde luego, los destinatarios de la norma, pero también los órganos competentes para su aplicación. Los jueces y tribunales, en efecto (en el caso del Derecho Penal), deben deferencia a la norma misma (mejor: al ordenamiento jurídico en su conjunto), mas no a los órganos legislativos. Y menos aún a su supuesta intención. (Una intención que, además, es más entelequia que otra cosa, en procesos, como los legislativos, largos, complejos, con participación de numerosas personas y grupos, con pluralidad de agentes, intereses, valores en conflicto, de cuya interacción acaba derivándose -por caminos a veces procelosos- el texto legal definitivo.)

Pero es que, además, en la práctica, el presupuesto intencionalista opera fundamentalmente como un recurso ideológico, para naturalizar y revestir una realidad mucho más siniestra, y moralmente inadmisible: la pretendida deferencia con la "intención del Legislador" se convierte, en la práctica, en renuncia a la reflexión político-criminal y en sumisión a los objetivos políticos (estos sí, concretos y determinables) de quien gobierna; o, a veces, peor aún, de quien manda sin ostentar legitimidad política alguna, de los poderes sociales.

Así, un(a) jurista estándar (conservador(a)) asumirá como incuestionables los objetivos político-criminales de quienes gobiernan (y/o mandan): asumirá, por ejemplo, que hay que perseguir a los miembros de piquetes, porque interfieren en la libertad individual de l@s trabajador@s para decidir si participan o no en una huelga, y esto es inaceptable (desde una concepción liberal individualista de la libertad). Y, al interpretar el tipo penal del art. 315.3 CP, hará valer este objetivo político-criminal (esta pretendida "intención del Legislador") en sus interpretaciones -extensivas- del precepto.

En cambio, un jurista de izquierdas cuestionará, primero, como señalé más arriba, que tales objetivos político-criminales resulten moralmente legítimos. Rechazará, después, que tenga ninguna obligación, en tanto que intérprete (aun si se trata de un intérprete institucional, de un(a) juez), de aceptar los objetivos que la mayoría parlamentaria que dio lugar a la aprobación del precepto en su configuración actual tenía en mente como intención principal para su creación. Rechazará igualmente que tenga ninguna obligación de hacer suyas las preocupaciones u objetivos del gobierno actual, que en nada le vinculan. Y, en fin, buscará la interpretación más justa posible, desde el punto de vista moral, de la norma. (Siempre con el límite máximo de no caer en ningún caso, ni siquiera aunque fuera lo que la justicia demanda, en una aplicación analógica in malam partem.) Que es lo que hemos intentado hacer aquí, justamente.


12. Para concluir: ¿son posibles l@s (buen@s) juristas de izquierdas?

Acabo ya. En esta segunda parte de mi análisis, he intentado poner de manifiesto los modos en los que (no sólo los argumentos de fondo, sino también) el método de interpretación del Derecho se ven afectados por las tomas de posición políticas del/a jurista.

Entiéndaseme: no se trata de que exista una correspondencia perfecta entre ideas políticas y metodología jurídica, puesto que es obvio que caben toda suerte de combinaciones (¡algunas, ciertamente, más bien contra natura!). Pero sí que ocurre que, cuando las tomas de posición son coherentes, es decir, cuando existe un auténtico compromiso moral (en ese sentido radical en el que hablaban de compromiso Jean-Paul Sartre Albert Camus) detrás de las mismas, ciertas actitudes metódicas se abren necesariamente paso.

En último extremo, se habrá podido comprobar, todo depende de la actitud que uno adopte hacia la cuestión del positivismo ideológico (y, por lo tanto, hacia la cuestión de la obediencia al Derecho): un jurista de izquierdas, creo yo, no debería nunca comulgar (¡ni siquiera en en el seno de un régimen político o con un gobierno que se pretenda emancipador y de izquierdas!) con la tesis de que el Derecho es justo por ser Derecho. Y, por consiguiente, nunca debería sentirse moralmente obligado a obedecer el Derecho por el hecho de serlo.

Y, si esto es así, entonces el Derecho realmente existente (aun el más justo imaginable) no deja de ser nunca más que una herramienta: una herramienta para intentar obtener soluciones justas a conflictos sociales. Y como tal herramienta debe ser tratada.

Así, un jurista de izquierdas debe ser (en vez de un jurista adepto al positivismo ideológico) un jurista instrumentalista: alguien que explora las potencialidades de la herramienta jurídica para obtener soluciones moralmente justas (o menos injustas) a conflictos sociales.

Con esto, desde luego, no se pretende desmerecer el valor propio de la dogmática jurídica, ya que, como ocurre con cualquier herramienta, también el Derecho precisa de los conocimientos técnicos adecuados para saber emplearlo (con vistas a ese fin moral) con eficacia. (Habrá, pues, y hay, buen@s juristas de izquierdas, pero también juristas de izquierdas perfectamente inútiles.) Sí que, sin embargo, debe llevarnos a desconfiar de cualquier veleidad tecnicista, o tecnocrática: desconfiemos, sí, siempre de quienes pretendan hacernos aceptar que la técnica -aquí, el Derecho- posee un valor moral propio, porque siempre nos estarán intentando colocar un trampantojo, con fines ideológicos, sean o no conscientemente perseguidos.

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