7. "Derecho" vs. "política"
Contaba el otro día cómo, a raíz de la publicación de un artículo mío en Eldiario.es (que puede leerse también en este Blog) criticando el modo en que los tribunales penales están aplicando el delito de coacción a la huelga del art. 315.3 del Código Penal, he tenido una animada discusión -a través del correo electrónico- con un colega que discrepa hondamente de mi opinión y de mi propuesta de interpretación restrictiva del tipo penal en cuestión. En la entrada anterior expuse cuáles eran sus objeciones y cuáles, a mi entender, las réplicas que cabe hacer a las mismas, y que me hacen reafirmarme en mi opinión (fundamentada, a la vez, en consideraciones tanto de índole política como de índole jurídica) de que los tribunales se están equivocando, al interpretar de forma irracionalmente (injustificadamente) extensiva un precepto que ya de por sí, en su configuración concreta, resulta en todo caso discutible. Con el gravísimo efecto de estar restringiendo de forma completamente injustificada el ejercicio de un derecho fundamental, de un derecho humano, al cernerse sobre quienes participen en una parte importante de las acciones necesarias para dicho ejercicio del derecho -la participación en piquetes- la amenaza de la represión penal.
Contaba el otro día cómo, a raíz de la publicación de un artículo mío en Eldiario.es (que puede leerse también en este Blog) criticando el modo en que los tribunales penales están aplicando el delito de coacción a la huelga del art. 315.3 del Código Penal, he tenido una animada discusión -a través del correo electrónico- con un colega que discrepa hondamente de mi opinión y de mi propuesta de interpretación restrictiva del tipo penal en cuestión. En la entrada anterior expuse cuáles eran sus objeciones y cuáles, a mi entender, las réplicas que cabe hacer a las mismas, y que me hacen reafirmarme en mi opinión (fundamentada, a la vez, en consideraciones tanto de índole política como de índole jurídica) de que los tribunales se están equivocando, al interpretar de forma irracionalmente (injustificadamente) extensiva un precepto que ya de por sí, en su configuración concreta, resulta en todo caso discutible. Con el gravísimo efecto de estar restringiendo de forma completamente injustificada el ejercicio de un derecho fundamental, de un derecho humano, al cernerse sobre quienes participen en una parte importante de las acciones necesarias para dicho ejercicio del derecho -la participación en piquetes- la amenaza de la represión penal.
Hoy quisiera referirme, sin embargo, a una segunda parte de la discusión, de naturaleza ciertamente mucho menos concreta. Y ello, tanto por ir referida, de una parte, a cuestiones relativas a la teoría del Derecho y a su metodología (que suscitan necesariamente problemas de índole más abstracta) como, de otra, por el hecho notable de que en ningún momento tales cuestiones fueron planteadas de manera abierta en la discusión, sino que la sobrevolaban, de manera sibilina, pero callada. Y solamente ahora, en virtud de una voluntad -y un interés- míos conscientes, pasarán a hacerse explícitas. Lo cual, como luego argumentaré, no deja de resultar también en extremo revelador.
Y es que mi colega, ante las réplicas que elaboré para responder a sus objeciones en contra de mi propuesta interpretativa (y que he expuesto en la entrada anterior), acabó por acusarme -cordialmente, claro, pero la acusación era explícita- de "no estar haciendo Derecho, sino política"; y de hacer una lectura "político-ideológica, en vez de dar argumentos dogmáticos y político-criminales". Y, en definitiva, de no estar respondiendo, con mis réplicas, verdaderamente a sus objeciones.
Confieso que los tres reproches me dejaron más bien confuso. Intenté, entonces, volver a explicar mis argumentos. Pero, al cabo, después de varios intercambios de mensajes, llegué a la conclusión de que era inútil: mi colega permaneció aferrado a su idea de que mi propuesta interpretativa no era jurídica, sino que obedecía exclusivamente a mis convicciones políticas izquierdistas y pro-sindicales (¡como si ambas cosas resultasen incompatibles!)... por lo que no merecería la pena tomarla siquiera en consideración, por no ser "suficientemente jurídica". Aparentemente no hubo manera -yo no fui capaz, al menos- de convencerle de otra cosa.
Reflexionando, a toro pasado, sobre esta absoluta incapacidad (no para llegar a acuerdos, sino ni siquiera tan sólo) para dialogar, creo haber identificado la fuente de nuestro radical desacuerdo no sólo sobre las soluciones, sino también sobre el tipo de argumentos que eran admisibles en el debate jurídico. Desacuerdo que versaba y versa, me parece, sobre cuatro cuestiones distintas (todas ellas con una enorme carga de índole teórica y/o metodológica), que a continuación paso a exponer y a analizar.
(Por supuesto, existía además una discrepancia de fondo y radical, sobre cuestiones de ética social -teoría de la justicia- y filosofía política -papel de los individuos, de los grupos sociales y del Estado: lo que permite decir que yo soy un jurista de izquierdas y que él, en cambio, no lo es. No obstante, entiendo que limitarme a constatar esto sería retorcer en su contra el mismo argumento -falaz- ad hominem que él empleó: sería acusarle de hacer "política" (de derechas) y no "Derecho". Puesto que descreo del argumento, que impediría cualquier género de discusión racional sobre cuestiones políticas, no lo emplearé.)
8. Primera discrepancia: Sobre el papel de los derechos fundamentales y de los derechos humanos (y de las normas constitucionales y de Derecho Internacional que los protegen) en la interpretación de los tipos penales
El primero de los puntos de conflicto, me parece, era el del papel que había de tener, en el debate, el argumento de que el tipo penal del art. 315.3 CP afecta a un derecho fundamental. Mi posición, como he explicado, es clara, y se resume en las siguientes tesis:
1ª) Cualquier afectación a derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos a través de una prohibición jurídica (penal o no) debe estar sujeta a las limitaciones impuestas por el principio (político-criminal) de proporcionalidad. Ello implica que es preciso, tanto en el momento legislativo como cuando se procede a interpretar un tipo penal ya promulgado, tomar en consideración las exigencias de necesidad, subsidiariedad y proporción debida de la intervención penal: en el caso -como el que discutíamos- de la interpretación, haciendo aquella interpretación (restrictiva) que resulte más compatible con dichas exigencias. Es decir, cuando se afecta a derechos fundamentales, los argumentos de proporcionalidad se constituyen así en argumentos teleológicos imprescindibles para que la solución interpretativa resulte aceptable: la mejor interpretación posible del conjunto del ordenamiento jurídico, que vuelve (máximamente) coherente al tipo penal interpretado con éste.
2ª) De acuerdo con lo dispuesto por el art. 10.2 de la Constitución española (pero también con lo que establece el art. 96.1 del mismo cuerpo legal), los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos -aquí, el derecho de huelga- han de ser interpretados a la luz de lo establecido por el Derecho Internacional de los derechos humanos; más exactamente, por aquella parte del Derecho Internacional de los derechos humanos que resulta vigente en el Estado español (por tratarse tratados ratificados por España, por estar vigentes para toda la Unión Europea, etc.). Esto, a su vez, obliga a entender, en mi opinión, que la limitación de los derechos fundamentales (aquí, a través de la introducción de un delito) ha de quedar sometida, además de a las consideraciones de proporcionalidad arriba mencionadas, a aquellas exigencias adicionales que el Derecho Internacional incorpore. Es decir, que la interpretación sistemáticamente correcta del tipo penal exige tener en cuenta no sólo los contenidos prescriptivos del precepto constitucional (y las exigencias derivadas del principio político-criminal de proporcionalidad), sino también los contenidos prescriptivos que se deriven del precepto de Derecho Internacional que reconozca el derecho humano (positivado) equivalente.
3ª) Además, para determinar el contenido prescriptivo del derecho humano positivado por el Derecho Internacional, uno de los criterios fundamentales de interpretación (aunque, ciertamente, no el único) ha de ser el recurso a la interpretación consolidada que del precepto en cuestión esté realizando el organismo internacional competente: así, en el caso del derecho de huelga, el Comité de Libertad Sindical de la Organización Internacional del Trabajo. Expresado con mayor precisión: dentro del espacio de interpretaciones posibles que resultan compatibles con el tenor literal del precepto de Derecho Internacional, dado que éste pretende expresar un cúmulo de valoraciones y de finalidades que no son propios de ningún Estado en particular, sino de "toda la comunidad internacional", la interpretación otorgada por el organismo internacional competente resultará, cuando no vinculante en sentido estricto, jurídico (lo es la de aquellos organismos -como, por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos- con competencia para resolver quejas individuales), sí, al menos, en un sentido más laxo, político (y moral): lo es para un Estado que pretenda mantenerse adherido (no sólo de modo meramente formal, sino sustancialmente) al cuerpo (fragmentario) de principios y de reglas morales encarnado por el Derecho Internacional de los derechos humanos. Y, obviamente, yo soy de los que piensan que tal adhesión sustancial resulta en extremo deseable.
Mi interlocutor no se pronunció explícitamente sobre ninguna de las tres tesis acabadas de exponer. No obstante, me parece claro que, en realidad, ninguna de las tres forma parte de su teoría de la interpretación. Se encuentra él, pues, dentro de esa gran mayoría de juristas españoles que, adoptando una suerte de "positivismo chato", legalista (y políticamente sesgado), ignoran en la práctica la teoría de las fuentes del ordenamiento jurídico español que en principio defienden. Y que, así, desconocen el valor normativo efectivo tanto de los preceptos constitucionales como, sobre todo, del Derecho Internacional de los derechos humanos. Una incoherencia evidente que, sin embargo, resulta tan común que ha de obedecer (además de a falta de formación) a unos intereses de más amplio alcance...
9. Segunda discrepancia: Sobre la teoría de los derechos humanos
El segundo punto de discrepancia en el plano teórico entre mi interlocutor y yo me parece que estribaba en nuestra idea de lo que son los derechos humanos: no (sólo) de aquellos positivados, sino de todos aquellos que pueden y deben ser reconocidos como derechos morales fundamentales (de esencial relevancia moral, para gozar de reconocimiento como personas) y de todos los seres humanos. Discrepancia, tal vez, en dos aspectos:
1º) En cuanto a su naturaleza jurídica: Me parece, en efecto, que mi oponente tendería a pensar que debe existir una barrera aislante entre los derechos humanos positivados por el Derecho Internacional y lo que serían "meros" derechos morales. Y ello, porque, en una concepción de la interpretación que podría ser calificada -entre otras cosas- de "ideológicamente positivista" (en el sentido que otorgó al término Norberto Bobbio), sólo aquellos poseerían alguna relevancia a efectos interpretativos. (Pese a que, como ya señalé, luego, en la práctica, tampoco se tome muy en serio dicho valor normativo en las interpretaciones que proponía.) Así pues, sobre la base del texto normativo (por ejemplo, del art. 28.2 CE: "Se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses", o el art. 8.1.d) del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: "Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a garantizar (...) el derecho de huelga, ejercido de conformidad con las leyes de cada país"), cualquier interpretación lingüísticamente posible resultaría jurídicamente admisible. (Por ejemplo, la suya: extremadamente individualista, extremadamente (neo-)liberal.)
Mi opinión, por el contrario, es que, siendo cierto que existe una diferencia relevante, desde el punto de vista de la identificación del Derecho, entre los derechos humanos positivados y aquellos que no lo han sido (o entre facetas positivadas y no positivadas -pero moralmente pertinentes- de un mismo derecho: aquí, el de huelga), por cuanto que sólo los primeros pertenecen al ordenamiento jurídico, ello no introduce una incomunicación radical entre unos y otros. Antes al contrario, los textos normativos pertenecientes al Derecho positivo han de ser interpretados no sólo lingüísticamente (lo que, en el caso de las dos normas que acabo de citar, dada su vaguedad, daría resultados muy poco concluyentes), sino también con argumentos valorativos y teleológicos. Y, a este respecto, aquellos contenidos prescriptivos de derechos humanos, o facetas de un derecho humano, que no han sido jurídicamente positivadas, pero que resulta justificado, desde un punto de vista ético, predicar que deben constituir derechos morales fundamentales de todos los seres humanos, constituyen excelentes argumentos (valorativos y/o teleológicos) para interpretar el derecho subjetivo positivado en un determinado sentido o en otro.
Volviendo a nuestro caso: es cierto que el reconocimiento, tanto en la Constitución española como en el Derecho Internacional, del derecho de huelga en los textos jurídicos positivos es tajante, pero lo suficiente vago en cuanto a su alcance como para que quepan interpretaciones completamente dispares al respecto. Es decir, como indicaba, en este ámbito la interpretación lingüística ha de resultar, por necesidad, muy insuficiente. Sin embargo, ello no debería conducirnos, a mi entender, a la conclusión de que "todo vale": de entre diversas interpretaciones lingüísticamente posibles acerca del alcance del derecho de huelga, las habrá, según creo, mejores y peores. (Aunque -¡salvedad para positivistas recelosos!- ciertamente todas ellas, aun las peores, si fuesen pronunciadas por la autoridad competente para interpretar, constituirían interpretaciones jurídicamente vinculantes. Pero, pese a ello, malas interpretaciones, moralmente injustificables, que habría que combatir.) Y, para decidir cuáles son mejores y cuáles peores, el recurso a las facetas moralmente pertinentes, pero no positivadas del derecho en cuestión me parece que es una de las herramientas metódicas más útiles y razonables. Que es lo que yo intenté hacer, al argumentar que una concepción extremadamente individualista del derecho de huelga resulta moralmente insuficiente (e injustificable, por lo tanto).
(Por cierto que justamente esto es lo que vienen a hacer los organismos internacionales competentes cuando interpretan los textos de los tratados: intentan penetrar en el contexto de justificación moral de cada derecho, para buscar en él razones a favor o en contra de interpretar el alcance efectivo del derecho en uno o en otro sentido. Lo mismo que debería hacer también un tribunal constitucional que actúe correctamente -aunque, es cierto, conteniéndose hasta cierto punto, por deferencia hacia el legislador.)
2º) En cuanto a su función política: Por lo demás, en segundo lugar, es obvio que existía una discrepancia radical a la hora de concebir la función que cumplen los derechos humanos en la configuración de la sociedad y de la relación entre los individuos y los grupos sociales, y entre unos y otros y los poderes sociales, y el poder ejercido por el Estado. Así, podría sintetizar, creo, la posición de mi interlocutor a este respecto del siguiente modo: los derechos humanos son, en esencia, garantías que pretende evitar que el Estado (y, de manera residual, algunos otros poderes sociales) interfiera en la libertad (negativa) individual de acción. Y únicamente eso son. Una concepción, pues, liberal e individualista de los derechos humanos.
Yo, por mi parte, sin despreciar esa faceta de garantía frente a las interferencias en la libertad negativa del individuo, me acojo a una concepción mucho más ambiciosa de qué sean, y para qué hayan de servir, los derechos humanos. Primero, porque entiendo que resulta fructífera en este sentido la distinción de Luigi Ferrajoli entre derechos y garantías: los derechos (aquí, los derechos humanos -me refiero a los derechos morales, positivados o no) son expectativas, positivas (de obtener una prestación) o negativas (de no soportar interferencia), de estados de cosas en beneficio del sujeto de derechos; las garantías, en cambio, son deberes que surgen en terceros, con el fin de satisfacer (de forma primaria o, en caso de que el deber primario se incumpla, de forma secundaria, sustitutoria) aquellas expectativas.
Así, en el caso del derecho de huelga, la expectativa es la de poder actuar libremente, en tanto que trabajador@s, para presionar a la otra parte de la relación laboral (la empresa, y/o la patronal, y/o el Estado) en favor de unas condiciones laborales mejores. Y la prohibición de que el/la trabajador(a) sea sancionad@ laboralmente por participar en la huelga no es, a mi entender, más que una garantía, una de las garantías que pretenden proteger el derecho, la expectativa de poder participar libremente en la acción de presión. Pero de ningún modo puede equipararse con el derecho mismo.
En segundo lugar, siguiendo en esto la interpretación que se ha consolidado en el Derecho Internacional de los derechos humanos (y extendiéndolo también a la teoría moral de los derechos humanos), entiendo que cualquier derecho (cualquier expectativa de estado de cosas que resulte moralmente justificada, fundamental para el reconocimiento como persona, universalmente atribuible a cualquier ser humano y que forme parte de la teoría de la justicia -esto es, que se entienda que compromete, también, a la configuración de las instituciones sociales) conlleva tres clases de garantías primarias: deberes de respetar, sí (hasta aquí llega únicamente la concepción puramente liberal de los derechos), pero también deberes de proteger y deberes de hacer efectivamente accesible el ejercicio del derecho a todas las personas, sin discriminación alguna. De manera que un derecho humano posee una potencia normativa mucho más intensa de la que un liberal estaría dispuesto a reconocer.
Ello, por supuesto, tiene consecuencias relevantes también para el derecho de huelga: si las garantías que el reconocimiento efectivo derecho de huelga debe implicar no son sólo de respetarlo (de no sancionar a quienes lo ejerzan), sino también de protegerlo (frente a interferencias indebidas de terceros: señaladamente, de la empresa, pero también de otros poderes, sociales y/o estatales) y de hacerlo efectivamente accesible para cualquier persona sin discriminación (también para trabajador@s precari@s, etc.), entonces resulta constatable la existencia de una notable falta de diligencia debida por parte del Estado -del español, en este caso- a la hora de proteger el derecho como se debe. Lo cual, en mi opinión, también debe ser hecho valer en la interpretación penal: ¿cómo no apostar por interpretaciones restrictivas de las prohibiciones penales que afectan al ejercicio del derecho cuando el nivel de protección efectiva del mismo es ya de suyo tan bajo en nuestro ordenamiento jurídico?
Por fin, en tercer lugar, frente al iusnaturalismo (que vincularía los derechos humanos, en tanto que derechos naturales del ser humano, a su "dignidad"), yo considero preferible una concepción esencialmente política de la función de los derechos humanos, a tenor de la cual los derechos humanos han de ser entendidos (y, consiguientemente, justificados, definidos e interpretados desde esta perspectiva) como recursos para la acción política: como recursos (de poder) que los individuos y grupos sociales poseen (sea gracias a su propio empoderamiento, o bien por haberlos obtenido en el intercambio político, o -rara vez- por concesión graciosa de los poderes, sociales y/o estatales) y, merced a los cuales, pueden realizar acciones dentro de la vida social que, si no fuese por los derechos (que se les reconoce, o que ell@s mism@s reivindican "tener", o, hablando con más precisión, estar legitimados para -entitled to- ejercer), carecerían de poder y/o de recursos para llevar a cabo.
Así, qué sea (reconocido como) un derecho humano no debería depender (no tan sólo, al menos) de la concepción de qué sea "una persona" o "un(a) ciudadan@", sino que debería determinarse teniendo en cuenta (también, cuando menos) qué poderes necesitan -primero- y es justo -además- que los individuos y grupos sociales posean, para hacer que sus posibilidades de acción en el seno de la sociedad sean lo más equitativas posibles. (Es decir: contribuyan a que su posición en la estructura social sea lo más justa posible.)
Trasladada esta teoría general al ámbito del derecho de huelga, ello significa que -como en su momento he defendido- la definición e interpretación del alcance del derecho debería hacerse tomando en consideración principalmente la función sociopolítica de las acciones de huelga a la hora de reequilibrar el poder social de l@s trabajador@s (en tanto que grupo social) y hacer más justa su posición global final dentro de la estructura social. (Esta tesis puede formularse en general, pero también en particular: para la función que cumple una determinada acción de huelga, en relación con la posición social de un determinado grupo de trabajador@s -de una empresa, de un sector, de una categoría profesional, etc.- en un momento y lugar dados.) Y que, por consiguiente, desde este punto de vista, sólo una concepción colectivista del derecho de huelga (que lo conciba como un instrumento de acción colectiva), y no una meramente individualista (que lo conciba tan sólo como una libertad, negativa, individual), cobra el sentido político oportuno. Y, por lo tanto, dicha concepción colectivista es la moralmente preferible, la más justificada: la que se debe intentar plasmar en el Derecho positivo y, en todo caso, la que debe inspirar la interpretación del mismo, sea cual sea su tenor literal.
Reflexionando, a toro pasado, sobre esta absoluta incapacidad (no para llegar a acuerdos, sino ni siquiera tan sólo) para dialogar, creo haber identificado la fuente de nuestro radical desacuerdo no sólo sobre las soluciones, sino también sobre el tipo de argumentos que eran admisibles en el debate jurídico. Desacuerdo que versaba y versa, me parece, sobre cuatro cuestiones distintas (todas ellas con una enorme carga de índole teórica y/o metodológica), que a continuación paso a exponer y a analizar.
(Por supuesto, existía además una discrepancia de fondo y radical, sobre cuestiones de ética social -teoría de la justicia- y filosofía política -papel de los individuos, de los grupos sociales y del Estado: lo que permite decir que yo soy un jurista de izquierdas y que él, en cambio, no lo es. No obstante, entiendo que limitarme a constatar esto sería retorcer en su contra el mismo argumento -falaz- ad hominem que él empleó: sería acusarle de hacer "política" (de derechas) y no "Derecho". Puesto que descreo del argumento, que impediría cualquier género de discusión racional sobre cuestiones políticas, no lo emplearé.)
8. Primera discrepancia: Sobre el papel de los derechos fundamentales y de los derechos humanos (y de las normas constitucionales y de Derecho Internacional que los protegen) en la interpretación de los tipos penales
El primero de los puntos de conflicto, me parece, era el del papel que había de tener, en el debate, el argumento de que el tipo penal del art. 315.3 CP afecta a un derecho fundamental. Mi posición, como he explicado, es clara, y se resume en las siguientes tesis:
1ª) Cualquier afectación a derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos a través de una prohibición jurídica (penal o no) debe estar sujeta a las limitaciones impuestas por el principio (político-criminal) de proporcionalidad. Ello implica que es preciso, tanto en el momento legislativo como cuando se procede a interpretar un tipo penal ya promulgado, tomar en consideración las exigencias de necesidad, subsidiariedad y proporción debida de la intervención penal: en el caso -como el que discutíamos- de la interpretación, haciendo aquella interpretación (restrictiva) que resulte más compatible con dichas exigencias. Es decir, cuando se afecta a derechos fundamentales, los argumentos de proporcionalidad se constituyen así en argumentos teleológicos imprescindibles para que la solución interpretativa resulte aceptable: la mejor interpretación posible del conjunto del ordenamiento jurídico, que vuelve (máximamente) coherente al tipo penal interpretado con éste.
2ª) De acuerdo con lo dispuesto por el art. 10.2 de la Constitución española (pero también con lo que establece el art. 96.1 del mismo cuerpo legal), los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos -aquí, el derecho de huelga- han de ser interpretados a la luz de lo establecido por el Derecho Internacional de los derechos humanos; más exactamente, por aquella parte del Derecho Internacional de los derechos humanos que resulta vigente en el Estado español (por tratarse tratados ratificados por España, por estar vigentes para toda la Unión Europea, etc.). Esto, a su vez, obliga a entender, en mi opinión, que la limitación de los derechos fundamentales (aquí, a través de la introducción de un delito) ha de quedar sometida, además de a las consideraciones de proporcionalidad arriba mencionadas, a aquellas exigencias adicionales que el Derecho Internacional incorpore. Es decir, que la interpretación sistemáticamente correcta del tipo penal exige tener en cuenta no sólo los contenidos prescriptivos del precepto constitucional (y las exigencias derivadas del principio político-criminal de proporcionalidad), sino también los contenidos prescriptivos que se deriven del precepto de Derecho Internacional que reconozca el derecho humano (positivado) equivalente.
3ª) Además, para determinar el contenido prescriptivo del derecho humano positivado por el Derecho Internacional, uno de los criterios fundamentales de interpretación (aunque, ciertamente, no el único) ha de ser el recurso a la interpretación consolidada que del precepto en cuestión esté realizando el organismo internacional competente: así, en el caso del derecho de huelga, el Comité de Libertad Sindical de la Organización Internacional del Trabajo. Expresado con mayor precisión: dentro del espacio de interpretaciones posibles que resultan compatibles con el tenor literal del precepto de Derecho Internacional, dado que éste pretende expresar un cúmulo de valoraciones y de finalidades que no son propios de ningún Estado en particular, sino de "toda la comunidad internacional", la interpretación otorgada por el organismo internacional competente resultará, cuando no vinculante en sentido estricto, jurídico (lo es la de aquellos organismos -como, por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos- con competencia para resolver quejas individuales), sí, al menos, en un sentido más laxo, político (y moral): lo es para un Estado que pretenda mantenerse adherido (no sólo de modo meramente formal, sino sustancialmente) al cuerpo (fragmentario) de principios y de reglas morales encarnado por el Derecho Internacional de los derechos humanos. Y, obviamente, yo soy de los que piensan que tal adhesión sustancial resulta en extremo deseable.
Mi interlocutor no se pronunció explícitamente sobre ninguna de las tres tesis acabadas de exponer. No obstante, me parece claro que, en realidad, ninguna de las tres forma parte de su teoría de la interpretación. Se encuentra él, pues, dentro de esa gran mayoría de juristas españoles que, adoptando una suerte de "positivismo chato", legalista (y políticamente sesgado), ignoran en la práctica la teoría de las fuentes del ordenamiento jurídico español que en principio defienden. Y que, así, desconocen el valor normativo efectivo tanto de los preceptos constitucionales como, sobre todo, del Derecho Internacional de los derechos humanos. Una incoherencia evidente que, sin embargo, resulta tan común que ha de obedecer (además de a falta de formación) a unos intereses de más amplio alcance...
9. Segunda discrepancia: Sobre la teoría de los derechos humanos
El segundo punto de discrepancia en el plano teórico entre mi interlocutor y yo me parece que estribaba en nuestra idea de lo que son los derechos humanos: no (sólo) de aquellos positivados, sino de todos aquellos que pueden y deben ser reconocidos como derechos morales fundamentales (de esencial relevancia moral, para gozar de reconocimiento como personas) y de todos los seres humanos. Discrepancia, tal vez, en dos aspectos:
1º) En cuanto a su naturaleza jurídica: Me parece, en efecto, que mi oponente tendería a pensar que debe existir una barrera aislante entre los derechos humanos positivados por el Derecho Internacional y lo que serían "meros" derechos morales. Y ello, porque, en una concepción de la interpretación que podría ser calificada -entre otras cosas- de "ideológicamente positivista" (en el sentido que otorgó al término Norberto Bobbio), sólo aquellos poseerían alguna relevancia a efectos interpretativos. (Pese a que, como ya señalé, luego, en la práctica, tampoco se tome muy en serio dicho valor normativo en las interpretaciones que proponía.) Así pues, sobre la base del texto normativo (por ejemplo, del art. 28.2 CE: "Se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses", o el art. 8.1.d) del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: "Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a garantizar (...) el derecho de huelga, ejercido de conformidad con las leyes de cada país"), cualquier interpretación lingüísticamente posible resultaría jurídicamente admisible. (Por ejemplo, la suya: extremadamente individualista, extremadamente (neo-)liberal.)
Mi opinión, por el contrario, es que, siendo cierto que existe una diferencia relevante, desde el punto de vista de la identificación del Derecho, entre los derechos humanos positivados y aquellos que no lo han sido (o entre facetas positivadas y no positivadas -pero moralmente pertinentes- de un mismo derecho: aquí, el de huelga), por cuanto que sólo los primeros pertenecen al ordenamiento jurídico, ello no introduce una incomunicación radical entre unos y otros. Antes al contrario, los textos normativos pertenecientes al Derecho positivo han de ser interpretados no sólo lingüísticamente (lo que, en el caso de las dos normas que acabo de citar, dada su vaguedad, daría resultados muy poco concluyentes), sino también con argumentos valorativos y teleológicos. Y, a este respecto, aquellos contenidos prescriptivos de derechos humanos, o facetas de un derecho humano, que no han sido jurídicamente positivadas, pero que resulta justificado, desde un punto de vista ético, predicar que deben constituir derechos morales fundamentales de todos los seres humanos, constituyen excelentes argumentos (valorativos y/o teleológicos) para interpretar el derecho subjetivo positivado en un determinado sentido o en otro.
Volviendo a nuestro caso: es cierto que el reconocimiento, tanto en la Constitución española como en el Derecho Internacional, del derecho de huelga en los textos jurídicos positivos es tajante, pero lo suficiente vago en cuanto a su alcance como para que quepan interpretaciones completamente dispares al respecto. Es decir, como indicaba, en este ámbito la interpretación lingüística ha de resultar, por necesidad, muy insuficiente. Sin embargo, ello no debería conducirnos, a mi entender, a la conclusión de que "todo vale": de entre diversas interpretaciones lingüísticamente posibles acerca del alcance del derecho de huelga, las habrá, según creo, mejores y peores. (Aunque -¡salvedad para positivistas recelosos!- ciertamente todas ellas, aun las peores, si fuesen pronunciadas por la autoridad competente para interpretar, constituirían interpretaciones jurídicamente vinculantes. Pero, pese a ello, malas interpretaciones, moralmente injustificables, que habría que combatir.) Y, para decidir cuáles son mejores y cuáles peores, el recurso a las facetas moralmente pertinentes, pero no positivadas del derecho en cuestión me parece que es una de las herramientas metódicas más útiles y razonables. Que es lo que yo intenté hacer, al argumentar que una concepción extremadamente individualista del derecho de huelga resulta moralmente insuficiente (e injustificable, por lo tanto).
(Por cierto que justamente esto es lo que vienen a hacer los organismos internacionales competentes cuando interpretan los textos de los tratados: intentan penetrar en el contexto de justificación moral de cada derecho, para buscar en él razones a favor o en contra de interpretar el alcance efectivo del derecho en uno o en otro sentido. Lo mismo que debería hacer también un tribunal constitucional que actúe correctamente -aunque, es cierto, conteniéndose hasta cierto punto, por deferencia hacia el legislador.)
2º) En cuanto a su función política: Por lo demás, en segundo lugar, es obvio que existía una discrepancia radical a la hora de concebir la función que cumplen los derechos humanos en la configuración de la sociedad y de la relación entre los individuos y los grupos sociales, y entre unos y otros y los poderes sociales, y el poder ejercido por el Estado. Así, podría sintetizar, creo, la posición de mi interlocutor a este respecto del siguiente modo: los derechos humanos son, en esencia, garantías que pretende evitar que el Estado (y, de manera residual, algunos otros poderes sociales) interfiera en la libertad (negativa) individual de acción. Y únicamente eso son. Una concepción, pues, liberal e individualista de los derechos humanos.
Yo, por mi parte, sin despreciar esa faceta de garantía frente a las interferencias en la libertad negativa del individuo, me acojo a una concepción mucho más ambiciosa de qué sean, y para qué hayan de servir, los derechos humanos. Primero, porque entiendo que resulta fructífera en este sentido la distinción de Luigi Ferrajoli entre derechos y garantías: los derechos (aquí, los derechos humanos -me refiero a los derechos morales, positivados o no) son expectativas, positivas (de obtener una prestación) o negativas (de no soportar interferencia), de estados de cosas en beneficio del sujeto de derechos; las garantías, en cambio, son deberes que surgen en terceros, con el fin de satisfacer (de forma primaria o, en caso de que el deber primario se incumpla, de forma secundaria, sustitutoria) aquellas expectativas.
Así, en el caso del derecho de huelga, la expectativa es la de poder actuar libremente, en tanto que trabajador@s, para presionar a la otra parte de la relación laboral (la empresa, y/o la patronal, y/o el Estado) en favor de unas condiciones laborales mejores. Y la prohibición de que el/la trabajador(a) sea sancionad@ laboralmente por participar en la huelga no es, a mi entender, más que una garantía, una de las garantías que pretenden proteger el derecho, la expectativa de poder participar libremente en la acción de presión. Pero de ningún modo puede equipararse con el derecho mismo.
En segundo lugar, siguiendo en esto la interpretación que se ha consolidado en el Derecho Internacional de los derechos humanos (y extendiéndolo también a la teoría moral de los derechos humanos), entiendo que cualquier derecho (cualquier expectativa de estado de cosas que resulte moralmente justificada, fundamental para el reconocimiento como persona, universalmente atribuible a cualquier ser humano y que forme parte de la teoría de la justicia -esto es, que se entienda que compromete, también, a la configuración de las instituciones sociales) conlleva tres clases de garantías primarias: deberes de respetar, sí (hasta aquí llega únicamente la concepción puramente liberal de los derechos), pero también deberes de proteger y deberes de hacer efectivamente accesible el ejercicio del derecho a todas las personas, sin discriminación alguna. De manera que un derecho humano posee una potencia normativa mucho más intensa de la que un liberal estaría dispuesto a reconocer.
Ello, por supuesto, tiene consecuencias relevantes también para el derecho de huelga: si las garantías que el reconocimiento efectivo derecho de huelga debe implicar no son sólo de respetarlo (de no sancionar a quienes lo ejerzan), sino también de protegerlo (frente a interferencias indebidas de terceros: señaladamente, de la empresa, pero también de otros poderes, sociales y/o estatales) y de hacerlo efectivamente accesible para cualquier persona sin discriminación (también para trabajador@s precari@s, etc.), entonces resulta constatable la existencia de una notable falta de diligencia debida por parte del Estado -del español, en este caso- a la hora de proteger el derecho como se debe. Lo cual, en mi opinión, también debe ser hecho valer en la interpretación penal: ¿cómo no apostar por interpretaciones restrictivas de las prohibiciones penales que afectan al ejercicio del derecho cuando el nivel de protección efectiva del mismo es ya de suyo tan bajo en nuestro ordenamiento jurídico?
Por fin, en tercer lugar, frente al iusnaturalismo (que vincularía los derechos humanos, en tanto que derechos naturales del ser humano, a su "dignidad"), yo considero preferible una concepción esencialmente política de la función de los derechos humanos, a tenor de la cual los derechos humanos han de ser entendidos (y, consiguientemente, justificados, definidos e interpretados desde esta perspectiva) como recursos para la acción política: como recursos (de poder) que los individuos y grupos sociales poseen (sea gracias a su propio empoderamiento, o bien por haberlos obtenido en el intercambio político, o -rara vez- por concesión graciosa de los poderes, sociales y/o estatales) y, merced a los cuales, pueden realizar acciones dentro de la vida social que, si no fuese por los derechos (que se les reconoce, o que ell@s mism@s reivindican "tener", o, hablando con más precisión, estar legitimados para -entitled to- ejercer), carecerían de poder y/o de recursos para llevar a cabo.
Así, qué sea (reconocido como) un derecho humano no debería depender (no tan sólo, al menos) de la concepción de qué sea "una persona" o "un(a) ciudadan@", sino que debería determinarse teniendo en cuenta (también, cuando menos) qué poderes necesitan -primero- y es justo -además- que los individuos y grupos sociales posean, para hacer que sus posibilidades de acción en el seno de la sociedad sean lo más equitativas posibles. (Es decir: contribuyan a que su posición en la estructura social sea lo más justa posible.)
Trasladada esta teoría general al ámbito del derecho de huelga, ello significa que -como en su momento he defendido- la definición e interpretación del alcance del derecho debería hacerse tomando en consideración principalmente la función sociopolítica de las acciones de huelga a la hora de reequilibrar el poder social de l@s trabajador@s (en tanto que grupo social) y hacer más justa su posición global final dentro de la estructura social. (Esta tesis puede formularse en general, pero también en particular: para la función que cumple una determinada acción de huelga, en relación con la posición social de un determinado grupo de trabajador@s -de una empresa, de un sector, de una categoría profesional, etc.- en un momento y lugar dados.) Y que, por consiguiente, desde este punto de vista, sólo una concepción colectivista del derecho de huelga (que lo conciba como un instrumento de acción colectiva), y no una meramente individualista (que lo conciba tan sólo como una libertad, negativa, individual), cobra el sentido político oportuno. Y, por lo tanto, dicha concepción colectivista es la moralmente preferible, la más justificada: la que se debe intentar plasmar en el Derecho positivo y, en todo caso, la que debe inspirar la interpretación del mismo, sea cual sea su tenor literal.