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viernes, 18 de abril de 2014

Un comunista en la semana santa: sobre emancipación y cultura popular


Ocurrió el pasado domingo, en la ciudad de León. Fue un incidente completamente nimio, pero me parece que merecedor de alguna reflexión, por los problemas que evoca (más que por su propia importancia).

Ese día, esa tarde, la Junta Provincial Republicana (compuesta en exclusiva por Izquierda Unida, el Partido Comunista de España y organizaciones afines) desarrollaba, en la Plaza Mayor, una serie de actos -con autorización administrativa- conmemorativos y reivindicativos. En un cierto momento, coincidió que una procesión de la semana santa atravesaba la plaza (de manera que los tenderetes de la fiesta republicana quedaban detrás de los cofrades, y del público). Y, sea por casualidad o intencionadamente, justo cuando pasaba la procesión, el volumen de los megáfonos de la fiesta republicana pareció aumentar, emitiendo sonidos de rap (reivindicativo), que se oía bastante bien en toda la plaza.

Para quien conozca la ciudad de León, no será una sorpresa el gran seguimiento que sus procesiones tienen entre la ciudadanía. Se trata, de hecho, de la principal fiesta popular (la única, en realidad, que es seguida de forma masiva, porque también es la única que se organiza con una participación masiva de ciudadan@s, que forman parte de las cofradías -aunque habría que matizar esta afirmación, según géneros, edades, nivel educativo, etc.), teñida de una apariencia interclasista (aunque, por supuesto, ello no signifique que lo sea verdaderamente: las estructuras de poder social de la poder, los vínculos con las instituciones oficiales y con las de la iglesia católica, etc. existen y funcionan). Que, desde luego, funciona más como tradición (como expresión comunitaria) que por razones religiosas (en este sentido, León es como cualquier ciudad española contemporánea: la mayoría de la población ignora de forma regular, salvo con ocasión de los ritos familiares de tránsito, a la iglesia católica). Sea como sea, estaba claro, el pasado domingo, contemplando el panorama, dónde estaba la gran masa de la clase trabajadora leonesa: no en los actos republicanos, sino participando, o contemplando, las procesiones.

Yo, que estaba allí, escuché bastantes comentarios molestos con el "ruido" -la música rap- que "perturbaba" e interfería con la música de la procesión. Ciertamente, sólo una minoría lo expresó en voz alta: la gente había ido a pasar el domingo, a ver procesiones, a estar con los amigos y la familia, imagino que luego a tomarse algo; no a pelear, por lo que todo quedó en nada.

¿En nada? Bueno, yo no diría tanto: cuando menos, a un buen grupo de personas (insisto: visiblemente, de extracción popular) les quedó la sensación de que los republicanos y los comunistas nos dedicamos a provocar, a molestar y a ofender, sin necesidad, a quien no nos ha hecho nada. Como decía una mujer cerca de mí: "Cada uno que haga lo que quiera y que defienda lo que quiera. ¡Pero, por favor, no tendrán otro momento o lugar para hacerlo que precisamente ahora!".

Y aquí viene mi reflexión. No, por supuesto, sobre el derecho de republicanos y comunistas a expresarnos, y a interferir, si es menester, con las celebraciones de la semana santa, o con lo que haga falta. A este respecto, es evidente que la libertad de expresión estriba justamente en esto: en la libertad para difundir ideas y mensajes molestos y ofensivos sin más limitación que los derechos de l@s demás (entre los cuales no está, desde luego, la de que la música de las procesiones se escuche sin ningún otro ruido de fondo). Mi reflexión se refiere, en cambio, más bien a la inteligencia (táctica) de hacerlo, cuando ello no sea estrictamente imprescindible.

Y es que, en efecto, aunque no seré yo quien reclame que los comunistas participemos de tales tradiciones (que, al fin y al cabo, no dejan de ser católicas en su origen, bastante sexistas y eminentemente conservadoras), sí que sugeriría que la actitud de algun@s de entre nosotr@s hacia la cultura popular es elitista. Y, además, irracionalmente elitista. Y que ello debería ser puesto en cuestión (además de por razones morales), siquiera sea por razones de eficacia política: porque no se puede pretender la capacidad para movilizar a las clases populares si, en el fondo, se las desprecia (en los hechos, con independencia de la retórica con la que ello se encubra).

Es elitista -no hay cómo negarlo- marcar una diferencia entre quienes formamos parte de la "minoría concienciada" y el "pueblo" al que pretendemos concienciar y movilizar. Y, en este sentido, todas las izquierdas han sido siempre elitistas (culturales), mucho más que las derechas: justamente porque no aceptamos que la pervivencia del actual estado de cosas sea deseable, porque no nos gusta la cultura popular presente (ni su sustrato material -de injusticia, dominación y discriminación), porque queremos cambiarla, por otra, mejor y diferente.


Es posible y necesario, sin embargo, distinguir entre un elitismo racional -el que acabo de describir- y otro irracional: aquél que niega cualquier posibilidad de que se establezcan canales de comunicación entre la cultura popular actualmente hegemónica (con su carga inevitable de sexismo, clasismo, racismo, sumisión, etc.) y la nueva cultura, alternativa, que pretendemos promover. Sostener esta segunda clase de elitismo sólo le es dado hacerlo racionalmente a los fascistas. Mas mantenerlo desde la izquierda es algo más que una inmoralidad: es un error estratégico de magnas proporciones, que aboca necesariamente a la derrota.

Porque, desde la izquierda, tenemos que ser capaces de distinguir, de una parte, entre los orígenes de las tradiciones y sus usos actuales. (Tal y como han evidenciado muchos trabajos en el ámbito de los estudios culturales, existen también usos emancipadores de tradiciones con un origen reaccionario.) Y, de otra parte, tenemos que buscar formas en las que podamos acceder a comunicarnos con trabajadores y trabajadoras que se han socializado en esas tradiciones culturales que deseamos cambiar. Y, para ello, hemos de aproximarnos a dichas tradiciones para, sin necesidad de darlas por buenas globalmente y de manera acrítica, hallar en ellas elementos que tengan algo en común con los mensajes igualitarios, solidarios y revolucionarios que queremos difundir. Lo cual comienza, obviamente, por aproximarnos a tales tradiciones culturales (no con respeto -que merecen las personas, no las ideas-, pero sí) con la suficiente curiosidad intelectual y apertura de miras; y con una actitud metódica orientada más bien hacia la descomposición de la tradición y a su análisis por partes (con miras a rescatar lo más valioso, como vía para comunicarnos con sus adept@s), antes que a realizar una -banal- valoración moral(ista) de las mismas.

A estas alturas, esto que estoy proponiendo no es ninguna novedad: ocurrió ya, en su día, en el diálogo entre cristian@s y marxistas; y ha seguido sucediendo, en los esfuerzos para insertar las culturas indígenas originarias en el pensamiento emancipatorio (latinoamericano, sobre todo). Es complejo, sin duda. Pero posible también, como ya se ha demostrado muchas veces, cuando se intenta con verdadero interés.

Volviendo otra vez al ejemplo de la semana santa, reclamaría yo, pues, una actitud mucho más comedida (insisto: por razones de táctica política) que la habitual de nuestros "progres" de guardarropía, que se limitan a despreciarla, por "reaccionaria"; y, en el fondo, también por popular. Esa forma de "progresismo" (que era comprensible entre los pensadores ilustrados, que eran racionalistas y críticos, sí, mas también inapropiadamente elitistas) no debería tener cabida en las izquierdas. Antes al contrario, si deseamos aproximarnos a l@s trabajador@s, movilizarles y que cambien (con nosotr@s), el elitismo -inevitable- de las izquierdas debería ser uno racional e inteligente. Es decir, prudente: uno que equilibre la crítica a la cultura popular presente con distinciones cuidadosas y con una actitud general de atención (a los discursos) y de respeto (a las personas -que son las que queremos que estén con nosotr@s). Lo cual, en este caso, pasa por distinguir lo inaceptable (los vínculos con la burguesía leonesa, con las instituciones oficiales, el baile de subvenciones y de favores, el servilismo -cuando lo haya- con la jerarquía eclasiástica) de lo que no lo es: la participación comunitaria, el folklore, etc.

Así pues, menos rap combativo (y lo dice quien es aficionado a dicha música), menos poemas incendiariamente anticlericales. (Mutatis mutandis, vale la argumentación igualmente para otros elementos de la cultura popular con mala fama entre los "progres": desde el fútbol hasta el reguetón) Y más esfuerzo en hacer una propaganda y -en general- en emplear unas técnicas de movilización y de comunicación que no hagan alejarse, ya antes de escucharnos, a quienes queremos atraer, movilizar y hacer parte de nosotr@s. Porque, si se trata de política (y no sólo de reafirmar nuestra identidad, como una supuesta élite de "visionari@s"), entonces la comunicación -o la incomunicación- constituirá en todo caso un factor clave para el éxito, o para el fracaso, de nuestras luchas.

(Por si a alguien le interesa: soy ateo, anticlerical y, habiendo sido educado -como casi todo el mundo en mi generación- como católico, he hecho declaración de apostasía. Y, por supuesto, no pertenezco a ninguna cofradía. Y es que mi reflexión no pretende versar sobre creencias, sino sobre estrategia política.)


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