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lunes, 14 de abril de 2014

República e historia


En la ciudad en la que vivo (al igual que en otras muchas), estos días se están desarrollando diversos actos reivindicativos en favor de la república. Sin embargo, observando su contenido, así como el tono general que tienen los mensajes (los oficiales y los que, más o menos oficiosamente, difunden en las redes sociales las personas afines a la causa), lo cierto es que no puede dejar de sorprender -a mí, al menos, me sorprende- la concentración casi exclusiva en el tratamiento del pasado: en la reivindicación de la segunda república española, la que fue aniquilada por el golpe franquista y posterior guerra civil. Los programas están, así, repletos de teatro de Manuel Azaña, de conferencias y de documentales sobre distintas facetas de la historia de la época, de homenajes y reclamaciones de los derechos de las personas que fueron víctimas de la represión,...

Pero apenas una palabra sobre el futuro: sobre las razones (morales, políticas) para que la ciudadanía haga el esfuerzo de movilizarse en pro de la causa de la transformación del Estado español en una nueva (lo subrayo: nueva) república. Parecería que ello va sobreentendido. Pero -y este es el objeto de mi reflexión- en realidad, no, no lo está.

En efecto, suponer que la mejor de las reivindicaciones (y hay que contar, claro, con que muchas de ellas, además, resultan desafortunadas) de los logros del régimen de 1931 proporciona alguna razón atendible en favor de la tercera república española significa desconocer hasta el extremo tanto lo que nos dice la ciencia política descriptiva como lo que prescribe la filosofía política normativa. Primero, en el plano descriptivo, porque resulta absurdo contar con que la gran mayoría de la población, que, a estas alturas, posee tan sólo vínculos extremadamente tenues con la experiencia histórica de la segunda república (hay que poner, pues, aparte a l@s familiares de víctimas de la represión franquista, que sí que mantienen un vínculo emocional mucho más fuerte con dicho pasado... pero que son ya una pequeñísima minoría -a ellas me refiero más abajo), va a llegar a sentirse concernida de alguna manera políticamente relevante por el debate acerca de la "memoria histórica". Pues, en el mejor de los casos, aun cuando la reivindicación de las políticas emprendidas entre 1931 y 1939 llegasen a convertirse en una creencia socialmente hegemónica, seguirían en pie todas las cuestiones políticamente centrales, acerca de si conviene o no cambiar de régimen.

(Obsérvese que no digo que discutir y luchar en torno a la interpretación del pasado sea completamente inútil desde el punto de vista político. Digo que sus efectos serán siempre, aun en la mejor de las hipótesis, muy limitados.)

Y es que ocurre, en segundo lugar, que no existe ninguna argumentación consistente que permita aducir lo que ocurrió desde 1931 como base que lleve a la conclusión de que una nueva república es deseable. Antes al contrario, si una república, aquí y ahora (en los inicios del siglo XXI), resulta deseable (y no dudo de que lo es), ello obedecerá más bien no a su rancia tradición (eso lo puede aducir convincentemente un monárquico, mas no un republicano), sino a razones normativas de peso: una república será, por principio, más democrática. Y, en el caso español, una república (cualquier república) abriría la posibilidad de dar un golpe significativo a la oligarquía, que se ha concentrado en torno a los Borbones y a sus cortesanos. Y, por supuesto, una república que se constituyese además en condiciones revolucionarias, permitiría también afrontar otros desafíos que tienen planteados actualmente el sistema político español: los de la democracia real, en esencia.

¿Por qué no hablar de todo esto, en unas jornadas en favor de la república, y no, casi tan sólo, de lo que ocurrió en la -tan lejana ya, en muchos sentidos- España de comienzos del siglo XX?

Creo, en suma, que en nada beneficia a la causa republicana la combinación en un mismo mensaje de, al menos, cuatro cuestiones diferentes, que deberían ser diferenciadas cuidadosamente. Primero, la de los derechos de las víctimas de la represión franquista y de sus familiares (a la verdad, a la justicia, a la reparación). Se trata de un problema de derechos humanos, y como tal debería ser enfocado. Quiero decir: no es preciso ser republicano, ni de izquierdas, para aceptar que las víctimas de abusos gravísimos de derechos humanos deberían ver reconocidos los derechos que les corresponden. Soy consciente del cerrilismo de la gran mayoría de la derecha española sobre el particular. Pero ello no debería llevarnos a nosotr@s a confundir las cosas: los derechos de las víctimas son derechos humanos, no (tan sólo) una causa política.

En segundo lugar, se sustancia también el debate sobre la interpretación de la historia (sobre la "memoria histórica"). Se trata de una discusión esencialmente retórica, con fines -por parte de un@s y de otr@s- de manipulación ideológica, pues en realidad el pasado (y también el período de la segunda república) resulta siempre ambivalente, y es imposible sintetizarlo en proposiciones dotadas de un sentido valorativo único. Hay, desde luego, causas sociopolíticas para que la discusión se haya agudizado en la última década. Pero convendría no perder de vista qué es lo que está en juego en ella; y, sobre todo, qué es lo que no se está discutiendo. (Al lado, hay, por supuesto, una labor mucho más interesante, esta propiamente científica: la de investigar hechos de aquel período hasta ahora poco estudiados. Mas esto habrá de deparar, necesariamente, también sorpresas desagradables para todos los bandos del debate sobre la "memoria histórica".)

En tercer lugar, se discute también acerca de las malas prácticas (a veces, directamente criminales) del rey actual y de su familia. Esto resulta más pertinente desde el punto de vista político. Convendría, pese a ello, destacar que tampoco la constatación de hechos tan lamentables constituye por sí mismo argumento suficiente en favor de la república. Pues es perfectamente posible criticar al actual rey y, pese a ello, defender la monarquía como institución (véase, precisamente en este sentido, el artículo de José Antonio Zarzalejos).

Y, en fin, resta la última de las cuestiones, la central, la filosófico-política: ¿qué régimen político es el más justo y el (democráticamente) más legítimo? A mí no me cabe duda de que es el régimen republicano. Y, especialmente, uno que reúna ciertas condiciones, de democracia real (vinculado, pues, un proceso constituyente máximamente democrático).

A mí no me cabe la menor duda, y estoy seguro de que tampoco a l@s promotor@s de la causa republicana. Creo, sin embargo, que hacen mal cuando (por comprensibles razones, emocionales, pero profundamente equivocados desde un punto de vista estratégico) lo dan simplemente por supuesto y, en cambio, se limitan a hablar del pasado "glorioso" de la idea. Cuando, en política, si de lo que se trata no es de ceder a la nostalgia o de buscar la afirmación de la propia identidad, sino de cambiar la realidad, llegar a controlar el discurso sobre el futuro es en realidad lo que más importa. Pues solamente quienes lleguen a creerse que un futuro mejor puede existir estarán tentad@s de movilizarse para luchar por él, superando los innegables obstáculos y riesgos que tal esfuerzo combativo siempre conlleva.


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