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viernes, 14 de marzo de 2014

Prostitución: abolicionismo y políticas públicas


1. Abolicionismo

Beatriz Gimeno publicó hace unos días un muy sugerente artículo en Eldiario.es (que, por su interés, enlacé ya aquí), volviendo a enmarcar, desde una perspectiva feminista, la cuestión del tratamiento estatal de la prostitución.

(Conviene aclarar, no obstante, que, en términos sociológico-criminológicos, no es posible hablar de un fenómeno único de prostitución, sino de diversos -como no existe un único tráfico de drogas, o una única forma de abusos sexuales. Pasaré, no obstante, aquí por alto la simplificación, puesto que se trata fundamentalmente de encarar la cuestión -eminentemente normativa- de si el Estado debería o no intervenir, mediante instrumentos coactivos, frente a los acuerdos de intercambio de servicios sexuales por dinero. Sin embargo, en otros aspectos -señaladamente, cuando se trate de otro género de intervenciones sociales, preventivas o asistenciales- la simplificación resultará inadmisible y perniciosa.)

En el artículo, Gimeno señala, acertadamente, que, en primer lugar, desde un punto de vista moral, no parece posible hallar una justificación a la gran mayoría de las situaciones de intercambio de servicios sexuales por dinero, puesto que no forman parte, de hecho, de un ejercicio de la autonomía de los sujetos que esté orientada hacia el libre desarrollo de la personalidad y hacia la obtención de placer (como ocurre, en cambio, en otras formas de actividad sexual mayoritariamente consideradas "anómalas" o "pervertidas").

Y, sobre todo, en segundo lugar, que, desde el punto de vista político, una teoría republicana de la libertad (como la que yo también pienso que resulta moralmente preferible: esto es, la que mejor -mejor que la teoría liberal de la libertad- justifica la intromisión del Estado en el ámbito de la autonomía privada) no puede aceptar que acuerdos voluntarios (no estamos hablando, pues, de prostitución forzada), pero realizados -como en la mayoría de los casos ocurre- en condiciones abiertas de desigualdad y de dominación (de las mujeres que ofrecen servicios sexuales... aunque no necesariamente de forma directa por parte de sus clientes -y la distinción es, según aduciré, importante en términos normativos) constituyan, como pretendería la argumentación libertaria en contra del abolicionismo, la razón de peso para negar al Estado la potestad de intervenir para intentar impedir este género de interacciones.

Así, habría que rechazar la tesis liberal del regulacionismo (el intercambio de servicios sexuales por dinero es una actividad que forma parte de la autonomía privada de los sujetos de la interacción -prostituta y cliente-, por lo que el Estado sólo podría legítimamente intervenir para asegurar unas condiciones mínimas en la contratación) y reivindicar la legitimidad de una ruptura de la neutralidad estatal en estos casos, frente a una forma de vida ( la práctica de la prostitución debido a la situación de dominación en la que la prostituta, aun si no es forzada, generalmente se halla) que se considera moralmente indeseable, injusta y que pertenece a aquellas frente a las que reconocemos al poder público legitimidad para actuar: para intentar, pues, acabar con (la mayoría de) los intercambios de servicios sexuales por dinero (todos aquellos -la gran mayoría- que se producen en condiciones de desigualdad y de dominación).

Hasta aquí el artículo de Beatriz Gimeno. (Además, contiene el mismo algunas disquisiciones, un tanto simplistas, acerca de las causas psicosociales de que los varones recurran a la prostitución. Podemos prescindir, no obstante, de ellas, pues en nada afectan a la argumentación principal.)

Y, hasta aquí, mi acuerdo es (salvada la matización de que, en realidad, no existe una prostitución, sino muchas) prácticamente completo. En efecto, pienso yo también que la argumentación libertaria (= liberal  radical) en favor del regulacionismo resulta indefendible, especialmente desde una perspectiva de izquierdas, atenta a las desigualdades materiales y a las relaciones de poder realmente existentes. Y que, por consiguiente, no es posible negar al Estado (por supuesto: si se acepta -en contra de la teoría política anarquista- que el Estado ha de cumplir un papel en la regulación de las relaciones sociales) la posibilidad de actuar para intentar reducir y eliminar la gran mayoría de los intercambios de servicios sexuales por dinero. (Las excepciones serían aquellas relaciones -escasas, sin duda, pero no inexistentes- en las que el acuerdo sea verdaderamente libre, en un sentido republicano: en el que el sujeto que acepta proporcionar los servicios sexuales tenía otras opciones -de sustento, de mantenimiento de su vida- distintas y de prácticamente igual o mejor calidad, pero prefiere, por una decisión autónoma suya, dedicarse al trabajo sexual.)

2. Prohibicionismo y justicia

La cuestión, sin embargo, es si, sobre la base de estos presupuestos, es razonable dar el paso siguiente (que la gran mayoría de l@s partidari@s del abolicionismo no dudan en dar, muchas veces sin ulterior reflexión), y justificar inmediatamente la legitimidad de la prohibición -y consiguiente sanción- de conductas individuales que, como la del cliente y/o los empresarios de servicios sexuales (pero también otros sujetos: arrendadores de locales y habitaciones, etc.), constituyen partes del proceso de interacción en el que la prostitución (con sus relaciones de dominación) tiene lugar.

A este respecto, quiero recordar aquí algo que he expuesto y argumentado con más detenimiento en otro lugar en términos generales (en mi libro más reciente: La justificación de las leyes penales), y es que, una vez decidido (por razones morales -es moralmente indeseable- y políticas -el Estado tiene derecho a intentar acabar con él) que se debe intentar que cierto estado de cosas -aquí, la mayoría de los intercambios de servicios sexuales por dinero- desaparezca, aún queda pendiente la tarea de justificar que ello pueda y deba lograrse a través de prohibiciones y sanciones jurídicas; y, más todavía, que deba hacerse a través de prohibiciones y sanciones penales.

Pues ocurre que la técnica de la prohibición (y sanción) jurídica constituye un instrumento que posee dos características peculiares. Primero, afecta siempre de modo directo a la libertad (negativa) de algún o algunos sujetos: aquí, de los clientes y/o de los empresarios de servicios sexuales, y/o sus colaborador@s. Hasta este punto, se trataría tan sólo de justificar que la afectación a dicha libertad, mediante la prohibición de intercambios de servicios sexuales por dinero, resulta proporcionada. Algo que, desde luego, no parece difícil de lograr, si las hipotéticas prohibiciones fuesen diseñadas de un modo razonable y prudente.


Pero, sobre todo, sucede también, en segundo lugar, que las prohibiciones jurídicas se caracterizan, en términos de justicia, por cargar todo el coste de la transformación del estado de cosas que se pretende cambiar y eliminar exclusivamente sobre los sujetos destinatarios de la prohibición. Es decir, en nuestro caso, todo el coste de la protección por parte del Estado de la autonomía de las mujeres (sustraerlas a las relaciones de dominación en las que se hallan inmersas -en su mayoría- cuando se dedican a la prostitución, aun de un modo no forzado) correría de cuenta de clientes, y/o empresarios de servicios sexuales, y/o colaborador@s de los mismos. Y ello es, precisamente, lo que no parece justo (ni tampoco razonable: luego aludiré a las cuestiones de racionalidad instrumental). Y no lo parece, porque significa una imputación de costes completamente injustificada, puesto que es evidente que no son los clientes ni los empresarios de servicios sexuales (quiero decir: los unos y los otros, individualmente considerados) aquellos a quienes es posible atribuir, en exclusiva y por completo, la responsabilidad por la existencia de las relaciones de dominación sobre las mujeres dedicadas a la prostitución no forzada con las que se quiere terminar.

Entiéndaseme bien: el debate no es acerca de una (global y puerilmente concebida) "inocencia" o "culpabilidad" de clientes y de empresarios, como el abolicionismo más moralista pretendería. Al contrario, de lo que se trata más bien es, una vez que se adopte la decisión colectiva (que, sostengo yo también, es preciso, por razones morales, adoptar) de acabar con las relaciones de dominación en las que se enmarcan la gran mayoría de los intercambios de servicios sexuales por dinero, de determinar a quién o a quiénes se debe cargar el coste de dicha decisión colectiva. Y, en este sentido, mi tesis es que resultaría injusto (e ineficiente, además) imputar todo el coste a clientes y empresarios, a través de prohibiciones jurídicas de sus actividades.

En concreto, tal y como he defendido en la obra arriba referenciada (op. cit., p. 280), pienso que la prohibición jurídica de una conducta (aquí, las de los clientes, empresarios y/o otr@s colaborador@s de los mismos) tan sólo resulta justificable, desde la perspectiva de los principios de justicia (aquí, de la justicia conmutativa), cuando lo que se pretende con ello es evitar una interacción (aquí: entre, de un lado, la prostituta y, del otro, el cliente/ el empresario/ el/la colaborador/a del negocio) que dé lugar a una transferencia forzada e injusta de poder y/o de recursos de una parte (la prostituta) hacia la otra (el cliente/ empresario/ colaborador(a)). Situación que, en principio, no tiene por qué concurrir necesariamente, en el caso de los intercambios de servicios sexuales por dinero que no sean forzados. (En los forzados, por supuesto, concurrirá siempre: de ahí que esté generalmente justificado prohibirlos.)

3. Explotación

En los intercambios no forzados, en cambio, no tiene por qué concurrir. Aunque, desde luego, puede hacerlo: así, cuando la interacción entre prostituta y cliente, entre prostituta y empresario, y/o entre prostituta y otr@s colaborador@s, resulte explotadora. Es decir, cuando (además de la posición de subordinación de la mujer que participa en el intercambio -una posición no creada por el comportamiento de cliente, empresario o colaborador(a), sino principalmente por otras causas y actuaciones) concurra también una desigualdad manifiesta entre las prestaciones que las partes del intercambio se comprometen a otorgarse. Aprovechando, además, la parte más poderosa (el cliente, y/o el empresario, y/o el/la colaborador(a)) la posición de inferioridad de la otra parte -la prostituta- para acordar unas condiciones de intercambio (en cuanto al precio, las condiciones de higiene y seguridad, etc.) mucho más desfavorables de las que: a) se habrían acordado en condiciones de igualdad material entre las partes; o b) se corresponden con un mínimo vital imprescindible, para que la mujer pueda vivir en condiciones dignas.

De este modo, en términos de justicia, lo que verdaderamente puede llegar a estar justificado prohibir  y sancionar son, además de los intercambios (de la prostituta con el cliente, y/o con el empresario de servicios sexuales, y/o con otr@s colaborador@s del negocio) que sean forzados (en sentido estricto: esto es, mediante violencia física o intimidación), aquellos otros que sean explotadores, en el sentido indicado.

4. Regulacionismo

Pero no, en cambio, la participación en acuerdos de intercambio de servicios sexuales por dinero no forzados y retribuidos justamente (y realizados en condiciones de higiene, seguridad, etc. también satisfactorios). Y ello, porque, en este último caso, la prohibición significaría cargar el coste de acabar con una situación moralmente indeseable (mujeres que deciden dedicarse a la prostitución porque, en la mayoría de las ocasiones, es su mejor alternativa: la menos mala, dada la situación de dominación en la que se hallan sumidas y de las que no pueden escapar -mujeres pobres, mujeres vulnerables, mujeres discriminadas, mujeres marginadas por la falta de permiso de residencia, etc.) exclusiva o muy principalmente sobre sujetos que ni tienen responsabilidad, en tanto que individuos, en la creación de la situación de dominación en la que la mujer se halla; ni tampoco -si se cumplen las condiciones expuestas- se han aprovechado de su poder para imponer una transferencia injusta o forzada desde la mujer que se prostituye hacia ellos.

Justamente, éste es el razonamiento moral que, en mi opinión, debe conducir a una persona -como es mi caso- de izquierdas y partidaria del abolicionismo, a apoyar, en el plano de la política criminal, la alternativa regulacionista: que lo que el Estado tiene derecho a intentar obtener, a través de la coerción propia de las prohibiciones y de las sanciones (habría que discutir más en extenso en qué casos recurrir específicamente a sanciones penales), es únicamente la evitación de intercambios de servicios sexuales por dinero que sean forzados y/o que resulten explotadores, dadas sus condiciones de prestación. Y que, justamente por ello, es necesario que se regulen adecuadamente las condiciones mínimas de la prestación de dichos servicios sexuales, para identificar lo que resulta intolerable; y lo que, por consiguiente, puede (y, si se cumplen las restantes condiciones, debe) ser prohibido.

5. Eficacia

Por lo demás, los argumentos abolicionistas en favor del regulacionismo no acaban aquí, en la cuestión moral. Y es que, justamente porque ni cliente, ni empresario, ni otros colaborador@s del negocio son los principales causantes de la situación de dominación en la que (la mayoría de las veces) se halla la mujer que opta por la prostitución, ocurre que prohibir sus conductas resulta generalmente (además de injusto) ineficaz. Por expresarlo en un solo ejemplo: ¿qué harán todas las mujeres extranjeras sin permiso de residencia que ahora, gracias a la prostitución, (mal)viven en las carreteras, parques y clubs de carretera de España, si la represión penal cayese -de verdad, no mediante intervenciones simbólicas o propagandísticas sin continuidad- sobre sus clientes y sus empresarios? ¿De verdad alguien puede pensar que se encontrarían en mejores condiciones?


6. Empoderamiento de las mujeres

Con ello, llegamos al punto que, a mi entender, resulta decisivo: que el debate acerca de la prohibición jurídica de las conductas de clientes, empresarios y/o otr@s colaborador@s del negocio de los servicios sexuales no sólo resulta generalmente mal enfocado, al prescindir tanto de una parte significativa de las cuestiones morales implicadas (un fin loable no justifica el empleo de cualquier medio para lograrlo) como también de razones de eficacia instrumental. Extrayéndose así, con demasiada ligereza, conclusiones prohibicionistas a partir del argumento de que es moralmente deseable acabar con la (mayor parte de la) prostitución, aun de la no forzosa. Es que, sobre todo, esta forma de presentar el problema viene a ocultar la cuestión central: que, si se acepta -como yo acepto, por las razones antes expuestas- el presupuesto del abolicionismo, entonces, las políticas públicas para acabar con la mayoría de los intercambios -todos los que no sean genuinamente libres- de servicios sexuales por dinero deberían concentrarse más bien en la causa de que la decisión voluntaria (y, la mayoría de las veces, perfectamente racional) de las mujeres sea dedicarse a la práctica de la prostitución. Es decir, deberían dedicarse prioritariamente al empoderamiento de dichas mujeres (y de otros sujetos sometidos a la dominación heteropatriarcal: peresonas transgénero, etc.): otorgándoles derechos, recursos, poder, voz, igualdad,...

Por expresarlo otra vez con un ejemplo expresivo: quien quiera acabar con la prostitución no forzada en España, que empiece por cuestionar la política y la legislación sobre extranjería y la discriminación institucional que conllevan  para una parte (pequeña, pero significativa) de la población que vive en España.

6. Conclusión: políticas criminales moralistas (injustas, simbólicas, ineficaces) y políticas públicas complejas en materia de prostitución

Y es que el discurso del moralismo consiste en buscar "culpables" (siempre los más visibles a primera vista) a una situación injusta, y exigir que se les castigue "como se merecen": esto es, hasta que nuestro deseo de venganza quede satisfecho. Es siempre una mala manera de diseñar políticas públicas (y políticas criminales). Porque -como este caso demuestra- tiende a mezclar problemas distintos, y a buscarles además soluciones simplistas, que suelen resultar tanto injustas como ineficaces. Por supuesto, el riesgo de incurrir en moralismo no puede excusarnos de reflexionar acerca de las implicaciones morales de las políticas. Pero sí debería obligarnos a reflexionar de un modo más riguroso, para evitar la soluciones fáciles y engañosas (e inútiles).

Razón por la que, volviendo al tema de la prostitución, es preciso ser al tiempo: a) abolicionista (con matices), por cuanto hace al objetivo final y al derecho del Estado a actuar para lograrlo; b) anti-prohibicionista (con excepciones: prostitución forzada, explotación, menores), por lo que se refiere al Derecho prohibitivo; c) regulacionista, en relación con los intercambios de servicios sexuales que no sean forzados ni explotadores; y, sobre todo, d) feminista (y, en general, defensor/a de los derechos humanos, de la igualdad material y de la diversidad sexual), en la promoción de políticas de empoderamiento de las mujeres, pobres, vulnerables, extranjeras, etc.

Porque sólo una combinación compleja de políticas públicas haría posible reducir la incidencia de un fenómeno tan complejo e imbricado en nuestra estructura social. El simplismo no es, pues, ninguna solución: es tan sólo un placebo.


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