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martes, 17 de septiembre de 2013

"¡Cifuentes, muérete!" Una reflexión (ligeramente introspectiva) acerca de justicia, venganza y retribución


Hace unas semanas, me sorprendí a mí mismo deseando fervientemente -y así se lo manifesté a mis amistades, ciertamente no en público- la muerte de una conocida política de la derecha que se había accidentado: ¡que se muera de una vez, por favor, se lo merece, por todo el mal que ha hecho, que nos deje en paz!

Como no soy un adicto al pensamiento mágico, por lo que obviamente no podía querer decir que, con mis deseos y/o con la expresión de los mismos, estuviese contribuyendo en algo al eventual fallecimiento (la política en cuestión morirá o no por otras causas, mas no por lo que yo desee o deje de desear), y como, por lo demás, pienso que lo que un@ piensa y dice (especialmente, cuando se trata de una forma muy usual y compartida de pensar y de decir) viene a resultar siempre revelador en alguna medida, me ha dado por creer que, reflexionando sobre ello, podría arrojar tal vez alguna luz acerca las intuiciones y creencias sociales -más o menos irracionales, pero siempre poco meditadas- comúnmente compartidas sobre "lo que es justo", el castigo que ciertas conductas merecen,... sobre justicia, venganza y retribución, en suma.

(Podríamos, claro, discutir también sobre la moralidad de mis deseos letales. Aunque creo que ello -por qué soy tan poco "humanitario" o respetuoso con la vida humana- tendría mucho menor interés general, por lo que habrá de esperar a mejor ocasión.)

Y he aquí mi hipótesis: mi hipótesis es que el atractivo del castigo como (mera) retribución de la conducta previa, es decir, el castigo que es innecesario por razones instrumentales (y, por consiguiente, en sí mismo inútil, e irracional por ello), resulta tanto mayor cuantos menores probabilidades existen de poder evitar, de modo efectivo, la repetición de nuevos episodios de la conducta (mala, por definición) de la que se abomina. Y, a la inversa, que la necesidad de un castigo (inútil, pero que expresa un sentido) retributivo disminuye en proporción a las probabilidades de que nuevos acaecimientos de la conducta inmoral tengan lugar (y de que, si se producen, puedan ser controlados, y reprimidos).

Piénsese, en efecto, en las razones que a mí -y a tantas otras personas de izquierdas- nos han podido llevar a desear la muerte de la política en cuestión. Primero, por supuesto, nuestra opinión de que su conducta es inmoral: su defensa de ideas clasistas y discriminatorias, así como -sobre todo- sus prácticas represivas, desde su cargo, que favorecen la violación de derechos humanos básicos (libertad de expresión, derecho a la integridad física) y de la impunidad de tales violaciones. (No es sólo una opinión, hay ya numerosos informes de organizaciones de defensa de los derechos humanos que así lo afirman y acreditan.)

Pero no es esto todo: constituye, sí, una condición necesaria para que pidamos castigo; pero no una condición suficiente. Pues, si dichas prácticas inmorales pudiesen ser puestas bajo control (bien a través de actuaciones judiciales efectivas, bien mediante la remoción del puesto de política tan insensible a cuestiones de derechos humanos), de manera que tuviésemos seguro que difícilmente volvería esta persona a tener la oportunidad de actuar de ese modo, probablemente nos conformaríamos mejor con la idea de que pudiera no responder de sus actos, de que no fuese castigada, ni se hiciese "justicia". (Justicia humana, mediante la imposición de sanciones, o "justicia poética", como en el caso de nuestro irracional deseo de verla muerta.)


(Advertencia: que no exigiésemos, tal vez, "justicia" entonces no quiere decir que las víctimas, pese a ello, no reclamasen, legítimamente, una reparación -en el más amplio sentido de la expresión- del daño sufrido. Obsérvese, sin embargo, que yo -e imagino que casi tod@s l@s que han expresados sus malos deseos- no estoy hablando como víctima, sino como observador ajeno al conflicto: no soy perpetrador ni víctima, sino alguien que observa un comportamiento desde fuera y lo evalúa.)

Más todavía: si estuviésemos seguros (aunque, obviamente, no podemos nunca estarlo por completo) de que tales prácticas nunca se iban a volver a repetir, por haberse vuelto imposibles (porque, digamos, la Policía Nacional hubiese sido disuelta y España se hubiese convertido en un "paraíso de los derechos humanos"), entonces la ausencia de justicia -la impunidad- resultaría tanto más tolerable. Hasta el punto de convertirse, de hecho, en la respuesta más racional a lo sucedido.

Generalizando: si sentimos que necesitamos "justicia" (esto es, venganza -esto es, un castigo que retribuya una conducta inmoral previa), ello es debido a la impotencia que aceptamos que existe a la hora de garantizar que la conducta inmoral en cuestión no vuelva a suceder. Como, efectivamente, puede volver a suceder (y aun es probable que suceda), la imposición de un castigo "por lo ocurrido" nos proporciona un sentimiento de "reequilibrio", de reordenación de nuestro universo social y moral: no podemos impedir que el perpetrador inmoral actúe y cause daño; pero, al menos, podemos castigarle por lo que ha hecho, y esto es algo, tranquilizador.

Claro que, por supuesto, este sentimiento que el castigo genera -y la tranquilidad que ello proporciona- al miembro de la comunidad en cuyo nombre se castiga no deja de ser puramente irracional: en la realidad, el castigo no "reequilibra" nada (siempre se ha dicho, y es cierto, que un segundo mal no "compensa" el primero, sino que simplemente se suma a él: son dos males), ya que no cambia la realidad material sobre la que actúa: muerta -es una hipótesis, claro- la actual Delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid, otra persona de su mismo partido (y, presumiblemente, con la misma política represiva) la sustituiría. Pero sí lo parece (cambiar algo) en nuestra mente, aún atrapada en este aspecto en las neblinas del pensamiento mágico, que toma el mundo material -aquí, a las personas y a sus acciones- principalmente como símbolos de una "realidad" inefable y escondida.

Obsérvese que el castigo con finalidad exclusiva o principalmente retributiva es irracional porque no pretende evitar (o no es capaz de lograrlo) que la conducta vuelva a tener lugar: cuando yo deseo que la política en cuestión muera, es porque no tengo poder para removerla del cargo, para expulsar a su partido del gobierno, ni para impedirles que siga reprimiendo violentamente la disidencia en el ejercicio el mismo. Cuando, en general, se demanda la pena de muerte para un horrible asesino, estando plenamente comprobado que dicha pena carece de cualquier efecto preventivo relevante, ello pretende ser más un acto meramente expresivo (de repulsa) y "mágico" (de exorcismo de los "malos espíritus" que la conducta gravemente inmoral habría traído a la comunidad -irracional, por tanto) que uno racional, instrumental, con objetivos medibles y atendibles.

Las conclusiones a las que mi reflexión conduce parecen obvias. De una parte, desde luego, a volver a criticar (en esto, no digo nada nuevo) la persistencia del pensamiento mágico en el ámbito político y jurídico: castigar es, siempre, la manifestación de un fracaso, de una impotencia de la comunidad. Y lo es muy especialmente cuando el castigo carece comprobadamente de la capacidad para motivar a los individuos (al infractor en concreto, o a otros potenciales infractores) y hacer así que se abstengan de realizar nuevas conductas (inmorales) que se pretende evitar. Porque significa, entonces, que dicha comunidad, como no es capaz de afrontar eficazmente un problema, lo exorciza, buscándole -con mayor o menor tino- responsables a los que castigar (con mayor o menor dureza). Es decir, causa un mal (el castigo) inútil... excepto, claro está, para tranquilizar, irracionalmente, a quienes prefieren pensar que, de ese modo, han hecho algo contra el mal (que no lo han hecho).

Pero creo más interesante hacer hincapié en la segunda conclusión. Y es que, si el castigo es, aun en el mejor de los casos, un (mal) sustitutivo de una solución a un conflicto, entonces la orientación, a la hora de afrontar problemas y conflictos sociopolíticos, debería ser justo la contraria de la que, desgraciadamente, tiende a predominar en los tiempos actuales: frente al moralismo que avasalla en el pensamiento contemporáneo (en eso, la parte menos lúcida de las derechas y de las izquierdas, del liberalismo, del conservadurismo y del radicalismo, se dan la mano), de lo que se trata principalmente no es de hallar culpables de los problemas, sino de buscarles soluciones.

En nuestro ejemplo: antes que castigar a la política en cuestión, o de desearle la muerte (o de matarla), de lo que se trata es de saber por qué la legislación, las prácticas administrativas y la cultura política del Estado español actual son tan permeables a la represión de la disidencia. Y, sobre todo, de identificar los cambios (en dicha legislación, en dichas prácticas, en dicha cultura política) que son necesarios para que conductas represoras como la que valoramos tan negativamente no se repitan.

Entiéndaseme bien: no estoy en contra del recurso al castigo (no soy un abolicionista), sino que pienso -creo que con fundamento- que en ocasiones el empleo de la técnica de la prohibición, de la constitución de infracciones y de su sanción son buenos instrumentos para reforzar las políticas. Pero creo que sólo son eso, nada más (y nada menos): refuerzos coercitivos de políticas, que, en el mejor de los casos (si las políticas son racionales y eficaces, y las prohibiciones, infracciones y sanciones están bien configuradas y son aplicadas con prudencia), sirven para hacer que las mismas resulten más eficaces. De lo que estoy en contra es, más bien, del recurso al castigo como primera -y, muchas veces, única- "solución": precisamente, porque no lo es, sino tan sólo un placebo, engañoso y doloroso.


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