Estaba yo el otro día leyendo el primer volumen de la compilación del cómic The walking dead (Robert Kirkman/ Tony Moore/ Charlie Adlard/ Cliff Rathburn), una narración del género fantástico que -como les suele ocurrir a las mejores del género- narra algo más que meras transformaciones antinaturales de la realidad: habla de cómo es la naturaleza humana, de cómo reaccionamos ante peligros, miedos, cambios.
Después de un rato de abandonar el tomo, me sorprendí a mí mismo reflexionando sobre las formas en las que los personajes de la obra van enfrentándose al cambio que se produce en su entorno, sus dificultades para lidiar con ellos, sus relaciones personales y colectivas...
Temas, sin duda, interesantes. Pero, hay que reconocerlo, también bastante ajenos a la mayor parte de los problemas reales (existenciales, sociales y políticos) a los que hemos de enfrentarnos cotidianamente.
Me dio por pensar, entonces, que siempre se ha dicho, y es cierto, que el género fantástico sirve muy bien como reflejo y evidencia acerca de las ansiedades propias de cada momento histórico-social: se alude siempre al miedo a las enfermedades infecciosas de transmisión sexual en el género gótico de la era victoriana (y también en los años 80 del siglo pasado, con el SIDA); de la histeria anticomunista y en torno al exterminio nuclear en la ciencia ficción norteamericana de los años 50 del siglo pasado; del slasher como manifestación de las ansiedades de etnia, de clase y de género en los Estados Unidos de los 70; etc.
Todo ello es cierto. Como también lo es (yo mismo me he ocupado de la cuestión en otra entrada de este Blog) que el género fantástico -la mejor parte del mismo- constituye un espacio bien idóneo para desarrollar, en el plano artístico, una suerte de "investigación de laboratorio" sobre las formas de comportamiento de la especie humana y sobre su percepción de la realidad, que permita poner en cuestión las categorías epistémicas en principio consolidadas.
Pero, siendo verdad todo lo anterior, también ocurre, según pienso (y a ello pretendía referirse principalmente mi comentario aquí), que la narración fantástica puede cumplir en muchas ocasiones también -y aun principalmente- una función de ocultación; ideológica, por consiguiente. De ocultación de la realidad: de la realidad inmediatamente perceptible, quiero decir. Una realidad (de desigualdad social, sexismo e imperialismo en la era victoriana, de militarismo y represión anticomunista, en los Estados Unidos de los años 50, de represión de los movimientos populares y rearme de las corrientes más conservadoras de la sociedad norteamericana, en los años 70...) que queda postergada, demasiadas veces, en el relato fantástico, por profundas (o sólo pretendidamente profundas) reflexiones acerca de lo invariable de la experiencia humana.
Cuando sucede que, en realidad, lo invariable (que existe, desde luego: la vigencia de las leyes físicas y biológicas sobre la vida humana, con su culmen en la necesidad de morir) es, sin embargo, muy poco en nuestra existencia. Pues incluso eso poco está transido de influjos sociales: uno vive y muere antes o después, y mejor o peor, dependiendo de su etnia, clase, género, etc.
La tendencia (no universal, por supuesto: hay grandes narraciones fantásticas que abordan de manera directa problemas sociopolíticos centrales) a orillar esto en buena parte del género fantástico, para concentrarse en las "eternas verdades", en lo invariable desbrozado de cualquier componente social vinculado a la realidad, es, me parece, una tentación innegable del género. Ante la que conviene precaverse, pues, dada la pretendida trascendencia de esas "eternas verdades", es fácil dejarse atraer a un abismo de reflexiones existenciales, paracientíficas y parafilosóficas que sirvan para orillar la forma, real, en la que la vida y la muerte del ser humano tienen lugar verdaderamente: completamente atrapadas ambas por la estructura social, por la cultura y por el poder.
De este modo, cuando hoy nos vemos anegad@s por decenas y por centenares de narraciones sobre el fin del mundo, el imperio de los zombis y otras tramas semejantes, podemos estar huyendo, en nuestra pretendida profundización en la "naturaleza última" del ser humano, enfrentado a circunstancias extremas, de horrores mucho más cotidianos y, por ello, mucho más reales: los procedentes de la violación de los derechos humanos, de la injusticia y de la dominación, que anegan las frágiles barquichuelas que son nuestras existencias, con mucho mayor daño que el que cualquier bandada de zombis desesperados podrían llegar a producirnos nunca.
Así pues, ni tanto ni tan calvo: no hay por qué comulgar con el puritanismo de "lo realista"; pero tampoco conviene (como es más bien la tentación dominante) sumergirnos excesivamente en elucubraciones acerca de la "naturaleza de lo real y de lo humano", hasta el punto de perder de vista dónde vivimos y penamos, en verdad.
Temas, sin duda, interesantes. Pero, hay que reconocerlo, también bastante ajenos a la mayor parte de los problemas reales (existenciales, sociales y políticos) a los que hemos de enfrentarnos cotidianamente.
Me dio por pensar, entonces, que siempre se ha dicho, y es cierto, que el género fantástico sirve muy bien como reflejo y evidencia acerca de las ansiedades propias de cada momento histórico-social: se alude siempre al miedo a las enfermedades infecciosas de transmisión sexual en el género gótico de la era victoriana (y también en los años 80 del siglo pasado, con el SIDA); de la histeria anticomunista y en torno al exterminio nuclear en la ciencia ficción norteamericana de los años 50 del siglo pasado; del slasher como manifestación de las ansiedades de etnia, de clase y de género en los Estados Unidos de los 70; etc.
Todo ello es cierto. Como también lo es (yo mismo me he ocupado de la cuestión en otra entrada de este Blog) que el género fantástico -la mejor parte del mismo- constituye un espacio bien idóneo para desarrollar, en el plano artístico, una suerte de "investigación de laboratorio" sobre las formas de comportamiento de la especie humana y sobre su percepción de la realidad, que permita poner en cuestión las categorías epistémicas en principio consolidadas.
Pero, siendo verdad todo lo anterior, también ocurre, según pienso (y a ello pretendía referirse principalmente mi comentario aquí), que la narración fantástica puede cumplir en muchas ocasiones también -y aun principalmente- una función de ocultación; ideológica, por consiguiente. De ocultación de la realidad: de la realidad inmediatamente perceptible, quiero decir. Una realidad (de desigualdad social, sexismo e imperialismo en la era victoriana, de militarismo y represión anticomunista, en los Estados Unidos de los años 50, de represión de los movimientos populares y rearme de las corrientes más conservadoras de la sociedad norteamericana, en los años 70...) que queda postergada, demasiadas veces, en el relato fantástico, por profundas (o sólo pretendidamente profundas) reflexiones acerca de lo invariable de la experiencia humana.
Cuando sucede que, en realidad, lo invariable (que existe, desde luego: la vigencia de las leyes físicas y biológicas sobre la vida humana, con su culmen en la necesidad de morir) es, sin embargo, muy poco en nuestra existencia. Pues incluso eso poco está transido de influjos sociales: uno vive y muere antes o después, y mejor o peor, dependiendo de su etnia, clase, género, etc.
La tendencia (no universal, por supuesto: hay grandes narraciones fantásticas que abordan de manera directa problemas sociopolíticos centrales) a orillar esto en buena parte del género fantástico, para concentrarse en las "eternas verdades", en lo invariable desbrozado de cualquier componente social vinculado a la realidad, es, me parece, una tentación innegable del género. Ante la que conviene precaverse, pues, dada la pretendida trascendencia de esas "eternas verdades", es fácil dejarse atraer a un abismo de reflexiones existenciales, paracientíficas y parafilosóficas que sirvan para orillar la forma, real, en la que la vida y la muerte del ser humano tienen lugar verdaderamente: completamente atrapadas ambas por la estructura social, por la cultura y por el poder.
De este modo, cuando hoy nos vemos anegad@s por decenas y por centenares de narraciones sobre el fin del mundo, el imperio de los zombis y otras tramas semejantes, podemos estar huyendo, en nuestra pretendida profundización en la "naturaleza última" del ser humano, enfrentado a circunstancias extremas, de horrores mucho más cotidianos y, por ello, mucho más reales: los procedentes de la violación de los derechos humanos, de la injusticia y de la dominación, que anegan las frágiles barquichuelas que son nuestras existencias, con mucho mayor daño que el que cualquier bandada de zombis desesperados podrían llegar a producirnos nunca.
Así pues, ni tanto ni tan calvo: no hay por qué comulgar con el puritanismo de "lo realista"; pero tampoco conviene (como es más bien la tentación dominante) sumergirnos excesivamente en elucubraciones acerca de la "naturaleza de lo real y de lo humano", hasta el punto de perder de vista dónde vivimos y penamos, en verdad.