John Ford siempre afirmó que The sun shines bright era lo más parecido a la película ideal que hubiese querido realizar. Y no creo que fuese casualidad: con toda probabilidad, se asemeja mucho a una plasmación fiel de la ideología del director.
Como es sabido, se ha especulado mucho acerca de si el cine de Ford debería ser interpretado como expresión de ideas políticas progresistas o más bien conservadoras; aduciéndose los más diversos argumentos (temáticos, argumentales, formales) en favor de una y de otra opinión. No much@s, sin embargo, han destacado, me parece, como se debería el hecho de que la ideología de John Ford parece haber sido esencialmente tradicionalista: una exaltación reaccionaria de la mítica comunidad originaria; pero un tradicionalismo fundado, en bases culturales y morales de índole religiosa. Y que, en este sentido, se trataría de una ideología que, desde el punto de vista político, resulta necesariamente ambigua.
De una parte, es indudable que las ideologías tradicionalistas y con una base religiosa poseen relevantes implicaciones progresistas, cuando se trata de poner en cuestión la naturalidad de las formas de dominación imperantes (aquí y ahora, al igual que en el momento en que John Ford realizaba su cine, las formas capitalistas de dominación, principalmente -aunque no sólo). Al contraponer frente a las mismas, además, un contra-modelo ideal, una utopía, en la que las normas morales ("leyes morales" -naturales, divinas- las denominaría un partidario de la moral religiosa) imperan. Así, en películas como The grapes of wrath, How green was my valley o Sergeant Rutledge (pero, en general, en todas sus películas) es posible hallar relevantes elementos de crítica social.
Una crítica social que, hay que advertirlo, renuncia desde un principio a profundizar en el análisis crítico de las estructuras sociales que hacen posible la injusticia, la explotación y la violencia, limitándose a enunciar una condena, moralista, de tales situaciones inmorales. Moralista, porque reduce el enunciado condenatorio a una comparación entre el deber-ser (según las "leyes morales" -naturales, divinas) y la realidad, concluyendo que ésta "no debe ser (seguir siendo)". Pero que ni examina las causas de que la realidad sea como es; ni construye un discurso acerca de la responsabilidad (salvo uno, excesivamente vago, de connotaciones teológicas, no propiamente morales, puesto que no vincula adecuadamente la inmoralidad al sujeto moral, al ser humano y a sus grupos y organizaciones: se habla así de el mal como expresión de la pérdida de la gracia -versión católica- o de la naturaleza caída del hombre -versión protestante, o de cosas semejantes); ni tampoco, en fin, es capaz de realizar propuestas practicables de acción para afrontar y transformar dicha realidad inmoral.
Y no es capaz, porque no tiene otro recurso que el de apelar a una conciencia individual que, cuando se halla dominada por la voluntad divina (por la gracia, por la voluntad de cumplir con los preceptos del mandato divino), debería ser capaz de hacer todo el esfuerzo posible para intentar cambiar ella misma, y el individuo; y, con ello, la sociedad. Se comprenderá, no obstante, que se trata aquí de una concepción de la acción social completamente obsoleta, por voluntarista: en tanto que prescinde de la evidencia, científicamente establecida, de que la acción social está siempre condicionada hondamente por las estructuras sociales dentro de las que tiene lugar. Y que, además, en muchas ocasiones las transformaciones sociales dependen de acciones colectivas, no simplemente individuales. Se trata, pues, de que el moralismo de base religiosa tiende a promover una teoría de la acción social anticuada en lo teórico y con inquietantes implicaciones quietistas en el orden práctico.
(Soy consciente, no obstante, de que las observaciones críticas que acabo de realizar intentan ser afrontadas por diversas teologías morales alternativas, en el seno de las diferentes religiones: teología política, teología de la liberación, etc. Sirven, pese a todo, bien para describir la teología moral estándar, la que aquí nos interesa, pues es la que parece estar en la base ideológica del cine de John Ford.)
De otra parte, además, la ideología tradicionalista de base religiosa introduce un límite infranqueable en su crítica social: cualquier alternativa, a la realidad social existente, debería conformarse con una serie de normas morales que, porque son consideradas eternas (porque son naturales, porque proceden de la voluntad divina), no pueden ser ignoradas, ni puestas en cuestión. De manera que cualquier cambio social, de una realidad moralmente inaceptable, debería ser en todo caso una "vuelta a los orígenes", un retorno a la pureza moral originaria. Esto, por supuesto, posee implicaciones políticas relevantes: mientras que durante la etapa destructiva de cualquier revolución el milenarismo -el retorno del reino divino a la tierra- puede constituir, sin duda alguna, una potente herramienta de movilización política, cuando se trata de construir un modelo alternativo de sociedad, el apego a "principios eternos" constituye principalmente un obstáculo intolerable, a la libre discusión moral, a la soberanía popular, a la toma en consideración de las complejidades de lo real, al respeto a los derechos de las minorías y al pluralismo. De ahí que, de hecho, el tradicionalismo religioso acabe, en último extremo, por resultar políticamente conservador: porque, aunque puede ser crítico (incluso, a veces, anticapitalista), también es, necesariamente, contrarrevolucionario.
Ejemplos de todo lo anterior en la historia política contemporánea podemos hallarlos por docenas. Sin embargo, si deseamos encontrar una representación narrativa de esa ideología tradicionalista religiosa, en la que se plasmen todos sus componentes y todas sus contradicciones, la obra cinematográfica de John Ford constituye un locus ideal.
En este sentido, si películas como las que antes citaba (The grapes of wrath, How green was my valley, Sergeant Rutledge) dan fe de la faceta crítica de la ideología, The sun shines bright podría ser presentada como el paradigma de la representación de su faceta constructiva.
En efecto, si recorremos el conjunto de relatos encadenados que constituyen la trama de la película, lo que acabamos por encontrar es la representación de una (pretendida) comunidad ideal. Una comunidad en la que los individuos (representados ejemplarmente por el juez Priest -Charles Winninger- que protagoniza la narración) son capaces, a pesar de las tentaciones, de dejarse guiar en la gran mayoría de los casos por su conciencia moral, ilustrada por los preceptos morales (de base religiosa -natural, divina). En la que, consiguientemente, las diferencias de clase, etnia, credo o género tan sólo sirven para ubicar a cada persona en un lugar de la estructura social, pero no condiciona su comportamiento ni su igual dignidad. En la que, por ello, los individuos pertenecientes a una sociedad racista son capaces de resistirse a la tentación del linchamiento, tratan a los personas de etnia afroamericana (ubicadas en la parte inferior de la escala social), en la vida diaria, como sus iguales. Son capaces de prescindir de los prejuicios y tratar con piedad a cualquier marginado social (como las prostitutas que habitan en el pueblo, o la madre de Lucy Lee -Dorothy Jordan). Y son capaces de resistir a cualquier demagogia política cuando tienen que tomar decisiones como comunidad, para mantenerse firmes en su rectitud moral. Una comunidad en la que el pecado y el mal, cuando ocurren, son debidamente reconocidos como tales; y en la que el debido arrepentimiento acaba por producirse.
Todo ello, por supuesto, narrado a través del característico y magnifico estilo del director (ya muy consolidado, a estas alturas de su carrera) : composición de auténticas setpieces, con una dilatación temporal considerable del tempo dramático, en las que los actores tienen tiempo para representar una matizada gama de emociones. El empleo constante de tonos farsescos para describir situaciones y personajes. La presencia de la musica, casi siempre diegética, como recurso para comentar las escenas. Y, por acabar en algún lado, el hondo trabajo en relación con la identificación emocional del(a) espectador(a) con los personajes, a través de la utilización inteligente de todos los recursos descritos.
El resultado final es, como decía, la representación más acabada de una cierta forma de utopía: una comunidad regida por la conciencia individual, a su vez guiada por los preceptos morales, absolutos y eternos. Que -así rezaría el lema de Ford, si lo hubiese explicitado- asegura el máximo de felicidad al que los seres humanos pueden aspirar en este mundo: porque asegura rectitud individual, una comunidad armoniosa y piedad para los que, por azar, por su posición social o por su propio comportamiento, caen en desgracia.
Podemos -y debemos- cuestionar, por supuesto, la plausibilidad de una construcción ideológica de este jaez: ingenua, quietista, conservadora, como he apuntado. Pero lo que no podemos ni debemos negar es que (como nos ocurre frecuentemente, por lo demás, con otros frutos artísticos de la cultura religiosa), representada con la gracia estética que un creador como John Ford es capaz de aportarla, su forma alcanza una gran belleza. Y que, precisamente por ello, es capaz de llenar, sin duda alguna, aunque sea de una forma ilusoria, anhelos hondamente presentes en nuestros atribulados espíritus.
Puede verse la película completa aquí: