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viernes, 29 de marzo de 2013

Don DeLillo: Cosmopolis


A medida que voy leyendo más y más novelas de Don DeLillo, más y más voy comprendiéndole como una suerte de portavoz literario de las ideas que con tanto ímpetu defendió Jean Baudrillard acerca de la pérdida del sentido, y del sentido de la realidad, en la cultura contemporánea, y su transformación en una cultura del simulacro.

En este sentido, Cosmopolis (hay traducción castellana en Seix Barral) no es sino otra reelaboración de la (dudosa) epopeya de un individuo completamente anegado de insignificancia, a la busca de la realidad. Aquí, se trata de Eric Parker, un multimillonario inversor financiero, perdido en una cultura (casi) completamente desmaterializada, dominada por los flujos de información digitalizada y por las representaciones de la realidad. Un individuo encerrado en esa cultura de flujos y de representaciones, que parece casi incapaz de acceder a lo material y de percibirlo como tal: de acceder al tacto de las cosas, a las sensaciones reales de la sexualidad, a la vida cotidiana, material, de los individuos corrientes.

Debido a ello, debido a esta pérdida (del sentido, de las referencias), Parker recorre Manhattan, cual fantasma errante, en su estrambótica limusina, rodeado de máquinas y de guardaespaldas, de asesores y de imágenes. Y, cual Ulises, esta odisea le va conduciendo hacia los infiernos: hacia los infiernos de la realidad "real" (valga la -necesaria- redundancia). Un descenso a los infiernos que, sin embargo, parece constituir, para él, la única oportunidad existente de recuperar el (re-)conocimiento, de sí mismo y del mundo. Aun cuando dicho reconocimiento, dicha salvación, haya de ser pagada al precio de la aniquilación: una aniquilación plagada de serenidad, no obstante.

Nuevamente, como en tantas otras novelas de DeLillo, la violencia aparece como el único, y último, recurso de los individuos desorientados, que buscan volver a conectarse consigo mismos y con lo real. Otra vez, el mundo aparece, sin embargo, como un auténtico pandemónium: al que resulta inevitable verse atraído, dada nuestra innata necesidad de "tocar" lo real; pero que, en verdad, no sería más que un loco museo de ruido, furia y desesperación.

Y todo ello, como es habitual, servido por extenuantes articulaciones verbales en largos párrafos descriptivos (ante todo, de las sensaciones y emociones de su protagonista), junto con escuetos diálogos. (Diálogos que, ciertamente, lo son en sentido técnico, mas no en lo sustancial: en las novelas de DeLillo apenas existe la comunicación con sentido entre sus personajes, que se limitan a articular vagamente sus anhelos, poco dispuestos o poco optimistas respecto a que los otros los reconozcan o estén dispuestos a satisfacerlos.)


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