A lo largo de estos dos últimos años, al hilo de las convulsiones sociopolíticas que está sufriendo el régimen político español, venimos asistiendo -en mi caso, crecientemente perplejo- a un debate en el seno de las izquierdas (que ya procedía de antes, aunque no había logrado tanto auditorio como el que el surgimiento del Movimiento 15-M le ha proporcionado), aparentemente sobre estrategia. El debate rezaría: ¿masas u organizaciones? O, por expresarlo en los términos, indebidamente personalizados, en los que suele plantearse: ¿sindicatos (y plataformas, y partidos, y organizaciones...) o movimientos al margen de las mismas?
Obsérvese, para evitar malentendidos, sobre qué no versa el debate. No versa, en primer lugar, sobre el trasfondo analítico, acerca de la realidad sociopolítica española y europea, en el que un@s y otr@s se basan: con matices (no exentos desde luego de interés, aunque, en mi opinión, menores), los análisis son bastante compartidos en las izquierdas. Financiarización de la economía, efectos de la globalización, nueva división internacional del trabajo, una Unión Europea falta de pulso democrático y en manos de los lobbies y del gran capital, una democracia española demediada, que nunca ha acabado de construir un verdadero Estado del bienestar y que tiene serios problemas para integrar en su seno a las "nacionalidades históricas",... Todos estos son elementos del diagnóstico básicamente compartidos.
Tampoco parece tratar la discusión sobre el programa sustantivo que se propone. Pues, de nuevo, aun con matices, nadie parece tener propuestas concretas que vayan más allá de profundizar en los mecanismos de participación democrática de la ciudadanía (reforma del sistema electoral, eliminar prebendas para cargos políticos y el indebida reparto entre los partidos mayoritarios de cargos y sectores de la Administración, etc.), de garantizar derechos sociales para tod@s y una política económica menos sumisa al gran capital español, más sostenible desde el punto de vista medioambiental y, acaso, una que apueste por actividades productivas socialmente aceptables y con mayor valor añadido. En negativo: nadie parece proponer en serio -es decir, para aquí y para ahora, y no ad calendas graecas- una transformación radical del modelo social vigente en sus bases esenciales (redistribución de la riqueza, alteración de los derechos de propiedad, etc.).
Por fin, y aun cuando pudiera parecer otra cosa, tampoco creo que el debate tenga que ver con la estrategia para llegar a las políticas alternativas que se proponen. Y ello, por una razón muy sencilla, por más que resulte desalentadora: porque ni unos ni otros parecen tener tal estrategia. No la tienen, desde luego, los grandes sindicatos y los partidos de izquierdas, que parecen querer confiar en que la reacción del electorado será suficiente para que, cuando menos, los poderes sociales y sus comisionados en el ámbito político accedan a que volvamos a la situación anterior y, si es posible, a una algo mejor. Confianza que cae de lleno dentro del más crudo wishful thinking, cuando parece claro que las transformaciones que están teniendo lugar pretenden durar, por lo que la estrategia de conservación de lo adquirido (y de recuperación de lo perdido) resulta poco prometedora.
Por fin, y aun cuando pudiera parecer otra cosa, tampoco creo que el debate tenga que ver con la estrategia para llegar a las políticas alternativas que se proponen. Y ello, por una razón muy sencilla, por más que resulte desalentadora: porque ni unos ni otros parecen tener tal estrategia. No la tienen, desde luego, los grandes sindicatos y los partidos de izquierdas, que parecen querer confiar en que la reacción del electorado será suficiente para que, cuando menos, los poderes sociales y sus comisionados en el ámbito político accedan a que volvamos a la situación anterior y, si es posible, a una algo mejor. Confianza que cae de lleno dentro del más crudo wishful thinking, cuando parece claro que las transformaciones que están teniendo lugar pretenden durar, por lo que la estrategia de conservación de lo adquirido (y de recuperación de lo perdido) resulta poco prometedora.
No obstante, tampoco hay que hacerse ilusiones: los espontaneístas, que confían en las movilizaciones y en la reacción de las masas populares (bueno, ell@s las llaman de otro modo, más elegante: multitud constituyente) tampoco parecen tener más estrategia que la de continuar con las protestas hasta que sea posible (hasta que el cuerpo aguante), aprovechar todas las oportunidades que la torpeza de las derechas nos proporcionen... e -imagino yo, algo malévolamente- confiar en el viejo topo de la historia para que nos lleve a buen puerto. (Paradojas: un@s y otr@s parecen confiar más en la filosofía de la historia que en la acción política. Buena muestra de impotencia.)
En este contexto, un tanto misérrimo, en el que el único elemento de esperanza (¡sólo esperanza!) es la indignación de la ciudadanía ante el creciente deterioro de su nivel de vida, ante la la privación de derechos y ante la mediocridad de los líderes políticos de los partidos del régimen (lo que, sin duda alguna, abre -como ya he comentado en alguna otra ocasión- una ventana de oportunidad para las izquierdas, pero tan sólo eso, no puede aportar una solución para sus impotencias), no deja de ser curioso -y lamentable- que el debate entre organizaciones y espontaneísmo pueda subsistir y centrar buena parte de las escasas energías teóricas de nuestr@s activistas. (Cuando tan necesitad@s estamos -lo he apuntado ya otra vez- de emplearlas en la elaboración de un programa de gobierno y de una estrategia de acción.) Hoy mismo veía un cruce de correos electrónicos en torno al #25S, en el que unos (los partidarios de las organizaciones) acusaban a los otros de ingenuos y estos a aquellos de estalinistas y de antiguos. Pero hace unos meses el debate era en torno a la huelga general, en términos similares: sindicatos tildados de traidores y de inútiles, frente a movimientos (más) espontáneos calificados de "aventureros" e "irresponsables". Y así sucesivamente...
Debe tenerse en cuenta, por lo demás (y para evitar malentendidos), que la cuestión no es que se critique a las organizaciones más grandes de las izquierdas o que se critique (que también se puede, y se debe, por más que resulte hoy en día menos popular) a los movimientos más espontáneos. La crítica es, sin duda, siempre necesaria. En ocasiones, imprescindible: como cuando (por poner dos ejemplos tan solo) los sindicatos mayoritarios se subieron al carro del acuerdo con el gobierno (del P.S.O.E.), en la ingenua creencia de que así iban a ser capaces de detener el tsunami antisocial que se les (nos) venía encima; o como cuando -por ir al otro extremo- recientemente se ha propuesto y puesto en marcha en la enseñanza madrileña, al margen de los sindicatos más representativos, una "huelga indefinida"... de siete días de duración, antes de ser desconvocada, ante su evidente fracaso.
No, el problema no es que haya críticas. El problemas es, más bien, que en el trasfondo de muchas de tales críticas -no en todas, por supuesto- a casos concretos de actuación o de inacción por parte de las grandes organizaciones o de los movimientos asamblearios subyace un punto de partida mucho más problemático, a veces completamente explícito: el cuestionamiento tanto de la necesidad práctica como de la legitimidad moral y política de la existencia y de la acción de unos o de otros. O, en otros términos, la pretensión de reclamar el monopolio de las izquierdas, para unos o para otros.
A este respecto, tan sólo quiero apuntar dos cosas. La primera es que tal género de cuestionamientos (rara vez claros, casi siempre travestidos de crítica a actuaciones concretas) resultan, en la situación actual, netamente irresponsables, puesto que provocan desunión, desconcierto y pérdida de energías, actuales y potenciales. Uno reclamaría, por ello, un poco más de caridad, de actitud fraternal (no se me ocurren mejores palabras para describir lo que pido, aun cuando estén algo apolilladas por el uso y abuso de las mismas por parte del catolicismo): si luchamos por las mismas cosas y contra las mismas cosas, parece que somos -nos gustemos o no- camaradas; y, entre camaradas deberíamos ser capaces de respetarnos, siempre.
Pero es que, más allá de esto, ocurre que el debate me parece (no sólo irresponsable, sino también) falso, equivocado de medio a medio. En los términos en los que viene desarrollándose (y que he intentado describir), se corresponde en muy buena medida con el viejo dilema comunista en torno al papel de las vanguardias y de las masas. Aquí, sin embargo, con un aparentemente paradójico cambio de roles, en relación con el debate comunista clásico (cambio que obedece a las crisis vivida desde entonces por las izquierdas). En efecto, aquí y ahora, los más partidarios del espontaneísmo de masas son, en el fondo (puesto que nunca se piensa en cualquier clase de ciudadan@ como parte de esa masa, sino que se selecciona a través de estereotipos: el joven, activista, informado a través de internet, etc.), quienes más están reclamando una vanguardia lo suficientemente radical (en su forma de pensar, de vivir y de actuar políticamente) que no se entrampe en alianzas con sectores política o socialmente más dudosos y que mantenga incólume un programa máximo de transformación "radical" (tómese, no obstante, el calificativo con muchas, muchas comillas, como he advertido más arriba). Por contra, las grandes organizaciones resultan ser más partidarias de buscar coaliciones social y políticamente amplias. Lo que casi inevitablemente conduce a llegar a compromisos y a distinguir entre el programa máximo y un programa de menor alcance (que concite, empero, un apoyo más amplio y plural), que es el que se intenta efectivamente llevar la práctica.
Debe tenerse en cuenta, por lo demás (y para evitar malentendidos), que la cuestión no es que se critique a las organizaciones más grandes de las izquierdas o que se critique (que también se puede, y se debe, por más que resulte hoy en día menos popular) a los movimientos más espontáneos. La crítica es, sin duda, siempre necesaria. En ocasiones, imprescindible: como cuando (por poner dos ejemplos tan solo) los sindicatos mayoritarios se subieron al carro del acuerdo con el gobierno (del P.S.O.E.), en la ingenua creencia de que así iban a ser capaces de detener el tsunami antisocial que se les (nos) venía encima; o como cuando -por ir al otro extremo- recientemente se ha propuesto y puesto en marcha en la enseñanza madrileña, al margen de los sindicatos más representativos, una "huelga indefinida"... de siete días de duración, antes de ser desconvocada, ante su evidente fracaso.
No, el problema no es que haya críticas. El problemas es, más bien, que en el trasfondo de muchas de tales críticas -no en todas, por supuesto- a casos concretos de actuación o de inacción por parte de las grandes organizaciones o de los movimientos asamblearios subyace un punto de partida mucho más problemático, a veces completamente explícito: el cuestionamiento tanto de la necesidad práctica como de la legitimidad moral y política de la existencia y de la acción de unos o de otros. O, en otros términos, la pretensión de reclamar el monopolio de las izquierdas, para unos o para otros.
A este respecto, tan sólo quiero apuntar dos cosas. La primera es que tal género de cuestionamientos (rara vez claros, casi siempre travestidos de crítica a actuaciones concretas) resultan, en la situación actual, netamente irresponsables, puesto que provocan desunión, desconcierto y pérdida de energías, actuales y potenciales. Uno reclamaría, por ello, un poco más de caridad, de actitud fraternal (no se me ocurren mejores palabras para describir lo que pido, aun cuando estén algo apolilladas por el uso y abuso de las mismas por parte del catolicismo): si luchamos por las mismas cosas y contra las mismas cosas, parece que somos -nos gustemos o no- camaradas; y, entre camaradas deberíamos ser capaces de respetarnos, siempre.
Pero es que, más allá de esto, ocurre que el debate me parece (no sólo irresponsable, sino también) falso, equivocado de medio a medio. En los términos en los que viene desarrollándose (y que he intentado describir), se corresponde en muy buena medida con el viejo dilema comunista en torno al papel de las vanguardias y de las masas. Aquí, sin embargo, con un aparentemente paradójico cambio de roles, en relación con el debate comunista clásico (cambio que obedece a las crisis vivida desde entonces por las izquierdas). En efecto, aquí y ahora, los más partidarios del espontaneísmo de masas son, en el fondo (puesto que nunca se piensa en cualquier clase de ciudadan@ como parte de esa masa, sino que se selecciona a través de estereotipos: el joven, activista, informado a través de internet, etc.), quienes más están reclamando una vanguardia lo suficientemente radical (en su forma de pensar, de vivir y de actuar políticamente) que no se entrampe en alianzas con sectores política o socialmente más dudosos y que mantenga incólume un programa máximo de transformación "radical" (tómese, no obstante, el calificativo con muchas, muchas comillas, como he advertido más arriba). Por contra, las grandes organizaciones resultan ser más partidarias de buscar coaliciones social y políticamente amplias. Lo que casi inevitablemente conduce a llegar a compromisos y a distinguir entre el programa máximo y un programa de menor alcance (que concite, empero, un apoyo más amplio y plural), que es el que se intenta efectivamente llevar la práctica.
¿Vanguardia o amplia coalición? Creo que V. I. Lenin (sin duda, uno de los más clarividentes líderes de un movimiento revolucionario que han dado las izquierdas) lo hubiese tenido claro. Y yo, siguiendo sus enseñanzas, también lo tengo: lo uno y lo otro. Necesitamos, en efecto, grupos capaces de impulsarnos hacia nuevos desafíos, de cambiar el marco cognitivo de las discusiones, puesto que las grandes organizaciones y las coaliciones de amplio espectro tienden a conformarse con pequeñas mejoras en lo existente; y, en este sentido, a acomodarse. Así, es evidente que una iniciativa como el Movimiento 15-M provocó, en 2011, uno de esos cambios en el marco del debate político, forzando a las grandes organizaciones de las izquierdas españolas a modificar -y a radicalizar- sus planteamientos, en un sentido más exigente y transformador.
Pero creo también que sólo de vanguardias no vive la revolución. Antonio Gramsci lo expuso con mucha claridad: si queremos construir hegemonía (como presupuesto para el cambio revolucionario), es preciso penetrar en el tejido social. Es decir, alejarse -relativamente- de los núcleos de militancia más activa y comprometida, diversificar la procedencia de militantes, adherentes y votantes. Y, para ello (como para la puesta en práctica de cualquier estrategia de diversidad), hay que estar dispuest@s a renunciar a parte de la propia identidad, cultural y política. A la menos esencial, por supuesto (siendo materia de debate cuál sea tal parte). Así, sigue siendo cierto que no es posible imaginar un cambio político efectivo sin un respaldo en las grandes organizaciones de las izquierdas, y su capacidad de alcanzar y de movilizar a much@s ciudadan@s (pensemos en casos reales: ancian@s, trabajador@s industriales, inmigrantes, habitantes de pueblos y de pequeñas ciudades, etc.) que perciben como demasiado "extremista", o simplemente como totalmente ajena a sus prácticas sociales "normales", la estrategia de movilización callejera y de asamblearismo permanente propias de los movimientos más espontaneístas.
Si todo lo anterior es cierto, entonces yo pediría (no sólo caridad y camaradería, sino también) un esfuerzo por desvelar al sectario que, en el fondo, casi tod@s llevamos dentro, y por controlarlo. Por separar nuestros gustos (sobre los cuales, se suele decir, non est disputandum), esto es, nuestras identidades, de las cuestiones de estrategia política. Es evidente que cada un@ de nosotr@s se siente más cómod@ (por edad, procedencia sociocultural, trayectoria biográfica, etc.) en -digamos- una reunión orgánica de un partido, o en la de una organización social, o en una asamblea abierta, o en un colectivo antifa. No sólo es cierto, sino que es perfectamente respetable, y bueno: para la diversidad de las izquierdas, para enriquecerlas. El problema surge cuando lo que parecía constituir una preferencia y una elección, individual o grupal, se convierte, mirabile dictu, en la formulación de una estrategia, la única (la mejor, cuando menos), para las izquierdas. Esta "falacia del gusto" -si se me permite la expresión- pretendería convertir, ilegítimamente, un preferencia individual en una regla general de acción.
Y, precisamente, la cuestión es que no parece haber tales reglas generales de acción: en un contexto como el presente, en el que las izquierdas españolas carecen de programa y de estrategia, lo único que deberíamos pedirnos l@s un@s a l@s otr@s es unidad (relativa) en cuanto a los objetivos. Y cierta lealtad en los medios empleados y en las relaciones que establecemos entre nosotr@s. Pues sólo con estas condiciones es posible -sólo posible- que lleguemos a aprovechar la ventana de oportunidad constituida por la crisis: para construir una izquierda potente; y, en el mejor de los casos, para lograr, gracias a ello, defender a la ciudadanía contra la ofensiva antipopular presente. Y me temo que, para intentarlo (no digamos ya para lograrlo), tanto la vanguardia como la retaguardia van a sernos imprescindibles.
En fin, para acabar, y por decirlo en castizo: ¡no nos amoléis, eh! Esa apuesta por la diversidad, de la que tanto hablamos, comencemos por aplicárnosla a nosotr@s mism@s...
Pero creo también que sólo de vanguardias no vive la revolución. Antonio Gramsci lo expuso con mucha claridad: si queremos construir hegemonía (como presupuesto para el cambio revolucionario), es preciso penetrar en el tejido social. Es decir, alejarse -relativamente- de los núcleos de militancia más activa y comprometida, diversificar la procedencia de militantes, adherentes y votantes. Y, para ello (como para la puesta en práctica de cualquier estrategia de diversidad), hay que estar dispuest@s a renunciar a parte de la propia identidad, cultural y política. A la menos esencial, por supuesto (siendo materia de debate cuál sea tal parte). Así, sigue siendo cierto que no es posible imaginar un cambio político efectivo sin un respaldo en las grandes organizaciones de las izquierdas, y su capacidad de alcanzar y de movilizar a much@s ciudadan@s (pensemos en casos reales: ancian@s, trabajador@s industriales, inmigrantes, habitantes de pueblos y de pequeñas ciudades, etc.) que perciben como demasiado "extremista", o simplemente como totalmente ajena a sus prácticas sociales "normales", la estrategia de movilización callejera y de asamblearismo permanente propias de los movimientos más espontaneístas.
Si todo lo anterior es cierto, entonces yo pediría (no sólo caridad y camaradería, sino también) un esfuerzo por desvelar al sectario que, en el fondo, casi tod@s llevamos dentro, y por controlarlo. Por separar nuestros gustos (sobre los cuales, se suele decir, non est disputandum), esto es, nuestras identidades, de las cuestiones de estrategia política. Es evidente que cada un@ de nosotr@s se siente más cómod@ (por edad, procedencia sociocultural, trayectoria biográfica, etc.) en -digamos- una reunión orgánica de un partido, o en la de una organización social, o en una asamblea abierta, o en un colectivo antifa. No sólo es cierto, sino que es perfectamente respetable, y bueno: para la diversidad de las izquierdas, para enriquecerlas. El problema surge cuando lo que parecía constituir una preferencia y una elección, individual o grupal, se convierte, mirabile dictu, en la formulación de una estrategia, la única (la mejor, cuando menos), para las izquierdas. Esta "falacia del gusto" -si se me permite la expresión- pretendería convertir, ilegítimamente, un preferencia individual en una regla general de acción.
Y, precisamente, la cuestión es que no parece haber tales reglas generales de acción: en un contexto como el presente, en el que las izquierdas españolas carecen de programa y de estrategia, lo único que deberíamos pedirnos l@s un@s a l@s otr@s es unidad (relativa) en cuanto a los objetivos. Y cierta lealtad en los medios empleados y en las relaciones que establecemos entre nosotr@s. Pues sólo con estas condiciones es posible -sólo posible- que lleguemos a aprovechar la ventana de oportunidad constituida por la crisis: para construir una izquierda potente; y, en el mejor de los casos, para lograr, gracias a ello, defender a la ciudadanía contra la ofensiva antipopular presente. Y me temo que, para intentarlo (no digamos ya para lograrlo), tanto la vanguardia como la retaguardia van a sernos imprescindibles.
En fin, para acabar, y por decirlo en castizo: ¡no nos amoléis, eh! Esa apuesta por la diversidad, de la que tanto hablamos, comencemos por aplicárnosla a nosotr@s mism@s...