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viernes, 28 de septiembre de 2012

Killing them softly (Andrew Dominik, 2012): ¿qué es el cine político?


Al contemplar una película como Killing them softly, un@ se ve forzado a preguntarse, muy en serio, qué es lo que verdaderamente vemos cuando vemos una película. O, en otras palabras, qué es lo que queremos ver, y lo que podemos ver en realidad.

Killing them softly es una muestra de cine criminal: en la vertiente que se ha dado en llamar -con vaga e inapropiada expresión- "posmoderna", a causa de su tendencia al engolamiento de la retórica, a regodearse en los tópicos temáticos y estilemas formales más consolidados del género, en pastiches realizados con más o menos gusto, a veces con puntos acusados de tratamiento irónico de los mismos. Quentin Tarantino resultaría ser el padre (si no fundador, cuando menos) más reconocido de la criatura. Aunque también habría que mencionar a Oliver Stone... (Y, en la sombra, a toda una tendencia del cine criminal de los años setenta.)

Así, podemos asistir a un festín (no muy divertido, esa es la verdad) de guiños cinéfilos, de tratamiento irónico y formalizado hasta el extremo de la violencia, de juegos (aquí, sobre todo) con la banda de sonido, que permite cuestionar el sentido de lo que estamos viendo en pantalla.

Observamos también una proliferación de diálogos, en los que los personajes hablan y hablan, sin mucho sentido (aparente) desde el punto de vista del desenvolvimiento dramático de la acción, revelando así el vacío interior que les atenaza... y que, es de suponer, explica, si no disculpa, sus comportamientos extremadamente inmorales.

Nada, pues, que no hayamos visto ya una y mil veces en esta forma de cine criminal: un nihilismo algo barato, enmarcando tramas criminales comunes y corrientes. Y todo ello, tratado al modo de una auténtica farsa (negra, con muerte y sufrimiento, que apenas parecen importar).

A todo ello, Andrew Dominik parece querer aportarle, como añadido, un marco político más amplio: a tenor de algunos de los diálogos de la película, del montaje sonoro de discursos de George W. Bush y de Barack Obama, así como de las declaraciones del director a la prensa (y de muchas críticas que han aceptado estas sugerencias de interpretación que él  proporciona, tanto dentro como fuera del acto narrativo), habría que ver en la narración una metáfora, burlesca, de la degradación moral del capitalismo.

A esto, sin embargo, me niego. Puedo aceptar, o tolerar, la superficialidad en el tratamiento de los personajes y de la trama, tan característicos de esta vertiente del cine criminal. Puedo conformarme con su ironía, vagamente nihilista, acerca de la realidad de los seres humanos (también de los delincuentes). Soporto, malamente, los recursos formales (visuales, pero también sonoros) torpemente expresivos, tan alejados de la elegancia con la que la cámara ha explorado tantas tramas criminales y de desesperación humana tanto en el cine más clásico como en el más "moderno", y aun en el posmoderno, en otras ocasiones.

Pero no, no puedo admitir que el cine político se pueda parecer en nada a Killing them softly. Poner un comentario explícitamente político a una historia que, por superficial, no lo es en absoluto, es un ejercicio -un tanto vacuo- de retórica. Pero no es un análisis propiamente político de ninguna historia (tampoco de una criminal). Se parece más a las manipulaciones que, en el doblaje, la censura franquista (imagino que, en realidad, todas las censuras) realizaba sobre los diálogos y el argumento de aquellas películas que consideraba "peligrosas" que a un verdadero cine político. Que no puede ser otra cosa que un cine que revela realidades políticas subyacentes a las historias.

¿Moralejas? Una, que hay demasiado listillo en la industria del cine, que pretende pasar de matute narraciones completamente convencionales (y aun vulgares) bajo pretexto: aquí, de la crítica política. Dos, que la operación funciona en demasiadas ocasiones, con críticos que -entrampados en una labor de discriminar entre una gran cantidad de material de dudosa calidad- demasiadas veces están dispuestos a comprar cualquier mensaje o novedad, como agarradera para dotar de sentido a su labor.

Y tres, que hacer cine político, en el más noble sentido de la expresión (puesto que, en un sentido trivial, todo cine lo es -también el de Dominik, aunque no creo que refleje precisamente aquello que el director nos dice que pretendía), sigue siendo endiabladamente difícil, ya que exige poner en forma estructuras (sociales, de interacción) que, por su abstracción, no suelen ser aprehendidas con claridad ni siquiera por aquellos que resultan ser sus agentes o quienes sufren sus consecuencias. Que usualmente sólo las ciencias sociales, cuando se apoyan en una teoría crítica, son capaces de detectar y de describir. Trasladar esto al plano de la expresión fenomenológica (el propio de las artes narrativas), y hacerlo de modo que no sólo no se oculten dichas estructuras, sino que se aporte algo más a su conocimiento, constituye una cuestión extremadamente compleja, que ha de suscitar -y, de hecho, ha suscitado- honda reflexión.

Es claro, sin embargo, que estas preocupaciones estaban lejos de la mente de Andrew Dominik (como parecen estarlo también de la de quienes han visto en su película un ejemplo excelente de arte político).




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