Impartía el otro día una clase de Derecho Penal (para más señas: acerca del concurso de delitos) y comprobaba, otra vez, que una de las cosas que más asombra -y aun escandaliza- a mis alumn@s (que, en estos momentos iniciales de sus estudios, resultan perfectamente representativ@s de las opiniones hegemónicas entre la mayoría de la ciudadanía bienpensante -vale decir: socialmente integrada- de nuestra sociedad) es el hecho de que puedan existir límites absolutos a la magnitud de las penas que han de ser cumplidas efectivamente por los delincuentes, cualesquiera que sean los delitos (aun, pues, si son muy graves, y/o muchos) que hayan cometido. Les parecía, en efecto, sin distinción entre estudiantes progresistas, conservadores y sin opinión conocida (a tenor de cómo se habían revelado en otros debates político-criminales previos que hemos mantenido en clase), que no es razonable que llegue un punto -aun cuando tal punto sea, como ocurre en Derecho Penal español, a veces los cuarenta años de estancia ininterrumpida en prisión- en el que dé lo mismo cuántos y cuáles delitos hayan sido cometidos: les parecía injusto.
Yo, por supuesto, les expliqué lo sabido: que el principio de prohibición de las penas crueles, inhumanas y degradantes, la directriz de máxima humanización de las penas y la garantía de los objetivos de resocialización social deberían impedir tal punición ilimitada. Que, además, ni siquiera desde el punto de vista instrumental ello es necesario.
Les recordé también -y aquí viene mi reflexión- que, por otra parte, la extensión de la lógica vindicativa podría ser aún más extremada: ¿por qué no, en vez de cadena perpetua, aplicar la pena de muerte? ¿por qué no penas corporales? ¿por qué no someter a ciertos delincuentes particularmente "monstruosos" a los tormentos a los que Voltaire nos narra -en su Tratado sobre la tolerancia- que fue sometido Jean Calas?
...Y, curiosamente, aquí me topé -casi por casualidad- con un argumento que les dio que pensar. Pues, mientras que la exasperación de la prisión (incluso hasta el límite de la prisión perpetua) les parecía más o menos aceptable, otro tipo de tratamientos más contundentes, esto es, más tangibles desde el punto de vista sensorial, como la pena de muerte o las penas corporales, les resultaban, en general, inconcebibles e inaceptables.
Por supuesto, este incidente me hizo recordar los estudios de historia cultural (Norbert Elias, Lydia Hunt,...) que han investigado la transformación de la sensibilidad moderna y su "civilización": su progresiva renuncia a la violencia explícita como forma de interacción social. Mis alumn@s parecían, en efecto, constituir ejemplos patentes de tal proceso, en el que la violencia explícita ha venido a ser sustituida -en tanto que posibilidad aceptable de acción- por otras formas de control de menor contenido físicamente perceptible...
Me parece que este pequeño experimento de opinión pública nos puede ofrecer alguna que otra enseñanza de interés. Se viene diciendo -y, sin duda, constituye cuando menos una parte de la verdad- que el "populismo punitivo" implica una construcción discursiva en torno a la desviación social en la que la ciudadanía es forzada a colocarse al lado de la víctima, y del Estado, en contra del infractor. No siempre se observa, sin embargo, según creo, con la suficiente atención un hecho añadido: que el infractor al que se trata como "depravado", extraño a la comunidad (y merecedor, por consiguiente, de todo el rigor punitivo) es siempre un delincuente violento. (Por supuesto: un delincuente violento que sobresale respecto de los niveles socialmente aceptados de violencia: nunca un policía torturador, un traficante de mujeres o -hasta hace bien poco- un marido maltratador.)
En unas sociedades que, sea en la realidad o -al menos- en su imaginario colectivo hegemónico, lo cierto es que se perciben a sí mismas como progresivamente menos violentas, la violencia (aquella violencia que supere los niveles socialmente tolerados) resulta ser un fenómeno particularmente prominente. Y ello, ya a simple vista: esto es, aun antes de su manipulación mediática. Precisamente, dicha prominencia "natural" (quiero decir: no provocada intencionalmente por nadie, sino fruto de la evolución sociocultural) es lo que facilita la elaboración de discursos manipuladores.
En un ejemplo: a pesar de las campañas histéricas que se han realizado en determinados momentos en torno a la "inseguridad ciudadana" (esto es, alrededor de la pequeña delincuencia patrimonial), creo no equivocarme al pensar que difícilmente aceptaría la mayor parte de nuestra ciudadanía -incluso siendo víctima de la manipulación mediática acostumbrada- la implantación de políticas criminales mucho más represivas (del estilo del three strikes and you're out norteamericano) contra dichos fenómenos delictivos.
(O, por mejor decir, sólo resulta imaginable un apoyo masivo a tales políticas no (sólo) por razones clasistas, sino gracias a alguna razón adicional que favociera un tratamiento penal tan discriminatorio: por ejemplo -precisamente, como viene ocurriendo en los Estados Unidos de América-, si la abrumadora mayoría de los pequeños delincuentes patrimoniales fuesen inmigrantes -inmigrantes magrebíes, o...-, el racismo de nuestras sociedades podría ayudar a aceptar lo que, hoy por hoy, parece inaceptable.)
Y ello, precisamente, porque no se trata de conductas violentas (por muy molestas que puedan parecer). Y, por consiguiente, no permiten obviar tan fácilmente la objeción moral que l@s ciudadan@s les suscita siempre el tratamiento inhumano de los delincuentes. Pues, al menos para muchas personas, la objeción moral persiste siempre (al menos, prima facie), hasta que es derrotada por la "contundencia" de la violencia del delincuente.
No deberíamos, pues, operar con modelos simplistas, que presupongan una ciudadanía acrítica y completamente manipulable. Antes al contrario, yo diría más bien que ciertas formas de populismo punitivo (en concreto, las que conducen a la exacerbación de las penas de los delitos violentos) constituyen efectos colaterales (cierto que no completamente espontáneos, sino parcialmente inducidos por los promotores de pánicos morales -algunos interesados y otros simplemente necios) de la -deseable- reducción de la violencia socialmente tolerada: a menor grado de tolerancia social hacia la violencia, más grave se ve esta (más, por supuesto, si es destacada por los medios de comunicación y por los agentes de opinión pública); y más fácil es justificar reacciones desproporcionadas, (pero) justicieras.
Pero, si esto es así, entonces creo que resulta imprescindible tomar buena nota de este fenómeno, para centrar adecuadamente nuestras estrategias argumentativas frente al populismo punitivo, cuando de debatir ante la opinión pública se trata. (Distinta ha de ser la estrategia cuando se discute con líderes políticos y/o con legislador@s. Pero a esto no me referiré ahora.) Conviene, en efecto, ser conscientes de que la ciudadanía es tanto más sensible a los argumentos vindicativos ("de justicia") cuanto más violento (quiero decir: más violento en relación con lo que es socialmente aceptado) resulta el crimen de que se trate. Y que, frente a tales impactos psicosociales brutales (manipulados, además, mediáticamente) que la ciudadanía soporta, cuando contempla en la televisión a una niña asesinada, a un agresor sexual en serie, etc., no es posible responder únicamente con argumentos "objetivos": hablando de justicia, de reinserción social, de eficacia, de derechos humanos.
Por el contrario, tengo la intuición de que, sin renunciar al empleo de tales clases de argumentos (allí donde resulten pertinentes y puedan ser escuchados con la suficiente civilidad), es preciso además penetrar en el -sin duda, resbaladizo, mas inevitable- terreno de lo emocional, si es que queremos combatir eficazmente el discurso populista. Y, en este terreno, sólo es factible dicho combate mediante un discurso que se salga explícitamente del ámbito estrictamente político-criminal, para afrontar los problemas de desviación social en su contexto (social) más amplio. Y ello, no sólo para buscar disculpas (su historial, su marginación social, sus problemas psicológicos) al infractor, como ha solido intentar la criminología progresista, ya que ello suele parecer generalmente un insuficiente argumento (al(a) ciudadan@ medi@), ante la enormidad de la violencia perpetrada y de la dificultad para vivir en un universo mental (acaso más realista, pero habrá que conceder que también bastante más inquietante) en el que no hay culpas individuales, sino destinos (y responsabilidades colectivas).
No, necesitamos elaborar un discurso acerca de la violencia, que conecte la violencia de infractor con los niveles colectivos de violencia social (por lo demás, la conexión es, en el plano empírico, evidente). Y que, por consiguiente, proponga soluciones: que sustituyan (parte de) la punición individual por mecanismos colectivos de reducción de la violencia social.
Al cabo, lo que propongo es que ofrezcamos a la ciudadanía un trato: menos punición individual a cambio de medidas (de reducción de la violencia social) que aseguren la no repetición de las conductas (o, al menos, las vuelva extremadamente improbables). Un trato así puede, tal vez, ser aceptado por buena parte de la ciudadanía. O, cuando menos, nos da armas para el debate: armas ofensivas, no meramente defensivas (como lo es el manido recurso a los principios).
Claro está: esto pasa por proponer que, también en el ámbito político-criminal, otro mundo es posible. Aquí: otra sociedad menos violenta; y, en tanto que tal, menos propensa a generar individuos también excepcionalmente violentos. Es decir: tenemos que ser capaces de volver a conectar en nuestros discursos desviación (y violencia) y males sociales. Mas no al modo exculpatorio usual, sino desde una perspectiva positiva, de búsqueda de soluciones: poniendo de manifiesto que sólo la reducción generalizada de la violencia social (esto es, la transformación social) constituye una respuesta realista a la violencia individual.
Expresado en lemas: donde el populismo punitivo dice "otra violación (homicidio, acto sádico,...), otro correlativo incremento en la pena", nosotr@s deberíamos decir "otra violación (homicidio, acto sádico,...), otra vuelta de tuerca al cambio social (más justicia, más educación, más igualdad,...)". Y pasarles, así, la patata caliente a los populistas, salir de la tradicional (¡desde los años setenta!) posición defensiva que el garantismo ha venido adoptando en el debate político-criminal contemporáneo.
Sugiero que es este un camino que debería transitar, en cuestiones político-criminales, la izquierda (que, por desgracia, hoy tiende a balancearse entre su propia versión del populismo punitivo -para maltratadores, para clientes de la prostitución, para perpetradores de violaciones de derechos humanos,...- y un discurso estrictamente defensivo y bastante impotente (reinvindicando un "viejo y buen Derecho Penal", completamente mítico y utópico).
...Y, curiosamente, aquí me topé -casi por casualidad- con un argumento que les dio que pensar. Pues, mientras que la exasperación de la prisión (incluso hasta el límite de la prisión perpetua) les parecía más o menos aceptable, otro tipo de tratamientos más contundentes, esto es, más tangibles desde el punto de vista sensorial, como la pena de muerte o las penas corporales, les resultaban, en general, inconcebibles e inaceptables.
Por supuesto, este incidente me hizo recordar los estudios de historia cultural (Norbert Elias, Lydia Hunt,...) que han investigado la transformación de la sensibilidad moderna y su "civilización": su progresiva renuncia a la violencia explícita como forma de interacción social. Mis alumn@s parecían, en efecto, constituir ejemplos patentes de tal proceso, en el que la violencia explícita ha venido a ser sustituida -en tanto que posibilidad aceptable de acción- por otras formas de control de menor contenido físicamente perceptible...
Me parece que este pequeño experimento de opinión pública nos puede ofrecer alguna que otra enseñanza de interés. Se viene diciendo -y, sin duda, constituye cuando menos una parte de la verdad- que el "populismo punitivo" implica una construcción discursiva en torno a la desviación social en la que la ciudadanía es forzada a colocarse al lado de la víctima, y del Estado, en contra del infractor. No siempre se observa, sin embargo, según creo, con la suficiente atención un hecho añadido: que el infractor al que se trata como "depravado", extraño a la comunidad (y merecedor, por consiguiente, de todo el rigor punitivo) es siempre un delincuente violento. (Por supuesto: un delincuente violento que sobresale respecto de los niveles socialmente aceptados de violencia: nunca un policía torturador, un traficante de mujeres o -hasta hace bien poco- un marido maltratador.)
En unas sociedades que, sea en la realidad o -al menos- en su imaginario colectivo hegemónico, lo cierto es que se perciben a sí mismas como progresivamente menos violentas, la violencia (aquella violencia que supere los niveles socialmente tolerados) resulta ser un fenómeno particularmente prominente. Y ello, ya a simple vista: esto es, aun antes de su manipulación mediática. Precisamente, dicha prominencia "natural" (quiero decir: no provocada intencionalmente por nadie, sino fruto de la evolución sociocultural) es lo que facilita la elaboración de discursos manipuladores.
En un ejemplo: a pesar de las campañas histéricas que se han realizado en determinados momentos en torno a la "inseguridad ciudadana" (esto es, alrededor de la pequeña delincuencia patrimonial), creo no equivocarme al pensar que difícilmente aceptaría la mayor parte de nuestra ciudadanía -incluso siendo víctima de la manipulación mediática acostumbrada- la implantación de políticas criminales mucho más represivas (del estilo del three strikes and you're out norteamericano) contra dichos fenómenos delictivos.
(O, por mejor decir, sólo resulta imaginable un apoyo masivo a tales políticas no (sólo) por razones clasistas, sino gracias a alguna razón adicional que favociera un tratamiento penal tan discriminatorio: por ejemplo -precisamente, como viene ocurriendo en los Estados Unidos de América-, si la abrumadora mayoría de los pequeños delincuentes patrimoniales fuesen inmigrantes -inmigrantes magrebíes, o...-, el racismo de nuestras sociedades podría ayudar a aceptar lo que, hoy por hoy, parece inaceptable.)
Y ello, precisamente, porque no se trata de conductas violentas (por muy molestas que puedan parecer). Y, por consiguiente, no permiten obviar tan fácilmente la objeción moral que l@s ciudadan@s les suscita siempre el tratamiento inhumano de los delincuentes. Pues, al menos para muchas personas, la objeción moral persiste siempre (al menos, prima facie), hasta que es derrotada por la "contundencia" de la violencia del delincuente.
No deberíamos, pues, operar con modelos simplistas, que presupongan una ciudadanía acrítica y completamente manipulable. Antes al contrario, yo diría más bien que ciertas formas de populismo punitivo (en concreto, las que conducen a la exacerbación de las penas de los delitos violentos) constituyen efectos colaterales (cierto que no completamente espontáneos, sino parcialmente inducidos por los promotores de pánicos morales -algunos interesados y otros simplemente necios) de la -deseable- reducción de la violencia socialmente tolerada: a menor grado de tolerancia social hacia la violencia, más grave se ve esta (más, por supuesto, si es destacada por los medios de comunicación y por los agentes de opinión pública); y más fácil es justificar reacciones desproporcionadas, (pero) justicieras.
Pero, si esto es así, entonces creo que resulta imprescindible tomar buena nota de este fenómeno, para centrar adecuadamente nuestras estrategias argumentativas frente al populismo punitivo, cuando de debatir ante la opinión pública se trata. (Distinta ha de ser la estrategia cuando se discute con líderes políticos y/o con legislador@s. Pero a esto no me referiré ahora.) Conviene, en efecto, ser conscientes de que la ciudadanía es tanto más sensible a los argumentos vindicativos ("de justicia") cuanto más violento (quiero decir: más violento en relación con lo que es socialmente aceptado) resulta el crimen de que se trate. Y que, frente a tales impactos psicosociales brutales (manipulados, además, mediáticamente) que la ciudadanía soporta, cuando contempla en la televisión a una niña asesinada, a un agresor sexual en serie, etc., no es posible responder únicamente con argumentos "objetivos": hablando de justicia, de reinserción social, de eficacia, de derechos humanos.
Por el contrario, tengo la intuición de que, sin renunciar al empleo de tales clases de argumentos (allí donde resulten pertinentes y puedan ser escuchados con la suficiente civilidad), es preciso además penetrar en el -sin duda, resbaladizo, mas inevitable- terreno de lo emocional, si es que queremos combatir eficazmente el discurso populista. Y, en este terreno, sólo es factible dicho combate mediante un discurso que se salga explícitamente del ámbito estrictamente político-criminal, para afrontar los problemas de desviación social en su contexto (social) más amplio. Y ello, no sólo para buscar disculpas (su historial, su marginación social, sus problemas psicológicos) al infractor, como ha solido intentar la criminología progresista, ya que ello suele parecer generalmente un insuficiente argumento (al(a) ciudadan@ medi@), ante la enormidad de la violencia perpetrada y de la dificultad para vivir en un universo mental (acaso más realista, pero habrá que conceder que también bastante más inquietante) en el que no hay culpas individuales, sino destinos (y responsabilidades colectivas).
No, necesitamos elaborar un discurso acerca de la violencia, que conecte la violencia de infractor con los niveles colectivos de violencia social (por lo demás, la conexión es, en el plano empírico, evidente). Y que, por consiguiente, proponga soluciones: que sustituyan (parte de) la punición individual por mecanismos colectivos de reducción de la violencia social.
Al cabo, lo que propongo es que ofrezcamos a la ciudadanía un trato: menos punición individual a cambio de medidas (de reducción de la violencia social) que aseguren la no repetición de las conductas (o, al menos, las vuelva extremadamente improbables). Un trato así puede, tal vez, ser aceptado por buena parte de la ciudadanía. O, cuando menos, nos da armas para el debate: armas ofensivas, no meramente defensivas (como lo es el manido recurso a los principios).
Claro está: esto pasa por proponer que, también en el ámbito político-criminal, otro mundo es posible. Aquí: otra sociedad menos violenta; y, en tanto que tal, menos propensa a generar individuos también excepcionalmente violentos. Es decir: tenemos que ser capaces de volver a conectar en nuestros discursos desviación (y violencia) y males sociales. Mas no al modo exculpatorio usual, sino desde una perspectiva positiva, de búsqueda de soluciones: poniendo de manifiesto que sólo la reducción generalizada de la violencia social (esto es, la transformación social) constituye una respuesta realista a la violencia individual.
Expresado en lemas: donde el populismo punitivo dice "otra violación (homicidio, acto sádico,...), otro correlativo incremento en la pena", nosotr@s deberíamos decir "otra violación (homicidio, acto sádico,...), otra vuelta de tuerca al cambio social (más justicia, más educación, más igualdad,...)". Y pasarles, así, la patata caliente a los populistas, salir de la tradicional (¡desde los años setenta!) posición defensiva que el garantismo ha venido adoptando en el debate político-criminal contemporáneo.
Sugiero que es este un camino que debería transitar, en cuestiones político-criminales, la izquierda (que, por desgracia, hoy tiende a balancearse entre su propia versión del populismo punitivo -para maltratadores, para clientes de la prostitución, para perpetradores de violaciones de derechos humanos,...- y un discurso estrictamente defensivo y bastante impotente (reinvindicando un "viejo y buen Derecho Penal", completamente mítico y utópico).