Si todo el cine de género negro constituye, tanto en el fondo como en la forma, un ejercicio de retórica -revelador, no obstante, en ocasiones- en torno al nihilismo (a veces con raíces más sociales, a veces con raíces más existenciales), podríamos decir que Kiss me deadly viene a ser su paroxismo. También, tanto en el fondo como en la forma. No es extraño, pues, que un director tan particular como Robert Aldrich estuviese al frente del proyecto.
¿Qué pensar, en efecto, de una película criminal cuyo macguffin es la bomba atómica? ¿En la que el detective (Mike Hammer, el extremo -casi caricaturesco- personaje que fue concebido por Mickey Spillane) no sólo se pasea por los habituales ambientes sórdidos propios del género, sino que practica una violencia mostrada de modo abierto y descarnado, al tiempo que soporta también la tortura -también explícita- a manos de los malvados de la historia?
Todo ello, servido por los habituales manierismos expresionistas de Aldrich en la composición de planos oblicuos y descentrados, con una iluminación extremadamente contrastada (mucho más aún de lo que ya es usual en el género).
Se trata de una película que, más que otra cosa, parece un manifiesto.Y, en tanto que tal, más que una revelación (como debería serlo, según creo, cualquier obra de arte), resulta ser una (mera) constatación. Quien desprecie, pues, el género negro por su manierismo, odiará esta película. Mas incluso quien -como es mi caso- lo adora no podrá evitar sus serias reservas ante un exceso de alarde, temático y formal.