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domingo, 21 de agosto de 2011

Ivan A. Goncharov: Oblomov


Leyendo esta novela (publicada en España por la Editorial Alba, en traducción de Lydia Kúper de Velasco), uno atisba ribetes de humor y de melancolía. De aquella melancolía que se ha dicho que era característicamente rusa (pensamos en Tolstoi, en Dostoievski, en Chejov), aun cuando impregna buena parte de la novela europea a partir de mediados del siglo XIX, si bien acaso los más excelsos novelistas rusos fueron capaces de expresarla con mayor talento. Melancolía por un mundo en cambio, con la modernización, que se nos escapa de entre los dedos: inevitable, pero tan aterradora, y acaso tan triste. (Uno tiende a recordar, aquí, la lucidez sin igual -algunas décadas antes- de Alexis de Tocqueville a este respecto.)

Y también, cómo no, de un cierto humorismo, soterrado, nada manido: Oblomov, el protagonista, es, evidentemente, un ser ridículo. Mas lo es de un modo que, en la presentación que la novela, hace de él, no aparece como degradante, o como susceptible de conmiseración. Es ridículo porque es un individuo completamente descentrado. Y, sin embargo, es un individuo con su propia dignidad, su honradez y sus principios. Es ridículo porque la sociedad transita por caminos que a él le resultan extraños: hay que producir, hay que hacer, hay que ser. Oblomov, en cambio, tan sólo existe ("se deja existir", si es que esta expresión resulta permisible). Y, por ello, choca irremediablemente con cuantos le rodean. (Diríamos que es el contrapunto exacto del príncipe Mishkin, el protagonista de El idiota, de Fiodor M. Dostoievski, aun cuando -harto paradójicamente- con idéntico resultado: allí donde Mishkin se afana en actuar y resolver los problemas ajenos, Oblomov permanece contemplativo. Mas ambos acaban por ser, a causa de sus respectivos comportamientos característicos, completamente despreciados -a veces abiertamente, a veces el desprecio se disfraza de compasión- por cuantos les circundan y con ellos interactúan. Resulta notable, en este sentido, el comportamiento de Shtolz, el amigo de Oblomov, y de Olga, prometida primero de éste y luego con aquél casada: ambos aman a Oblomov, pero constantemente le enjuician, condenándole -y despreciándole, al cabo, aun suavemente.) Quienes a veces intentan convertirle en otro: resulta notable, en efecto, la obsesión de los amigos de Oblomov por hacerle cambiar, transformarle en otra identidad. Fracasan, no obstante...

Por supuesto, nosotr@s, hoy, no tenemos por qué compartir (no debemos, en verdad) la obsesión decimonónica -¡y tan contemporánea!- por la productividad, los resultados y el movimiento continuo. Podemos, al contrario, acoger a un personaje como Oblomov como uno de nosotr@s: queremos creer que l@s más sabi@s. Pero, si no es así, cuando menos, algun@s de los más (lúcidamente) desesperanzad@s. Que comprendemos que la vida transcurre, que el ser humano vive y muere. Que poco, muy poco (casi nada) cambia en realidad en los pocos años en los que trascurre una sola vida humana... si no es aquello que cada un@ de nosotr@s contribuye a empeorar. Podemos acogerle a él y a su esposa Agafia -otra "alma de dios", podríamos llamarla. Por su inocencia, su bonhomía y su ausencia de pretensiones.

Y todo ello, claro está, podemos pensarlo, cuando leemos esta obra, porque Goncharov no fuerza el humorismo -indudable- de la historia: intencionadamente, no alcanza (por limitarnos a la literatura rusa) el tono satírico de Gogol, el de algunos cuentos y obras teatrales de Chejov... o, por supuesto, el de la obra magna de Mijail Bulgakov. Prefiere preservar, pues, la ternura en sus lector@s hacia los personajes, hacia sus vivencias, hacia sus desvelos.

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