El capitalismo contemporáneo no es solamente un sistema económico: es también un estado mental. En efecto, desde que (ya hace tanto tiempo, allá por los finales del siglo XIX y los inicios del siglo XX) las grandes corporaciones apostaron por el consumo masivo como estrategia de aumento de su rentabilidad, poco a poco se fue viendo claro que ello exigía -primero- un cierto aparato institucional (marcas, publicidad, créditos personales,...). Y, luego, llegados a un cierto punto de saturación, también una invasión de la mente de l@s consumidor@s: que debían -debemos- querer aquello que se nos ofrece, desearlo, anhelarlo, más que cualquier otra cosa.
En Shijie, Jia Zhang Ke nos entrega acaso uno de los más efectivos actos de mostración de esta situación que yo conozco, a través de una narración simple, pero trasparente: las pequeñas historias, anhelos y frustaciones de l@s emplead@s de un parque temático de esos que la "modernización" (capitalista) de China está haciendo proliferar en aquel país. Un parque temático que pretende ser una representación de "el mundo" (de ahí el título de la película); o, por mejor decir, de algunos de los componentes de la "comprensión turística del mundo" (a tenor de la cual, Francia es París, la torre Eiffel y los gendarmes, Italia son gondoleros, pasta y gente cantando canciones napolitanas, etc.).
Empleados, pues, de un "paraíso" artificial y artificioso, destinado a proporcionar sensaciones fingidas a consumidor@s poco exigentes. El problema -que la película plantea en toda su crudeza- es que también es@s consumidor@s (representad@s aquí por l@s mism@s trabajador@s del parque temático) han hecho suyas las fantasías de hiperconsumo, de una vida ensimismada (y desencarnada: llama la atención la -práctica- impotencia sexual, la carencia de deseo de los personajes). Unas fantasías que, al no ser reconocidas como tales, al intentar hacerlas realidad (además, desde su precaria posición), les conduce a todos y a todas a la más completa frustración e infelicidad, a pesar de sus espasmódicos intentos de liberarse, siempre fracasados.
Así pues, nos hallamos ante una certera y cruel radiografía de algo que, me temo, no ocurre solamente en China. Todo ello, con el habitual tono casual que Jian Zhang Ke da a sus películas: no hay grandes escenas espectaculares, la puesta en imágenes es sencilla, la cámara persigue a los personajes y encuadra con naturalidad las tristes escenas que el director nos quiere mostrar. A todo ello añade aquí, además, algunas secuencias animadas, en las que las fantasías de los personajes son presentadas en toda su delirante fisicidad.