I walk the line narra una historia mil veces contada (sin ir muy lejos: en Der blaue Engel, de Josef von Sternberg, en La chienne, de Jean Renoir, en su versión norteameriana, Scarlet Street, de Fritz Lang,...): la historia de un hombre que se prenda de una mujer, joven y bella, que no le corresponde y que, consiguientemente, le engaña y manipula. Una fantasía sexista (l'amour fou, la femme fatale) que recorre el imaginario de todos los varones.
Ocurre, sin embargo, que la desnudez con la que esta vieja historia es presentada en esta película (así como la peculiar -por contenida- interpretación que Gregory Peck hace del protagonista) nos obliga, casi imperiosamente, a reflexionar. Aquí, en efecto, no hay crímenes ni grandes ambiciones; no hay perversiones sexuales ni amores entrecruzados; no hay ni siquiera un gran aprovechamiento por parte de la mujer (Tuesday Weld): es sólo una chica manipulada por su familia, en un marco de miseria.
En paralelo, el sheriff Tawes no es el pobre tipo (Edward G. Robinson, en Scarlet Street), o el hombre metido en problemas (Robert Mitchum, en Out of the past -de Jacques Tourneur) que acostumbraba, en las versiones más tradicionales de la historial: aquí estamos ante un individuo respetable, confortablemente instalado, con una vida, una profesión, una posición social.
Aquí, pues, nos hallamos ante una historia que sólo es explicable en términos de deseo. Y es acerca de ese deseo (masculino), representado -diríamos- en su pureza en esta película, sobre lo que me gustaría reflexionar brevemente.
Porque lo cierto es que lo único que resulta interesante, por intrigante, en esta vieja historia imaginaria es el comportamiento del varón. La mujer de la historia actúa, sin duda alguna, racionalmente: persigue un objetivo -cualquiera que sea su índole- a través de los medios más idóneos para ello de que puede disponer, incluyendo su atractivo sexual. Pero, ¿y el varón? ¿De dónde procede su deseo (presentado como) tan irracional?
Así, en la película que comento, el sheriff Tawes parece luchar en todo momento en contra de lo que su razón necesariamente le va indicando: que no tiene nada que hacer, que la mujer deseada le engaña y manipula, que su relación no tiene futuro. Y, de este modo, a causa de esos indicios dictados por la razón, el varón no disfruta plenamente de la relación sexual, ni de la relación afectiva, ni de la comunicación... Todo está teñido por la ansiedad, por la sensación de ahogo y de fracaso anunciado. ¿Por qué, entonces, pese a ello, el varón se aferra a su proyecto (y a su derrota), en contra de toda esperanza?
Si uno (aquí, la marca de género se vuelve relevante), entonces, intenta profundizar en las características de este deseo masculino imaginado, ha de llegar, me parece, a la conclusión de que se trata ante todo de un anhelo de experiencia. No importa, en realidad, la persona (que no es conocida, en ningún sentido riguroso de la expresión). Ni siquiera importa tanto su cuerpo, en sí mismo considerado, que se constituye tan sólo en un receptáculo, en una prueba (de que la experiencia ha existido y subsiste aún).
No, verdaderamente, lo (más) relevante es, más bien, la impresión de revivir. De resurrección, en suma, que el varón "enamorado", deseante, experimenta.
(Precisamente por ello, el deseo se extingue cuando la otra persona -la mujer- es conocida: cuando es vista en su pluralidad de facetas, ya no tan sólo como experiencia, plasmada en un cuerpo y en las sensaciones que el mismo puede proporcionar.)
Yo diría, por lo tanto: esa experiencia, del desesperado enamoramiento de una imagen, a la búsqueda de la experiencia perseguida y nunca hallada, es el fruto de una desesperación.
Claro que, por supuesto, si pasamos del momento del análisis al de las valoraciones, podríamos preguntarnos -y cuestionarnos- por qué únicamente la experiencia de la belleza y de la juventud le interesan, por regla general, al varón: ¿por qué no, en efecto, la experiencia de la (hermosa) vejez, o madurez, de la simpatía y el encanto personal, de la habilidad profesional,...?
Podríamos preguntarnos también, en segundo lugar, por qué es sólo la experiencia (necesariamente) fugaz, aquella que se deriva del deseo de lo (percibido como) sensible, sin profundización, es la que nos atrae.
Y, en fin, igualmente podríamos preguntanos, desde luego, por qué el deseo femenino adopta (generalmente) otras formas tan distintas. (No necesariamente mejores: se constata una diferencia, no una jerarquía...)
En todo caso, si no conocemos las respuestas adecuadas, creo que, cuando menos, merece la pena formular(se) estas preguntas, pertinentes.
Ocurre, sin embargo, que la desnudez con la que esta vieja historia es presentada en esta película (así como la peculiar -por contenida- interpretación que Gregory Peck hace del protagonista) nos obliga, casi imperiosamente, a reflexionar. Aquí, en efecto, no hay crímenes ni grandes ambiciones; no hay perversiones sexuales ni amores entrecruzados; no hay ni siquiera un gran aprovechamiento por parte de la mujer (Tuesday Weld): es sólo una chica manipulada por su familia, en un marco de miseria.
En paralelo, el sheriff Tawes no es el pobre tipo (Edward G. Robinson, en Scarlet Street), o el hombre metido en problemas (Robert Mitchum, en Out of the past -de Jacques Tourneur) que acostumbraba, en las versiones más tradicionales de la historial: aquí estamos ante un individuo respetable, confortablemente instalado, con una vida, una profesión, una posición social.
Aquí, pues, nos hallamos ante una historia que sólo es explicable en términos de deseo. Y es acerca de ese deseo (masculino), representado -diríamos- en su pureza en esta película, sobre lo que me gustaría reflexionar brevemente.
Porque lo cierto es que lo único que resulta interesante, por intrigante, en esta vieja historia imaginaria es el comportamiento del varón. La mujer de la historia actúa, sin duda alguna, racionalmente: persigue un objetivo -cualquiera que sea su índole- a través de los medios más idóneos para ello de que puede disponer, incluyendo su atractivo sexual. Pero, ¿y el varón? ¿De dónde procede su deseo (presentado como) tan irracional?
Así, en la película que comento, el sheriff Tawes parece luchar en todo momento en contra de lo que su razón necesariamente le va indicando: que no tiene nada que hacer, que la mujer deseada le engaña y manipula, que su relación no tiene futuro. Y, de este modo, a causa de esos indicios dictados por la razón, el varón no disfruta plenamente de la relación sexual, ni de la relación afectiva, ni de la comunicación... Todo está teñido por la ansiedad, por la sensación de ahogo y de fracaso anunciado. ¿Por qué, entonces, pese a ello, el varón se aferra a su proyecto (y a su derrota), en contra de toda esperanza?
Si uno (aquí, la marca de género se vuelve relevante), entonces, intenta profundizar en las características de este deseo masculino imaginado, ha de llegar, me parece, a la conclusión de que se trata ante todo de un anhelo de experiencia. No importa, en realidad, la persona (que no es conocida, en ningún sentido riguroso de la expresión). Ni siquiera importa tanto su cuerpo, en sí mismo considerado, que se constituye tan sólo en un receptáculo, en una prueba (de que la experiencia ha existido y subsiste aún).
No, verdaderamente, lo (más) relevante es, más bien, la impresión de revivir. De resurrección, en suma, que el varón "enamorado", deseante, experimenta.
(Precisamente por ello, el deseo se extingue cuando la otra persona -la mujer- es conocida: cuando es vista en su pluralidad de facetas, ya no tan sólo como experiencia, plasmada en un cuerpo y en las sensaciones que el mismo puede proporcionar.)
Yo diría, por lo tanto: esa experiencia, del desesperado enamoramiento de una imagen, a la búsqueda de la experiencia perseguida y nunca hallada, es el fruto de una desesperación.
Claro que, por supuesto, si pasamos del momento del análisis al de las valoraciones, podríamos preguntarnos -y cuestionarnos- por qué únicamente la experiencia de la belleza y de la juventud le interesan, por regla general, al varón: ¿por qué no, en efecto, la experiencia de la (hermosa) vejez, o madurez, de la simpatía y el encanto personal, de la habilidad profesional,...?
Podríamos preguntarnos también, en segundo lugar, por qué es sólo la experiencia (necesariamente) fugaz, aquella que se deriva del deseo de lo (percibido como) sensible, sin profundización, es la que nos atrae.
Y, en fin, igualmente podríamos preguntanos, desde luego, por qué el deseo femenino adopta (generalmente) otras formas tan distintas. (No necesariamente mejores: se constata una diferencia, no una jerarquía...)
En todo caso, si no conocemos las respuestas adecuadas, creo que, cuando menos, merece la pena formular(se) estas preguntas, pertinentes.