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jueves, 21 de agosto de 2025

Lo que pienso sobre el dolo y su prueba (en síntesis)



(Esta semana pasada recibí la consulta de un colega latinoamericano que me preguntaba, tras haber leído algunos trabajos míos sobre el tema -véase aquí-, acerca de mi posición sobre el concepto de dolo y su prueba en el proceso penal. Comparto aquí mi respuesta, pues me parece que, aunque sin suficientes matices ni referencia a fuentes, puede ser un resumen clarificador de lo que sustancialmente pienso sobre el particular.)

Buenas tardes. Intento contestar a las cuestiones que me plantea:

Yo empezaría diciendo que es importante distinguir varias cuestiones:

a) Cuestión valorativa: la razón por la que el dolo agrava la pena (a veces, hasta el punto de que sin dolo no existe tipicidad).

b) Cuestión sustantiva o definicional: qué hechos han de existir para que se califique una conducta como dolosa.

c) Cuestión epistemológica: cómo se pueden conocer esos hechos.

d) Cuestión procesal: cómo se ha de argumentar en una sentencia condenatoria la existencia de prueba suficiente de tales hechos, y en qué condiciones se debe poder revisar dicha motivación a través de los correspondientes recursos.

Yo diría que la primera cuestión es la más abierta a debate, porque todos los ordenamientos jurídicos parten de que la conducta dolosa es mucho más grave que la meramente imprudente, pero rara vez lo justifican. En todo caso, creo que, en términos generales (lo indica Silva Sánchez en su reciente tratado con mucha claridad), hay dos líneas posibles de fundamentación del desvalor especial del dolo: o se trata de una cuestión de mayor peligrosidad, o se trata más bien de una cuestión de mayor inmoralidad (en cualquier sentido -social, propiamente ético, etc.- que se quiera dar a esta expresión). Yo soy de los que piensa -como Silva y muchos otros- que solo la segunda línea de argumentación explica suficientemente el valor que se da al dolo para graduar la pena. Pero admito que es discutible.

En todo caso, yendo al tema que usted me planteaba, creo que la clave es que, para que una conducta sea calificada como dolosa, tiene que ser imprescindible que concurran determinados hechos en torno a la conducta delictiva. Pues, en general, cualquier elemento del delito, que fundamenta el merecimiento y/o la necesidad de pena, si lo hace, es porque ciertos hechos presentes durante la comisión del delito producen tal efecto: justificar una respuesta punitiva (de una determinada gravedad), y no otra, o ninguna.

La pregunta, claro está, es: ¿qué hechos tienen que darse, cuando el autor realiza la conducta objetivamente típica, para que califiquemos su conducta como dolosa? Sustancialmente, en la doctrina penal se han dado tres respuestas a esta pregunta (con numerosas diferencias de matiz, desde luego): a) hechos externos, esto es, una especial peligrosidad de la conducta; b) hechos psíquicos (conocimientos, intenciones, etc.); o c) un impacto social particularmente intenso de la conducta, tanto si dicho impacto extraordinario se deriva de hechos externos (peligrosidad) como de hechos psíquicos (conocimiento), o incluso de la actitud general del autor hacia las normas (casos de ignorancia deliberada, ceguera ante los hechos, etc.) . Para poner tres nombres de autores reconocidos sobre el tapete, representativos de las tres posiciones: Puppe (hechos externos), Roxin (hechos psíquicos), Jakobs (impacto social).

Como bien me señala en sus observaciones, yo soy de los que se decantan claramente por la segunda de las opciones: es decir, por la tesis de que es imprescindible exigir -y comprobar- la presencia de ciertos hechos psíquicos en la mente del autor, conectados causalmente con su conducta delictiva, para que pueda llegar a estar justificado calificar su conducta como dolosa. Y ello, porque creo que solamente cuando concurren dichos hechos psíquicos (en esencia, el autor no solo tiene un control psíquico bastante completo de su propia conducta, sino que con dicho proceso de toma de decisiones manifiesta su actitud de -al menos- indiferencia hacia la lesividad de su comportamiento), realmente la ciudadanía reacciona razonablemente con el mayor de los rechazos. En cambio, creo que una conducta, por muy peligrosa que sea, si no va acompañada por dicha actitud psíquica, sigue siendo valorativamente diferente, menos grave, en nuestras sociedades, en nuestra cultura. (Hay amplia evidencia empírica de esto que afirmo: la he citado en alguno de mis trabajos.) Por ello, tal vez haya que imponer una pena más grave que la usual del delito imprudente al autor que incurre en ignorancia deliberada o que es groseramente temerario. Pero nunca, en mi opinión, está justificado tratarle igual que al autor evidentemente doloso.

De acuerdo con todo lo que acabo de exponer, es evidente que recurrir a la teoría de la atribución como fundamento del dolo me parece erróneo. Pues lo que los psicólogos llaman Mindreading no es más que una operación cognitiva en la que un observador externo intenta adivinar (mediante una inferencia a la mejor explicación) qué es lo que ocurría en la mente del agente en el momento de actuar: qué motivos le movieron. Es algo que todos hacemos todos los días. Y que, en términos globales, funciona con relativo éxito. Pero solamente en términos globales: lo que nos dice la evidencia (tanto lo que vivimos cada uno como lo que acredita la ciencia) es que la atribución de estados mentales a terceros es una operación sujeta a un elevadísimo grado de error; cientos de veces creemos saber lo que alguien pensaba, quería, etc. y, a la larga, comprobamos que nos hemos equivocado completamente. Añádese, por lo demás, la extraordinaria importancia que los sesgos y prejuicios tienen en nuestras inferencias en este ámbito (donde todo el racismo, clasismo, sexismo, etc. pueden operar de manera escasamente controlada) y podremos concluir que justificar la pena en los ejercicios de adivinación de los jueces no parece lo propio de un Estado de Derecho en el que se tome en serio la presunción de inocencia.

Así pues, en la práctica, sustituir los hechos psíquicos por la atribución externa de dichos hechos como fundamento de la calificación de una conducta como dolosa sería -se confiese o no abiertamente- apuntarse a la tercera de las respuestas sustantivas (el impacto social como fundamento del dolo), en vez de a la segunda (hechos psíquicos como fundamento). Con la desventaja añadida de que, cuando Jakobs, por ejemplo, explica por qué ciertas conductas no intencionadas deben ser calificadas, pese a todo, como dolosas (los casos que él denomina de dolus ex re), proporciona razones sólidas para justificar por qué el impacto social de las mismas es tan grave o más que el de las conductas intencionadas (esto es, acompañadas de hechos psíquicos relevantes). A mí, desde luego, no me convence su argumentación, pero he de reconocer que al menos se esfuerza en proporcionar una justificación racional a su tesis. Algo que, me temo, una argumentación sobre la base de las intenciones que, en general, se suele atribuir a las personas sobre la base de los indicios externos no es capaz de proporcionar.

En síntesis: uno tiene que dejar claro qué es lo que busca (qué hechos busca) para determinar luego cómo puede llegar a encontrarlos. Si uno busca hechos psíquicos (esta es mi posición), entonces el mejor -o menos malo- de los métodos para encontrarlos es recurrir a la ciencia que intenta determinar y explicar tales hechos: es decir, a la Psicología, a las ciencias cognitivas. Sustituir el conocimiento que estas nos proporcionan (y las lagunas de conocimiento que señalan que aún tenemos) por la psicología de sentido común (que es donde se ubican los procesos cotidianos de atribución de estados mentales) es como intentar resolver las dificultades que suscita la determinación de relaciones causales entre una acción y un resultado de muerte preguntando a un curandero, en vez de a un médico forense. Cuando, por fortuna, hoy existe ya un conocimiento amplio y sofisticado (y, además, que crece exponencialmente cada década) acerca de cómo funciona la mente humana.

Por supuesto, no se me oculta que recurrir a la ciencia en esta materia, además del desafío organizativo que le crea a nuestros sistemas de administración de justicia (tenemos jueces acostumbrados a preguntar a peritos médicos o psiquiátricos, pero que no saben una palabra sobre psicología de la acción... o psicología del testimonio -aunque este es otro tema-, por lo que en este aspecto ni siquiera son conscientes de su extrema ignorancia), va a producir el efecto de haya muchas ocasiones en las que el conocimiento científico resulte aún insuficiente y, consiguientemente, el resultado final sea absolutorio. Lo cual probablemente no es lo más deseable desde el punto de vista político-criminal. Pese a ello, sigo pensando que este es el único camino: adaptarnos, también en materia de elementos psicológicos del delito (¡no solo el dolo, sino también la culpabilidad!), a los avances de la ciencia; y, mientras lo logramos, respetar escrupulosamente el derecho del acusado a no ser condenado (por delito doloso) si no existen pruebas creíbles (es decir, con base científica, no meramente intuitiva) más allá de toda duda razonable, como exige la presunción de inocencia.

Espero haber explicado claramente mi punto de vista. En todo caso, quedo, por supuesto, a su disposición para cualquier ulterior aclaración.

Un saludo cordial.


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