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sábado, 17 de junio de 2023

Espíritu sagrado (Chema García Ibarra, 2021)



Vivimos en una sociedad (la española, pero -con algunos matices- vale lo que aquí afirmo para todas las occidentales desarrolladas) que, desde el punto de vista sociológico (socioeconómico, sociopolítico), se caracterizan por la constatación del obvio fracaso del mito del ascenso social: cada vez más, se muestra en efecto que, con independencia de casos individuales, en términos globales las estructuras sociales apenas permiten la movilidad desde la base de pirámide ocupacional de la clase trabajadora (parados/as de larga duración, empleados/as precarios/as y empobrecidos/as, etc.) hacia estratos con empleo estable y condiciones de trabajo legales, o desde estos hacia los estratos de profesionales bien pagados, culturalmente autoidentificados como "élites". (Aunque, desde luego, en ningún sentido estricto -sociológico- del término verdaderamente lo sean, pues ellos/as en realidad no ocupan -ocupamos- ninguna posición de poder social verdaderamente destacable, salvo como servidores de las auténticas élites, las que ostentan el poder económico, político y cultural...)

Esta realidad de una estratificación social resistente al ascenso social se estabiliza, protege y reproduce a través de muy diversos mecanismos: económicos (regímenes laborales diferenciados, desigualdad salarial, etc.), políticos (estigmatización de los estratos más bajos de la clase trabajadora como "clases peligrosas", objeto de un control y represión estatal selectivas y sistemáticos, invisibilización de sus problemas en el debate político, etc.), culturales (desigualdad en el acceso al sistema educativo, ideología elitista de desprecio por las expresiones culturales de los/as más pobres -"chonis", "macarras",...).

Y también, claro está, a través de la dominación ideológica: mediante la difusión y consolidación de formas (diferenciadas) de describir y de comprender la realidad social en términos ideologizados; todas ellas, por tanto, alejadas de cualquier descripción objetiva (científica, sociológica) de la misma y que cumplen una función negativa de ocultamiento (de problemas morales y políticos) y otra positiva de producción de legitimidad política (de proporcionar a los individuos y grupos sociales razones para la obediencia -no solo al Derecho, sino también a otras muchas normas sociales, de deferencia hacia la estructura de poder social). (Me ocupé del concepto de ideología y de los efectos de la ideologización del discurso público -en mi caso, en el ámbito de la política criminal- aquí.)

Naturalmente, la dominación ideológica no puede operar del mismo modo en relación con cada uno de los estratos sociales, sino que necesariamente, para ser efectiva, ha de tener en cuenta tanto las formas culturales preexistentes en cada uno de ellos como el capital cultural -para decirlo con Pierre Bourdieu-  con el que cada uno cuenta (es decir, con los conocimiento y competencias que cada estrato ve socialmente reconocidas como propias). Así, por ejemplo, para las "clases medias educadas" (trabajadores/as del sector servicios con nivel educativo alto), que es mi estrato social de pertenencia, la dominación tiene lugar principalmente a través de la ideología elitista (somos el sector mas educado y culto de la sociedad, no tenemos nada que ver con el mal gusto de las clases bajas), unida en ciertos casos a la ideología del profesionalismo (somos buenos profesionales, técnicamente competentes y políticamente neutrales) y -cuando se trata de empleados/as públicos/as- a la ideología del servicio público (estamos al servicio de la sociedad, del bien común).

¿Y qué ocurre con los estratos sociales más bajos? Tradicionalmente, la dominación ideológica en estos estratos tuvo lugar fundamentalmente a través de la religión: aunque en ellos la dominación se ha venido garantizando sobre todo por medios económicos (son y han sido siempre -en términos marxistas- el ejército industrial de reserva) y políticos (una represión policial y penal selectiva y discriminatoria), la ideología religiosa (en Europa, principalmente cristiana, pero también judía o -más recientemente- islámica) permitió construir razones no meramente prudenciales, sino (pretendidamente) morales, para la obediencia y la sumisión, a través del -hoy ya, vetusto- mensaje de la resignación, la sumisión a la voluntad divina y el resarcimiento en la vida ultraterrena; cumpliendo, en suma, la función de "opio del pueblo" de la que hablaba Marx.

Es evidente que, hoy en día, en la sociedades desarrolladas occidentales, esta dominación religiosa ha perdido buena parte de su efectividad: sigue operando, sí, para algunos grupos sociales específicos de dichos estratos sociales más empobrecidos de la clase trabajadora (migrantes procedentes de países islámicos, dominados a través de la ideología islámica, algunos grupos marginales atraídos por sectas, o por movimientos católicos carismáticos, o por el evangelismo protestantes,...); pero, en términos generales (cuantitativos), han perdido su atractivo para la inmensa mayoría de individuos y grupos sociales pertenecientes a estos estratos, en una sociedad globalmente secularizada.

¿Qué queda entonces? Pues lo que queda lo muestra muy bien la película de Chema García Ibarra que hoy comento. En efecto, es difícil hallar en el mercado cultural otra representación más afinada del desierto ideológico en el que se mueven los estratos sociales más empobrecidos de la clase trabajadora europea: trabajadores (y, sobre todo, en la película, trabajadoras -aquí, del sector del calzado) precarias, sujetas a una sobreexplotación notoria, que experimentan sus vidas a través de un confuso magma de ideología del buscavidas, esoterismo, televisión de chismorreos y sensacionalismo, pánicos morales y confusión. Magma que, en realidad, les impide (y de eso se trata) entender exactamente qué es lo que les está pasando.

Así, la película narra una trama criminal (de trata de personas) que es ocultada por sus perpetradores, ante los ojos (enceguecidos) de sus convecinos, a través del señuelo de la fe en creencias esotéricas (contactos extraterrestres y demás). Pero lo más interesante es cómo dichas absurdas creencias son capaces, precisamente por su carácter disparatado, de insertarse eficazmente en la confusión ideológica con la que las personas empobrecidas experimentan sus vidas: vidas de precariedad, sobreexplotación, inseguridad y sentimientos de indignidad y marginación, a las que la creencia de haber sido elegidos (por esos fantasmáticos extraterrestres) les proporciona un nuevo sentido de dignidad; algún sentido (que no sea simplemente el de ser carne de explotación). Por supuesto, todo es un engaño. Pero la cuestión es que un engaño tan estúpido solamente puede funcionar cuando los mecanismos de comprensión de la realidad social están ya tan deteriorados que cualquier cosa -hasta el mayor disparate- se vuelve plausible.

Es este, justamente, el medio cultural en el que las fake news tienen capacidad para producir sus efectos. Y, como estamos comprobando todos los días, este medio ambiente culturalmente degradado está mucho más extendido en nuestra sociedad de lo que parece (gracias, por supuesto, a la impagable contribución de los medios de comunicación y de la industria cultural), con los deletéreos efectos culturales y políticos que ello favorece. Por eso, pienso que ver Espíritu sagrado con atención y reflexionar sobre la historia que narra es casi una obligación para quien esté ocupado, y preocupado, por el papel de las ideologías en la integración social en sociedades secularizadas y desiguales, como las nuestras. Porque, a diferencia de tantos productos culturales de relumbrón, esta modesta película española ha sabido poner el dedo en la llaga: narrando, casi en voz baja, una modesta historia de barrio, pone ante nuestros ojos todo un fenómeno global digno de reflexión. ¿No debería ser esta precisamente una de las funciones del verdadero arte?




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