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viernes, 25 de noviembre de 2022

Mystic River (Clint Eastwood, 2003): dos maneras de atrapar a un asesino (o a alguien que pague por él)



El otro día volví a ver, otra vez, Mystic River, la espléndida película de Clint Eastwood (2003), sobre la base de una novela de Dennis Lehane.

En el plano puramente estético, es cierto que una revisión continuada de la película la hace perder parte del brillo que inicialmente uno aprecia en ella: hay, en efecto, algo de mecánico en su estructura, que hace que la tragedia que narra (la de los humanos inocentes abocados a ser destruidos por los humanos con vocación de fieras, la del igualitario reparto de la infamia a los dos lados de la ley -víctimas y "honrados ciudadanos", tan arrastrados por sus más salvajes arrebatos como los delincuentes-, el mal como banalidad casual y sin sentido...) resulta menos emocionante cuando es contemplada una y otra vez, con conocimiento pleno de la trama argumental... Y, pese a todo, es una excelente película (aunque no magistral).

Pero hoy no quiero hablar de cine, sino utilizar el cine, la película de Eastwood para hallar una aproximación ilustrativa a algunas realidades de la fenomenología de la delincuencia; más exactamente, de la violencia.

Y es que, en efecto, justamente esa estructura algo simplista de la narración contenida en Mystic River hace que se ponga de manifiesto de manera particularmente clara la realidad que muestra. Se trata, como es sabido, del hecho de que una joven ha sido asesinada; y del proceso a través del cual se busca a quien haya sido autor de su muerte.

La cuestión es que en la película se narran en realidad dos procesos de investigación sobre dicho asesinato. De una parte, un proceso racional, metódico, garantista: la policía va detectando indicios, identificando posibles sospechosos, descartándolos, o no, hasta quedarse con la mejor de las hipótesis explicativas del crimen (aquella que justificaría la acusación y, en su caso, si hay pruebas suficientes para ello, el veredicto de culpabilidad). (En este caso, además, resulta que la explicación verdadera sobre la autoría, las circunstancias y los motivos del homicidio es tremendamente banal...)

Sin embargo, al lado de la investigación policial, existe otro proceso de investigación; de atribución de responsabilidad, más bien. Es el que emprenden los familiares de la víctima (encabezados por Jimmy Markum -Sean Penn) y sus amig@s y compinches. Es este un proceso de atribución de responsabilidad que no se basa principalmente en hechos, sino en procesos psicológicos de imputación de culpas, sobre la base de una combinación de hechos apenas relevantes (desde un punto de vista racional -de la enervación de la presunción de inocencia), pero que se piensa que confirman los estereotipos y prejuicios que tod@s l@s participantes (¡hasta la propia esposa -Marcia Gay Harden- del acusado -Tim Robbins!) tienen... significativamente, acerca de los miembros más débiles y marginados de la comunidad.

Así, lo que la película acaba contando es cómo se produce un progresivo alejamiento entre el proceso de investigación racional acerca de los autores del delito y el proceso de imputación irracional de culpa por ese delito al que se considera más probable (a la vista de los estereotipos y prejuicios de la comunidad) que haya sido el autor, aunque la base para dicho juicio esté constituida tan solo por algunos datos aislados y escasamente relevantes. Se trata de un caso evidente de sesgo de confirmación: los datos empíricos les sirven a los miembros de la comunidad tan solo para confirmar lo que ell@s mism@s creen saber ya acerca de quién es normal y quién es anormal; y, por ende, sobre quién puede ser autor de un crimen horrendo y quiénes no. Para construir un chivo expiatorio, en suma.

Obviamente, si la película tiene una moraleja (que no la necesita), es que los procesos sociales de imputación de responsabilidad, sin controles de racionalidad (llevados a cabo, pues, como ejercicios incontrolados de poder social), tienden a la injusticia. Aunque, si tiene dos, la segunda sería que dicha injusticia tiende a prevalecer sobre la justicia (sobra la imputación justa), a poco que nos olvidemos de que hasta la víctima más digna de compasión tiene que ser vigilada (cuando se arrellana en su púlpito de indignación y legitimidad moral y, desde él, pide "justicia", si lo que quiere es venganza) y hasta la comunidad moralmente más pura puede dar lugar a linchamientos.




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