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miércoles, 15 de julio de 2020

"Mascarilla obligatoria": sobre el Derecho sancionador simbólico


L@s penalistas llevamos muchos años debatiendo acerca del fenómeno del Derecho Penal (exclusivamente) simbólico, como una de las manifestaciones pervertidas de una política criminal irracional e injustificable: que emplea la coerción del Derecho para algo que no es ni moralmente justificable, ni factible, ni eficaz, ni eficiente desde un punto de vista instrumental.

Nuestros debates y nuestros análisis, no obstante, han versado casi siempre sobre regulaciones sancionadoras dirigidas (en teoría, cuando menos) a afrontar grandes fenómenos macro-sociales: la "pornografía infantil", los "conductores suicidas", los conductores que abandonan el lugar del accidente,... En todos estos supuestos, resultaba característico (además de la propia funcionalidad fundamentalmente simbólica de prohibiciones y sanciones) el hecho de tratarse de normativa cuyos destinatarios potenciales eran prácticamente siempre un Otro moral (monstruoso), distinto de nosotr@s (buen@s ciudadan@s) que dictamos, reclamamos y/o aprobamos la promulgación de la norma.

Ahora, sin embargo, tenemos delante un ejemplo paradigmático de Derecho simbólico (no penal, ciertamente, pero sí sancionador: administrativo sancionador), en el que, a diferencia de los casos anteriores, los destinatarios potenciales (esto es, aquellos cuya libertad se restringe) somos el común de la ciudadanía. Me refiero justamente a la oleada de decisiones de autoridades de las diferentes comunidades autónomas que, a la vista de los (por lo demás, previsibles) rebrotes de focos de contagio de COVID-19, están optando -en una oleada imparable de emulación autoritaria- por declarar "obligatorio" el uso de la mascarilla en la calle siempre, con sanciones previstas para el incumplimiento de dicho deber. (Traduciendo: hacerla obligatoria incluso cuando no resulte en principio necesaria, conforme a las recomendaciones prudenciales de la Organización Mundial de la Salud, al tratarse de espacios abiertos y no existir una aglomeración de personas que impida mantener una cierta distancia física de seguridad entre ellas. Yendo, pues, más allá no solo de dichas recomendaciones, sino de la normativa estatal que venía estableciendo hasta ahora qué era obligatorio y qué no en este ámbito -y que, en esencia, pretendía seguir las recomendaciones internacionales.) Véase un ejemplo de dicha normativa autonómica (la andaluza) aquí.

Supongamos -no es mucho suponer- que l@s expertos en control de enfermedades infecciosas saben bastante más que los líderes políticos autonómicos españoles acerca de qué medidas son imprescindibles, recomendables o innecesarias (y aun contraproducentes) para la prevención de contagios. Convengamos, entonces, en que las medidas que están tomando en esta materia estos días los presidentes y consejer@s autonómic@s son básicamente inútiles desde un punto de vista sanitario. La pregunta entonces, claro está, surge por sí sola: ¿para qué se adopta la medida? ¿para qué se limita (aún más) la libertad personal de toda la ciudadanía, si ello resulta innecesario?

A mí, verdaderamente, tan solo se me ocurre una respuesta plausible: se trata de una prohibición y de una sanción que pretende principalmente cumplir una función simbólica, no (como debería, para resultar justificable, y como fingen sus promotores) de protección de bienes jurídicos (de la salud pública y/o de la salud individual). (Cabe ciertamente una explicación alternativa: que las autoridades autonómicas españolas, y quienes también les están asesorando, sean tan profundamente ignorantes que crean de buena fe que están haciendo algo útil para prevenir la enfermedad. Es posible en algún caso, pero cabe dudar de que una reacción tan generalizada, en contra de la opinión también generalizada de l@s expert@s, puede explicarse sobre la base de la mera ignorancia: ¡demasiada ignorancia sería!)

Si lo que digo es razonable, entonces una primera consecuencia, de orden normativo, se deriva inmediatamente: que la nueva prohibición que están imponiendo tantas autoridades autonómicas es injustificable, por lo que no pasa el test de proporcionalidad que permitiría aceptar la correspondiente limitación de derechos fundamentales a que da lugar. Lo que, sin duda, tiene su importancia, tanto por lo que hace a la validez de la norma administrativa autonómica correspondiente (acaso inconstitucional) como a la hora de valorar las razones que puede tener un(a) ciudadan@  para obedecerla (más allá del miedo a la sanción)...

En todo caso, hoy no me interesa tanto detenerme en ello, cuanto en el análisis del mecanismo del Derecho simbólico, que, precisamente por estar en este caso referido a un fenómeno micro-social (cómo caminamos l@s peatones por las calles de nuestras ciudades), aparece de un modo mucho más transparente. En efecto, el mecanismo es el siguiente:

1º) Existe un conflicto social: en este caso, una epidemia de una enfermedad altamente contagiosa, con grave riesgo para la salud de la ciudadanía. (En otras ocasiones el conflicto es completamente imaginario, o en buena parte lo es. Dejemos, no obstante, esto ahora a un lado...)

2º) Los poderes públicos no pueden o no quieren adoptar aquellas medidas que serían verdaderamente eficaces para afrontar el conflicto: en nuestro caso, garantizar espacios cerrados (de trabajo, de estudio, de residencia, etc.) que no se conviertan con facilidad en focos de contagio, hacer test de manera masiva, rastrear los contactos de las personas contagiadas, etc. Medidas todas ellas que son costosas, complejas, engorrosas.

3º) Pero parecería inadmisible (para la imagen de la administración ante la opinión pública) que la ciudadanía no viese que se está haciendo algo para resolver el problema.

4º) Ante el dilema, se opta por adoptar una medida que: a) sea fácil (y barata) de implantar; b) sea muy visible (pues tiene que parecer que algo se está haciendo); c) transmita una imagen enérgica (por ejemplo: "¡mano dura con los insolidarios!", que no se ponen la mascarilla ); y d) imponga el coste de la política pública (aquí, de la "lucha contra la pandemia") sobre alguien distinto de la propia Administración y que no tenga poder político bastante para impedirlo. (Así, por ejemplo, imponer los costes a las grandes empresas -exigiéndoles grandes inversiones en seguridad en los puestos de trabajo, por ejemplo- no es viable, pues daría lugar a un grave enfrentamiento político.)

5º) Dados los objetivos de la decisión, apenas importa: a) que la medida sea útil; b) que sea injustificable desde un punto de vista moral o político; c) que vaya a ser aplicada efectivamente de forma generalizada o que, por el contrario, solo en alguna ocasión -muy selectivamente- lo vaya a ser. Pues, en realidad, es suficiente para logar el fin pretendido con que la medida sea anunciada a bombo y platillo ("tenemos que ser implacables") y con que luego el gabinete de prensa correspondiente alimente a los medios con una docena de casos ejemplares, en los que uno de los "insolidarios" fue sancionado, "como se merecía". Con ello basta, para producir el efecto comunicativo buscado.

La cuestión, por supuesto, es que las normas sancionadoras predominantemente simbólicas, aunque se reclaman parte de una policy (de una politica pública -en nuestro caso, de la política sanitaria), en realidad no lo son: son tan solo parte de una estrategia de comunicación política (de las politics). Ni pretenden ser eficaces para proteger bienes jurídicos (no importa la lesividad de la conducta prohibida, ni tampoco la posibilidad de hacer cumplir efectivamente la prohibición), ni mucho menos eficientes (se desprecian los costes de la prohibición). Basta con que ofrezcan una imagen (de eficacia y eficiencia), al menos coste posible para los poderes públicos.

Eso sí: limitando para ello, sin justificación alguna, la libertad individual.


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