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domingo, 8 de marzo de 2020

Portrait de la jeune fille en feu (Céline Sciamma, 2019)


Portrait de la jeune fille en feu es la narración, en pasado, de una antigua historia de amor: un amor (casi) instantáneo, entre dos mujeres, que estaban llamadas a enfrentarse y que, sin embargo, a causa del deseo que cada una provoca en la otra, optan más bien por afrontar la aventura de conocerse. Conocer sus cuerpos, su sexualidad y sus espíritus. Todo ello, durante los pocos días que la sociedad les permite vivir libres, en una suerte de paraíso privado (junto con una sirvienta complaciente, que tiene a su vez sus propios problemas femeninos), explorando sus deseos homoeróticos. Antes de que el principio de realidad acabe por imponerse: Héloïse (Adèle Haenel) está llamada a casarse, con un hombre desconocido, a tener hijos, a ser un ama de casa, una mujer "normal"... mientras que Marianne (Noémie Merlant) seguirá siendo siempre una mujer independiente (soltera), rememorando su vieja y entrañable historia de amor, que la reforzó en su autonomía y la da fuerzas para continuar con una vida mucho más condicional.

Resumidas en estos términos, la película constituye un ejemplo más del tipo de temas cinematográficos acerca de los que que le viene interesando narrar a su directora, Céline Sciamma: deseo femenino, identidad y autonomía, de la mujer, sororidad, heteronormatividad y homoerotismo (lesbiano), etc.

Desde este punto de vista, sin embargo (esto es, en tanto que historia de amor homosexual en el marco de una sociedad tradicional y represiva), Portrait de la jeune fille en feu no deja de ser una narración extremadamente limitada, por cuanto que apenas explora en profundidad ni el surgimiento del deseo, ni las exploraciones eróticas y sensuales de las amantes, ni tampoco siquiera el drama del final de un amor imposible.

Así, aquello que verdaderamente dota de su potencia poética a la película es más bien su delicada atención a otra forma de interacción entre Héloïse y Marianne: la relación entre una pintora y su modelo. O de cómo el esfuerzo de apropiación, sensual e intelectual, que una artista que -como ocurre con los pintores- tiene que intensificar hasta el límite de lo posible su percepción del aspecto externo de su modelo (colores, olores, tacto, textura de la piel, color de los ojos, mirada, gestos, mohínes,...) se asemeja tanto al de la amante que "bebe" cada rasgo y cada ademán de su amada. En el caso de Héloïse y de Marianne, la percepción de dichos rasgos, el esfuerzo por fijarlos (en la mente, en el papel y en el lienzo), así como el hecho de que, al tiempo, la modelo esté contemplando también la actividad física (las miradas, los movimientos de las manos con el carboncillo o el pincel), es lo abre paso a la posibilidad de convertir esa observación y esa posesión mental en deseo, y en actos (eróticos) externos.

Así, en Portrait de la jeune fille en feu, el amor acaba por plasmarse, en todo momento, en representaciones: el retrato de Héloïse encargado por su madre y los numerosos bocetos elaborados para el mismo, pero también el retrato privado y desnudo que su amante esboza, durante los tiempos de cama y de relajación erótica. O el retrato oficial que luego su marido encarga hacer de Héloïse y que Marianne contempla, extasiada, en una exposición...

Al cabo, el tema más esencial de la película (que, en todo caso, para abordarlo adopta desde luego un enfoque abiertamente feminista) resulta ser el del deseo amoroso como supremo acto de construcción imaginativa. Pues, ¿en qué momento gozan Heloïse y Marianne más de su amor, cuando retozaban libres en la cama, explayándose en el placer sexual, o más bien cuando aquella escucha las notas del concierto de Vivaldi (cuyo significado temático Marianne le había explicado), rememorando las viejas emociones, y Marianne, inadvertida, la observa en la sombra, emocionada también?




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