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sábado, 28 de diciembre de 2019

Daphne du Maurier: Rebecca


Rebecca me parece un ejemplo excelente para mostrar cómo la ideología, allí donde resulta hegemónica, es capaz de crear marcos interpretativos de tal potencia significativa (= cultural) como para dar la vuelta a los hechos y mostrarlos -reconstruidos- bajo una luz completamente diferente.

El argumento, en efecto, de la novela es característicamente decimonónico (y, por ende, para la época en la que fue escrita, un tanto anticuado): al modo de tantas novelas del siglo anterior (pienso, por ejemplo, en Jane Eyre), narra la llegada de una mujer solitaria y desasistida a un ambiente nuevo y hostil para ella, sometida al caprichoso arbitrio de los varones y su manera de sobrevivir en dicho entorno (damsel in distress). Así, toda la historia está narrada desde el punto de vista de la protagonista, que va descubriendo y nos hace descubrir lo inquietante, por enigmática y difícil de descifrar, que resulta cualquier aproximación a una realidad sociocultural desconocida y exótica: aquí, la de la aristocracia inglesa, vista con los ojos de una advenediza.

La narración, entonces, se regocija en la reelaboración de tópicos procedentes de la novela gótica para volver sensorialmente imaginables los temores de la protagonista a ser vista como una oportunista socialmente fuera de lugar: el caserón opresivo, los ruidos, la observación por parte de los criados, una naturaleza agreste, la soledad, los silencios,... Se trata todo el tiempo de un ejercicio (que, en el momento de escribirse la novela, aparecían ya como muy próximos al pastiche) de mostración de viejos recursos narrativos de la tradición la novela popular inglesa ya desde el siglo XVIII, con el fin de representar las ansiedades psíquicas del arribismo y de la diferencia de clase.

La cuestión, sin embargo, es que toda esta exhibición estilística dirigida a representar tópicamente los conflictos socioculturales latentes en la historia narrada sirve, en la última parte de la novela, como el frontispicio del que se cuelga, luego, la resolución de la trama. Una resolución que, como más arriba, señalaba resulta sorprendente desde un punto de vista ideológico. Pues, de hecho, lo que verdaderamente narra Rebecca (por más que el discurso explícito de la novela se niegue decididamente a ponerlo de manifiesto) es el ciclo de la violencia de género en la pareja heterosexual clásica: esposa asesinada por su marido, que se busca una segunda esposa, a la cual dominar mediante una constante violencia psíquica, volviéndola su cómplice y sometiéndola a su poder. (También ideológico: a su visión de la realidad, a tenor de la cual, el asesinato de Rebecca de Winter fue una muerte justificada, por la insumisión de ella a los dictados de su marido.)

Pero no es esto lo que aparece en el discurso de la narración. Este, al contrario, resulta completamente controlado por el poder ideológico (patriarcal) de Max de Winter, a tenor del cual los hechos son reinterpretados; y, al tiempo, luego dicha reinterpretación es impuesta como la verdadera al sujeto dominado, la segunda Mrs. de Winter (que ni siquiera aparece con algún nombre propio identificable en la historia...). A tenor de la misma, la muerte de la primera esposa es presentada -y aceptada por la narradora- como una muerte perfectamente justificable, a causa de la promiscuidad sexual de la víctima. De manera que esta presentación y esta aceptación contribuyen a reforzar el orden ideológico patriarcal; y, con ello, el poder del amo, Max de Winter. Porque el hecho de que sea la segunda esposa quien, por encima de cualquier esperable solidaridad de género, más se inquiete por asegurar la impunidad de su amo representa magníficamente el estado de la dominación. (Una dominación que, además, la novela apunta que ha de contar, naturalmente, con la complicidad -de clase, pero también de género- de las autoridades: ese Colonel Julyan que sabe tan bien mirar hacia otro lado y eximir de responsabilidad a Max de Winter.) La sucesora en el rol de sujeto dominado acepta plenamente, desde un primer momento y hasta el final de la narración, la legitimidad de la relación de poder, por más que la misma pueda en ocasiones inquietarla.

Manderley es, pues, no solo la residencia señorial de Mr. y Mrs. De Winter: es también una suerte de castillo sadiano de los horrores (del poder), que detrás de sus apariencias culturalmente respetables oculta en realidad dominación, violencia, ejercicios para infundir terror, silencios miedosos, personas privadas de palabra y cuerpos y mentes siempre disponibles para el amo. Y, sin embargo, la ideología es capaz de transformar este terrorífico escenario en un mero problema de ansiedad romántica, resoluble simplemente gracias a la buena voluntad de la víctima, de "ser una buena chica" y hacer siempre "aquello que se espera de ella".


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