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jueves, 26 de septiembre de 2019

Keith E. Yandell: Philosophy of Religion. A Contemporary Introduction


Me he estado ocupando estos últimos días de leer, en ratos libres, este libro (2ª ed., Routledge, 2016). Pues, aunque confieso que los fenómenos religiosos no tienen para mí un gran interés filosófico (aunque sí, desde luego, desde la perspectiva antropológica y de la Sociología de la cultura), la curiosidad intelectual me conduce a intentar aprender también un poco de un tema como éste: del análisis filosófico de los argumentos e ideas religiosas y/o en torno a la religión, dada la importancia que este fenómeno ha tenido y sigue teniendo en la vida cultural de todas las sociedades.

A mi entender, sin embargo, el libro que hoy comento no llega a ser una obra verdaderamente lograda, si -como uno supone- de lo que se trataba es, justamente, de llevar a cabo ese análisis filosófico: vale decir, empleando para ello las mejores armas que la racionalidad humana nos proporciona para describir, interpretar y comprender los fenómenos de la realidad. Pues ocurre que cabe dudar precisamente de que se hayan empleado de la manera adecuadamente crítica en la obra todo este potencial de la racionalidad humana.

En otras palabras: está bien, y resulta imprescindible, tomarse en serio las afirmaciones propias de las doctrinas religiosas acerca de la estructura de la realidad, la naturaleza del ser humano, el sentido de su existencia, la fundamentación de la moral, etc. Pero también lo es, si lo que se escribe es un libro de análisis filosófico (y no una obra de eso que los teólogos cristianos han dado en llamar "teología natural": la búsqueda de evidencias acerca de dios mediante el uso de la mera razón humana, sin recurrir a ninguna verdad revelada), someter dichas proposiciones no solo a una reconstrucción analítica (que explicite cada uno de los pasos de los argumentos), sino además a un juicio filosófico crítico; es decir, a la misma clase de enjuiciamiento racional y crítico al que sostenemos habitualmente todas nuestras tesis sobre filosofía de la mente, metaética, ontología, etc.

Ocurre, empero, que en este sentido no es posible -según mi entender- tomarse completamente en serio el esfuerzo de Keith E. Yandell, demasiado complaciente con la sedicente racionalidad de las proposiciones doctrinales de las religiones (y de las cristianas, particularmente). Resulta, en efecto, loable el esfuerzo de tomárselas en serio y formularlas en términos analíticamente rigurosos. Mas uno echaría de menos algo más de arrojo crítico a la hora de evaluarlas...

Pese a ello, la potencia de la racionalidad es tal que ya el solo esfuerzo de formular en términos explícitos y lógicamente articulados los argumentos que constituyen las doctrinas religiosas (las creencias religiosas), que Yandell acomete con gran rigor, conduce a cualquier lector(a) formad@ y con espíritu crítico a detectar en seguida muchas de las carencias que tales argumentos sufren y que los vuelven tan sospechosos para cualquier persona convencida de la necesidad de someter a crítica racional las creencias.

Señalaré cuando menos las siguientes:

- Religión y parsimonia ontológica: Acaso el más importante argumento en contra de la verdad de las doctrinas religiosas acerca de la existencia de un dios o de varios dioses sea precisamente del principio de parsimonia ontológica: resulta difícil hallar algún aspecto de la realidad cuya explicación precise ineludiblemente el recurso a la existencia de dicha entidad o entidades trascendentes. Ciertamente, esta falta de necesidad epistemológica de recurrir a la divinidad para nuestras explicaciones de la realidad no implica lógicamente que la divinidad no exista. Mas, en ausencia de argumentos positivos a favor de su existencia, vuelve irracional incorporar la afirmación de dicha existencia a nuestras creencias.

- Argumentos ontológicos y cosmológicos: La pregunta, entonces, es si tales argumentos positivos existen. Dos son los que han sido propuestos. De una parte, el argumento ontológico, de índole conceptual: la mera posibilidad de que pueda concebirse un ser excelso indica que debe existir (simplifico groseramente). Y, de otra, toda una serie de argumentos cosmológicos: la existencia misma del universo, de sus leyes, del ajuste fino del cosmos que permite la vida y del ser humano se explicarían mejor si se puede recurrir para hacerlo a la existencia de la divinidad.

Ocurre, sin embargo, que las dos clases de argumentos (abductivos: inferencias a la mejor explicación) dependen de una concepción metafísica acerca de la estructura de la realidad que resulta cuando menos discutible (si no directamente rechazable): una concepción teleológica, a tenor de la cual la realidad (el cosmos, la vida, el ser humano, etc.) ha de tener alguna finalidad, incorpora un sentido (siquiera sea objetivo) y se desenvuelve para plenificar dicho sentido. Pero, ¿qué sucede si se elimina la teleología de esta argumentación? ¿Por qué la existencia de la vida, del cosmos, de las leyes naturales, de la humanidad, etc., deberían tener alguna razón de ser, más allá de las causas (causas eficientes, no finales) que hayan dado lugar a su existencia? ¿Por qué la idea de un ser excelso no puede constituir una mera fantasía absurda, en vez de algo posible, o real, por mucho que forme parte de las creencias humanas más hondamente arraigadas en nuestras culturas?

Porque, en definitiva, si los argumentos ontológicos y cosmológicos a favor de la existencia de la divinidad se basan en formas de razonamiento teleológico, basta con cuestionar esta forma de razonar (cuando, como es el caso, se trata de explicar la estructura última de la realidad, no de explicar o interpretar acciones humanas) para que su fuerza se diluya en buena medida. Y, precisamente, sucede que la evidencia científica (cosmológica, acerca de cómo se ha constituido el universo, física, acerca del origen de la materia, biológica, sobre el origen de la vida, y antropológica, sobre la aparición de la especie humana) permite elaborar una teoría acerca de la realidad que no necesita para nada del recurso a causas finales y a la teleología (en el sentido fuerte de la expresión -muy diferente del funcional propio de las ciencias biológicas).

- Ética y metafísica: Se suele afirmar -desde perspectivas religiosas- que toda ética ha de estar apoyada en una metafísica, en una concepción acerca de la estructura de la realidad. Y que, por ello, la mejor explicación de la objetividad de los valores y normas morales es su fundamentación en una realidad tan sólida como la constituida por la voluntad divina (sea directamente -mandatos divinos revelados- o indirectamente -a través de las decisiones humanas inspiradas por su naturaleza, obra de dios). Pero ello solo es cierto si se acepta esa concepción (metaética) trascendentalista de la ética, que tiende a considerar sus categorías como categorías fundamentales de inteligibilidad de la realidad. Sin embargo, es mucho más sencillo (y parece gozar de buen fundamento empírico) adoptar una concepción naturalista de la ética, a tenor de la cual los valores y normas morales no son sino consecuencias (a veces, meramente colaterales) de la evolución de la especie humana, sin otro sentido último que su valor adaptativo (en el momento en el que surgieron, que no necesariamente en nuestros días). (Por lo demás, también se podría -y, en mi opinión, se debe- poner en cuestión el objetivismo ético. Pero, en fin, este es otra discusión, que aquí podemos dejar de lado...)

- Experiencias religiosas y argumentos empíricos: Por fin, cabe dudar del valor cognoscitivo de las experiencias religiosas, cuando de discutir sobre la racionalidad de las creencias se trata. Y ello, no, desde luego, porque quepa negar que tales experiencias existen: ello es indudable, está perfectamente documentado y acreditado. Y, sin embargo, las conclusiones que haya que extraer de los hechos en que consisten dichas experiencias (imágenes mentales, comportamientos anómalos, etc.) son tan dependientes del marco interpretativo que se les aplique que resulta prácticamente imposible dilucidar, en unos términos que resulten metodológicamente rigurosos (esto es, que no apelen a peticiones de principio), ninguna conclusión fundada (más allá de la obviedad de que las experiencias existen y de que muchas creencias y culturas las interpretan como manifestaciones de la trascendencia y/o de la divinidad). Pues, en efecto, para poder hacerlo, sería necesario que dispusiéramos de definiciones bien elaboradas de las categorías (divinidad, milagro, experiencia mística, etc.) que se pretenden utilizar; y de un método detallado e intersubjetivamente contrastable para realizar inferencias, a partir de los hechos empíricos de la experiencia religiosa, de proposiciones acerca de qué sentido religioso posee cada experiencia y de cuáles, en cambio no lo poseen. Definiciones y método que no existen, y que resulta harto dudoso que puedan llegar a existir.

Y es que, en el fondo, el problema de toda filosofía de la religión que no sea pura crítica de la racionalidad de las doctrinas religiosas estriba en su esfuerzo, necesariamente infructuoso, por examinar en términos puramente racionales algo que (como sucede tan frecuentemente con las creencias, emociones y prácticas sociales humanas) ni es ni puede ser un producto puramente teórico: la religión es vivida y experimentada, es una parte de las prácticas socioculturales de muchos individuos y grupos sociales. Y para todos ellos la racionalidad de las creencias que pretenden justificar esas vivencias y esas experiencias es algo completamente secundario, apenas importante, como es natural. Cualquier esfuerzo de reducir dichas creencias a tesis filosóficas ha de terminar en fracaso, incluso -como ocurre en el caso del libro que comento- en el trayecto ciertos aspectos de los argumentos y de los fenómenos religiosos puedan quedar brillantemente iluminados.



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