Esta pequeña obra, ubicada dentro de los parámetros genéricos del género negro, destaca fundamentalmente a causa de sus autores: un grupo nutrido de futuros blacklisted, de quienes fueron poco después excluidos del cine comercial norteamericano a causa de sus simpatías progresistas.
En este sentido, la película constituye una metáfora muy evidente acerca de los riesgos de la persecución obsesiva y sin fundamento en hechos en contra de personas que pueden ser inocentes, únicamente a causa de los prejuicios (aquí, de clase y de raza) contra ellas y de la creación, por parte de los poderes sociales (unos poderes sociales con intereses muy específicos en ello), de un ambiente social de intolerancia y represión.
Sin embargo, como producto pequeño que es (y como fruto de un momento en el que el cine norteamericano aún no había sido capaz de hallar nuevas vías formales para abordar temas políticos), a pesar de ser el retrato crudo de una situación social indeseable, la película acaba por concentrarse en las motivaciones puramente individuales de sus personajes: los poderosos manipulan a la opinión pública para ocultar un crimen pasional, el racismo y el clasismo en contra de la persona injustamente acusada no aparecen con claridad, y el personaje protagonista (Dan Duryea) evoluciona, en una progresiva toma de conciencia, desde el arribismo hasta el compromiso pleno, de un modo escasamente explicado, y vinculado a intereses más bien morales, y aun románticos, que sociales o políticos.
A pesar de estas limitaciones, no obstante, se trata de una obra muy digna de ser vista, en tanto que retrata -aun con sus carencias- un cierto estado de ánimo, agudamente tenso, de toda una sociedad.