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jueves, 1 de noviembre de 2012

Responsabilidad penal por (inadecuado) control de riesgos y fenómenos naturales: el "caso L'Aquila"


1. El "caso L'Aquila"

A petición de un periódico, he estado analizando en días pasados el proceso que ha acabado, en Italia, con una sentencia condenatoria para seis expertos pertenecientes a la Commissione Grandi Rischi, organismo administrativo competente para la evaluación de riesgos de terremotos y para la información pública acerca de dichos riesgos, por no haber hecho bien su trabajo en lo relativo al terremoto que arrasó L'Aquila en 2009. Una condena que lo ha sido por una pluralidad de delitos de homicidio y de lesiones por imprudencia, en calidad de cooperadores al delito imprudente (art. 113 del Código Penal italiano).

Debido a que aún no ha sido publicada la sentencia completa, sino tan sólo su veredicto, el objeto de análisis fue el escrito de acusación de la fiscalía (un voluminoso documento de más de quinientas páginas, bastante bien trabado y argumentado), en el que -hay que suponer- se habrá apoyado el juzgador para fundamentar la condena.

Aun cuando, en esencia, mi opinión sobre el caso (a la luz -insisto en ello- únicamente del escrito de la fiscalía) ha sido resumida fielmente en el artículo periodístico que dio pie a mi estudio, quiero compartir aquí, con mayor detalle, las conclusiones del mismo.

2. Cooperación imprudente en delitos imprudentes: ¿accesoriedad?

Tal y como acabo de señalar, la acusación y la condena en el juicio que comento fue por cooperación en delito imprudente: en concreto, en 37 delitos de homicidio imprudente (art. 589 CP Italia) y en 5 delitos de lesiones imprudentes (art. 590 CP Italia).

En este sentido, es importante resaltar que la ley italiana (a diferencia de la española -que, no obstante, podría ser interpretada en sentidos diversos) explícitamente, a través del art. 113 CP Italia, declara punible la cooperación (imprudente) en delitos imprudentes: "Nel delitto colposo, quando l'evento è stato cagionato dalla cooperazione di più persone, ciascuna di queste soggiace alle pene stabilite per il delitto stesso", afirma dicho precepto.

Pese a ello, causa perplejidad la interpretación acogida por la fiscalía, en virtud de la cual la conducta de cooperación descrita por el art. 113 CP Italia no sería una auténtica forma de participación en un delito (cometido por algún otro, autor), sino que podría ser interpretada como una conducta autónoma. Esto, en mi opinión, constituye uno de los dos elementos esenciales, desde el punto de vista dogmático (esto es, descontando las cuestiones probatorias, a las que me referiré posteriormente), en los que se apoyan la acusación y la condena. Y, precisamente, se trata de una interpretación discutible.

Puede, en efecto, entenderse que lo que pretende hacer el art. 113 CP Italia es establecer, en los delitos imprudentes, un concepto unitario de autoría, en virtud del cual cualquier interviniente que contribuya (de forma objetivamente imputable y con imprudencia) al resultado típico se convertiría en coautor del delito, independientemente de la relevancia de su contribución. Pero puede también, me parece, defenderse otra interpretación distinta: a saber, que el art. 113 CP Italia preserva la distinción (propia de las concepciones restrictivas de autoría) entre autores y partícipes (aquí, cooperadores), pero que declara también penalmente típica, expresamente, en los delitos imprudentes, también la conducta de estos últimos (castigándola además con la misma pena que la conducta del autor).

El problema puede parecer meramente técnico, pero en realidad posee una importancia capital para casos como el aquí analizado: si fuese esta última la interpretación que resultase preferible (y me parece que optar por una o por otra interpretación de las dos posibles ha de depender principalmente de consideraciones político-criminales -precisamente, en razón de las mismas, la segunda, más restrictiva, me parece a mí mejor), entonces seguiría rigiendo también en los delitos imprudentes la regla de la accesoriedad de la participación. Esto es, la regla que establece que el mero partícipe -aquí, el cooperador- en un delito (aquí, imprudente) sólo puede llegar a responder penalmente cuando existe, cuando menos, una conducta típicamente antijurídica por parte del autor.

La cuestión, por supuesto, es que en un caso como el que comento no existe ningún autor (en el sentido dogmático estricto, restrictivo): los resultados típicos (las lesiones y las muertes), en efecto, no fueron  producidos a través de un curso causal que estuviese determinado y dominado, ni subjetiva ni objetivamente, por ningún ser humano, sino que el "dominio" estuvo en todo caso "en manos" de un fenómeno natural, el terremoto. Por lo que, aplicando la regla de la accesoriedad de la participación, al no existir la ejecución de una conducta típica (de autoría), tampoco podría existir responsabilidad penal alguna para los meros cooperadores, aun en el caso de que se comprobase su aportación causal, facilitadora de los resultados típicos.

Esta conclusión no es solamente una consecuencia automática de reglas dogmáticas, sino que posee también un fundamento valorativo: es razonable distinguir aquellas funciones de control de riesgos que tienen que ver con conductas humanas de las que tienen que ver con los fenómenos naturales, puesto que se trata de dos situaciones completamente distintas. Mientras que el incumplimiento (o el cumplimiento inadecuado) de las primeras puede ser tratado adecuadamente muchas veces -aunque no siempre- a través de las figuras de participación en el delito (al existir una colusión -al menos, objetiva- entre autor y sujeto responsable del control de riesgos), para enfrentarse a los casos de actuaciones inadecuadas de control de riesgos derivados de fenómenos naturales sería preciso que existiese una tipificación específica. Y ello, porque en este caso no es razonable hacer recaer la responsabilidad por todo el resultado final sobre el controlador negligente, por lo que, si se le quiere hacer responder, hace falta ponderar cuál es la responsabilidad (y la pena) que se le quiere atribuir, que es justo imputarle.

3. Imprudencia

El segundo asunto que merece consideración en el caso es la existencia o inexistencia de imprudencia en la conducta de los acusados. A este respecto, puesto que se trata ante todo de una cuestión de hecho, dependiente de las pruebas aportadas al proceso, habremos de dar por buena la argumentación de la fiscalía, acogida en esencia por el órgano juzgador, que sostiene que la forma en la que la Commissione Grandi Rischi llevó a cabo, en el caso concreto de L'Aquila en 2009, sus funciones de evaluación de riesgos y de información a la ciudadanía acerca de los mismos no fue adecuada. Por supuesto, aceptarlo de manera completamente fundada obligaría a examinar a fondo tanto la normativa que regulaba las competencias (y, por ende, los deberes) de la Comisión como las reglas de cuidado que, en materia de evaluación de riesgos sísmicos y de información pública acerca de los mismos, es posible derivar de la lex artis (basada en la ciencia) propia de las profesiones técnicas implicadas (Sismología, protección civil, etc.). De lo primero se ocupa extensamente el escrito de acusación. No tanto de lo segundo, que, sin embargo, creo que hubiera sido muy importante, a la hora de fundamentar convincentemente el reproche de imprudencia (que de este modo resulta algo débil en la acusación).

4. Requisitos para la imputación del resultado

De cualquier modo, creo que el segundo aspecto decisivo que ha de llevar a poner en duda la corrección de la decisión de atribuir responsabilidad penal (recordémoslo: por cooperación imprudente en 37 delitos de homicidio imprudente y en 5 delitos de lesiones imprudentes) a los acusados es el carácter extremadamente problemático de la imputación objetiva de los resultados lesivos a sus acciones -supongamos, siquiera sea a efectos argumentativos, que verdaderamente imprudentes.

Ha de tenerse en cuenta, al respecto, que la conducta de cooperación por la que se acusa a los expertos miembros de la Comisión consistió en acciones de comunicación: se les reprocha, en efecto, principalmente el hecho de que sus informes y declaraciones públicas acerca del riesgo existente de que pudiera desencadenarse en un plazo corto un terremoto de gran intensidad en la zona de L'Aquila fueron de baja calidad, triviales, insuficientes y contradictorios. Que no emplearon, en suma, para realizarlos todo el arsenal de conocimientos científicos disponibles. Y que ello contribuyó a que las víctimas de las muertes y de las lesiones lo fuesen. O, en otros términos: que su conducta negligente aumentó la probabilidad de que los resultados tuviesen lugar.

Admitamos -como digo, cuando menos a efectos argumentativos- que las conductas enjuiciadas fuesen imprudentes. Con ello, sin embargo, no habremos más que iniciado el camino hacia una responsabilidad por delito consumado (aun si es a título de meros cooperadores). Pues, como es sabido, dicha responsabilidad exige, además, en el plano objetivo, el establecimiento de una relación de causalidad entre la acción (imprudente) y el resultado lesivo. Y demanda también la posibilidad de imputar objetivamente el resultado típico a la acción en cuestión.

5. Causalidad

Así, por lo que hace a la cuestión de la causalidad, hay que advertir que la conexión causal entre las acciones (pretendidamente negligentes) y los resultados lesivos de muertes y de lesiones (ocasionados directamente -no hay que olvidarlo- por el terremoto, por un fenómeno natural) debería ser, de existir, una de índole psíquica. Pues la buscada conexión causal debería conducir desde las acciones comunicativas de los expertos miembros de la Comisión (su información -supongamos que errónea e inadecuada- a la ciudadanía, en una audiencia pública y a través de los medios de comunicación) a los comportamientos de los receptores de sus mensajes, que decidieron no adoptar más medidas de precaución frente al posible terremoto, a la vista de los tranquilizadores informes recibidos. Es decir, habría que establecer una explicación (una retrodicción) de los resultados de muerte y de lesiones que incluyese como parte necesaria las informaciones erróneas de los expertos.

Elaborar tal explicación y llegar a vincular en términos estrictamente deterministas (no vale, pues, la mera conexión probabilista, esto no es todavía una relación propiamente causal) los actos verbales de los expertos con las mentes de los receptores de los mismos y con sus decisiones posteriores de hacer o no hacer ciertas cosas (que les pusieron más expuestos a los riesgos derivados del terremoto), todo ello además con la mediación -a veces relevante- de los canales de comunicación empleados (al fin y al cabo, las declaraciones en medios de comunicación -pero también las realizadas en directo- no son controladas plenamente por el declarante, sino que son filtradas por editores, selección de horarios y de audiencias a las que se dirige, etc., así como por las propias actitudes, de escucha más o menos activa y atenta, por parte de los oyentes), me parece tarea poco menos que imposible, si se han de respetar las suficientes garantías en la valoración de la prueba (sobre todo, en la motivación razonable de la misma). Pues la causalidad psíquica constituye un ámbito notoriamente problemático, en el que el establecimiento de conexiones que no sean -a la vez- simples  e inmediatas resulta casi siempre imposible, si no es a base de presunciones y/o de ficciones. Las llamadas "concepciones normativas" de la prueba de aquellos elementos del delito con componentes psíquicos y/o comunicativos ensayan tal camino oblicuo con el fin de evitar las dificultades probatorias. Pero, si no se acepta esta forma de cortar el nudo gordiano, por considerarlo incompatible con las garantías imprescindibles en materia de prueba, entonces rara vez es posible establecer relaciones de causalidad psíquica mínimamente complejas. Pues es infrecuente que se dé, en el ámbito de la causalidad psíquica, cualquiera de las dos condiciones alternativas que hay que exigir -si se toman en serio las garantías probatorias- para dar por probada una relación causal: que se pueda reconstruir cada uno de los eslabones de la cadena causal (entre la acción comunicativa del acusado y el comportamiento ulterior del receptor de su mensaje); o bien que exista una ley científica de naturaleza determinista -el matiz es esencial- que establezca una conexión necesaria entre la una y el otro.

Desde luego, me parece que en este caso que comento la dificultad para establecer la conexión causal entre informaciones de los expertos y las conductas ulteriores de los ciudadanos que se vieron expuestos al terremoto se revela, a pesar de los notables esfuerzos de la fiscalía para argumentarlo, prácticamente inabordable. Y la dificultad sólo puede ser superada a un precio que, en mi opinión, resulta inaceptable: al precio de convertir las conexiones causales -aquí, de causalidad psíquica- en algo menos exigente, en meras conexiones de probabilidad. Es decir, haciendo responsables de muertes y lesiones a sujetos que, tal vez, es probable que hayan influido sobre los ciudadanos que, tranquilizados, decidieron no adoptar más medidas de precaución contra el posible terremoto. Pero cualquier comprenderá que "es probable influyeran" no significa lo mismo que "provocaron".

(Sobre estas cuestiones relativas al concepto y a la prueba de la causalidad en los delitos de resultado lesivo, puede leerse la elaboración detallada de mis ideas, en el capítulo segundo de mi libro, compartido con Teresa Rodríguez MontañésEl “caso de la colza”: responsabilidad penal por productos adulterados o defectuosos.)

6. Imputación objetiva

Si el establecimiento de la relación causal entre acciones de los acusados y resultados lesivos resulta muy problemática, más aún ha de serlo, me parece, el de la conexión de imputación objetiva. Pues, en efecto, aun si se llegase a demostrar, más allá de toda duda razonable, la influencia del comportamiento de los acusados sobre las decisiones de algunos ciudadanos, de no precaverse más y mejor frente al posible terremoto, todavía faltaría por valorar si dicha aportación causal fue tan relevante para dichas decisiones como para elevar las conductas de los acusados al rango de auténtica cooperación (típicamente relevante).

Me parece, en este sentido, que dificultades idénticas o similares a las ya comentadas existen aquí, debido a la naturaleza meramente verbal de las acciones de los acusados, a su (eventual) influjo meramente psíquico sobre los receptores de sus mensajes y a la inevitable concurrencia de sus conductas comunicativas con otro gran número de estímulos (internos y externos) y de motivos, a la hora de configurar el proceso de motivación que llevó, en último extremo, a cada ciudadano de L'Aquila a decidir qué medidas de precaución adoptaba y cuáles no. Determinar, en este cúmulo de concausas, qué grado de relevancia hubo de tener la información proporcionada por los acusados parece tarea poco menos que imposible.

7. Conclusión: la subsidiariedad del Derecho Penal

Todo lo expuesta apunta, en definitiva, en una misma dirección. Frente a la (comprensible, pero no por ello menos equivocada) tentación de utilizar el Derecho Penal como primer recurso para responder al funcionamiento inadecuado de los órganos administrativos, hay que recordar que, en Italia como en España, la responsabilidad penal por conductas imprudentes está generalmente muy limitada: sólo existe para proteger una pequeña parte de los bienes jurídicos; y casi siempre (con la excepción de algunos delitos imprudentes de peligro que existen) exige que exista un resultado lesivo derivado directamente (en las condiciones vistas: causalidad, imputación objetiva, autoría -y, en Italia, también cooperación) de la imprudencia.

Esto, en la práctica, significa que la mayor parte de las imprudencias, aun las más sangrantes, carecen de relevancia jurídico-penal. Desde luego, (casi siempre) cuando no existe ningún resultado que se derive de la imprudencia. Pero también cuando, existiendo resultado, no es posible concebirlo como "la obra" del autor imprudente; o, en Italia, de su relevante favorecimiento por parte de un sujeto cooperador.

En todos esos casos, la respuesta de la ley penal es: no hay delito. Tal vez haya alguna ocasión en que esto pueda ser sometido a revisión. (Yo mismo he propuesto, en algún trabajo, supuestos en los que se deberían hacer excepciones a la atipicidad generalizada de la imprudencia a la que no le es objetivamente imputable ningún resultado lesivo.) Pero, en general, creo que es una opción político-criminal adecuada.

¿Significa esto que cualquier abuso, por negligencia, ha de quedar en la más completa impunidad? No, por supuesto. Significa tan sólo que hay que tomarse en serio el principio de subsidiariedad, que -solemos decir- ha de guiar cualquier política criminal racional, a la hora de determinar cuándo ha de intervenir y cuándo no el Derecho Penal. Y, consiguientemente, establecer (si no existen) o emplear (si ya están disponibles) otras técnicas jurídicas de protección de intereses legítimos, frente a las conductas negligentes procedentes de la Administración Pública (o de empresas). Así, en un caso como éste, es claro que, además de las eventuales "responsabilidades políticas" (siempre tortuosas y evanescentes), cabría pensar en responsabilidad patrimonial de la Administración, en responsabilidad civil directa de los expertos negligentes y en eventuales sanciones de índole disciplinaria y/o profesional.

(Todo ello, por no hablar, además, de las medidas preventivas -de la negligencia- que podrían haber sido acometidas.)

No todo es, pues, ni ha de serlo, Derecho Penal. Hay que recordarlo, una y mil veces, en los tiempos (desnortados) que corren.


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